—Hemos tenido el placer de conocer al doctor —dijo Holmes, y en pocas palabras le resumió lo ocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los labios al oírlo.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Me ha seguido!
—Eso parece.
—Es tan astuto que nunca sé cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva?
—Más vale que se cuide, porque puede encontrarse con que alguien más astuto que él le sigue la pista. Usted tiene que protegerse encerrándose con llave esta noche. Si se pone violento, la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hay que aprovechar lo mejor posible el tiempo, así que, por favor, llévenos cuanto antes a las habitaciones que tenemos que examinar.
El edificio era de piedra gris manchada de liquen, con un bloque central más alto y dos alas curvadas, como las pinzas de un cangrejo, una a cada lado. En una de dichas alas, las ventanas estaban rotas y tapadas con tablas de madera, y parte del tejado se había hundido, dándole un aspecto ruinoso. El bloque central estaba algo mejor conservado, pero el ala derecha era relativamente moderna, y las cortinas de las ventanas, junto con las volutas de humo azulado que salían de las chimeneas, demostraban que en ella residía la familia. En un extremo se habían levantado andamios y abierto algunos agujeros en el muro, pero en aquel momento no se veía ni rastro de los obreros. Holmes caminó lentamente de un lado a otro del césped mal cortado, examinando con gran atención la parte exterior de las ventanas.
—Supongo que esta corresponde a la habitación en la que usted dormía, la del centro a la de su difunta hermana, y la que se halla pegada al edificio principal a la habitación del doctor Roylott.
—Exactamente. Pero ahora duermo en la del centro.
—Mientras duren las reformas, según tengo entendido. Por cierto, no parece que haya una necesidad de reparaciones en ese extremo del muro.
—No había ninguna necesidad. Yo creo que fue una excusa para sacarme de mi habitación.
—¡Ah, esto es muy sugerente! Ahora, veamos: por la parte de atrás de este ala está el pasillo al que dan estas tres habitaciones. Supongo que tendrá ventanas.
—Sí, pero muy pequeñas. Demasiado estrechas para que pueda pasar nadie por ellas.
—Puesto que ustedes dos cerraban sus puertas con llave por la noche, el acceso a sus habitaciones por ese lado es imposible. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de entrar en su habitación y cerrar la ventana?
La señorita Stoner hizo lo que le pedían, y Holmes, tras haber examinado atentamente la ventana abierta, intentó por todos los medios abrir los postigos cerrados, pero sin éxito. No existía ninguna rendija por la que pasar una navaja para levantar la barra de hierro. A continuación examinó con la lupa las bisagras, pero estas eran de hierro macizo, firmemente empotrado en la recia pared.
—¡Hum! —dijo, rascándose la barbilla y algo perplejo—. Desde luego, mi teoría presenta dificultades. Nadie podría pasar con estos postigos cerrados. Bueno, veamos si el interior arroja alguna luz sobre el asunto.
Entramos por una puertecita lateral al pasillo encalado al que se abrían los tres dormitorios. Holmes se negó a examinar la tercera habitación y pasamos directamente a la segunda, en la que dormía la señorita Stoner y en la que su hermana había encontrado la muerte. Era un cuartito muy acogedor, de techo bajo y con una amplia chimenea de estilo rural. En una esquina había una cómoda de color castaño, en otra una cama estrecha con colcha blanca, y a la izquierda de la ventana una mesa de tocador. Estos artículos, más dos sillitas de mimbre, constituían todo el mobiliario de la habitación, aparte de una alfombra cuadrada de Wilton que había en el centro. El suelo y las paredes eran de madera de roble, oscura y carcomida, tan vieja y descolorida que debía remontarse a la construcción original de la casa. Holmes arrimó una de las sillas a un rincón y se sentó en silencio, mientras sus ojos se desplazaban de un lado a otro, arriba y abajo, asimilando cada detalle de la habitación.
—¿Con qué comunica esta campanilla? —preguntó por fin, señalando un grueso cordón de campanilla que colgaba junto a la cama, y cuya borla llegaba a apoyarse en la almohada.
—Con la habitación de la sirvienta.
—Parece más nueva que el resto de las cosas.
—Sí, la instalaron hace solo dos años.
—Supongo que a petición de su hermana.
—No. Que yo sepa, nunca la utilizó. Si necesitábamos algo, íbamos a buscarlo nosotras mismas.
—La verdad, me parece innecesario instalar aquí un llamador tan bonito. Excúseme unos minutos, mientras examino el suelo.
Se tumbó boca abajo en el suelo, con la lupa en la mano, y se arrastró velozmente de un lado a otro, inspeccionando atentamente las rendijas del entarimado. A continuación, hizo lo mismo con las tablas de madera que cubrían las paredes. Por último, se acercó a la cama y permaneció algún tiempo mirándola fijamente y examinando la pared de arriba a abajo. Para terminar, agarró el cordón de la campanilla y dio un fuerte tirón.
—¡Caramba, es simulado! —exclamó.
—¿Cómo? ¿No suena?
—No, ni siquiera está conectado a un cable. Esto es muy interesante. Fíjese en que está conectado a un gancho justo por encima del orificio de ventilación.
—¡Qué absurdo! ¡Jamás me había fijado!
—Es muy extraño —murmuró Holmes, tirando del cordón—. Esta habitación tiene uno o dos detalles muy curiosos. Por ejemplo, el constructor tenía que ser un estúpido para abrir un orificio de ventilación que da a otra habitación, cuando, con el mismo esfuerzo, podría haberlo hecho comunicar con el aire libre.
—Eso también es bastante moderno —dijo la señorita.
—Más o menos, de la misma época que el llamador —aventuró Holmes.
—Sí, por entonces se hicieron varias pequeñas reformas.
—Y todas parecen de lo más interesantes... cordones de campanilla sin campanilla y orificios de ventilación que no ventilan. Con su permiso, señorita Stoner, proseguiremos nuestras investigaciones en la habitación de más adentro.
La alcoba del doctor Grimesby Roylott era más grande que la de su hijastra, pero su mobiliario era igual de escueto. Una cama turca, una pequeña estantería de madera llena de libros, en su mayoría de carácter técnico, una butaca junto a la cama, una vulgar silla de madera arrimada a la pared, una mesa camilla y una gran caja fuerte de hierro eran los principales objetos que saltaban a la vista. Holmes recorrió despacio la habitación, examinándolos todos con el más vivo interés.
—¿Qué hay aquí? —preguntó, golpeando con los nudillos la caja fuerte.
—Papeles de negocios de mi padrastro.
—Entonces es que ha mirado usted dentro.
—Solo una vez, hace años. Recuerdo que estaba llena de papeles.
—¿Y no podría haber, por ejemplo, un gato?
—No. ¡Qué idea tan extraña!
—Pues fíjese en esto —y mostró un platillo de leche que había encima de la caja.
—No, gato no tenemos, pero sí que hay un guepardo y un babuino.
—¡Ah, sí, claro! Al fin y al cabo, un guepardo no es más que un gato grandote, pero me atrevería a decir que con un platito de leche no bastaría, ni mucho menos, para satisfacer sus necesidades. Hay una cosa que quiero comprobar.
Se agachó ante la silla de madera y examinó el asiento con la mayor atención.