El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.
—¡Henos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando entramos en la habitación—. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere usted saber qué fue de aquellos gansos?
—Sí, señor.
—O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era un ave concreta... blanca, con una franja negra en la cola —Ryder se estremeció de emoción.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo después de muerta... el huevo azul más pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo.
—Se acabó el juego, Ryder —dijo Holmes muy tranquilo—. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para meterse en robos impunemente. Dele un trago de brandy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!
Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color a sus mejillas y permaneció sentado, mirando con ojos asustados a su acusador.
—Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder?
—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —dijo el hombre con voz cascada.
—Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado implicado hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese pobre hombre. A continuación...
De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi compañero.
—¡Por amor de Dios, tenga compasión! —chillaba—. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga!
—¡Vuelva a sentarse en la silla! —dijo Holmes rudamente—. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso por un delito del que no sabe nada.
—Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos contra él.
—¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la versión auténtica del acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única esperanza de salvación.
Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
—Le diré lo que sucedió, señor —dijo—. Una vez detenido Horner, me pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley, que se fue por el mal camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me indicaría cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus compañeros.
»—Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? —preguntó mi hermana.
»—Bueno —dije—, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo.
»—Oh, ya hemos apartado uno para ti —dijo ella—. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis, o sea, uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender.
»—Gracias, Maggie —dije yo—. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando.
»—El otro pesa por lo menos tres libras más —dijo ella—, y lo hemos engordado expresamente para ti.
»—No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora —dije.
»—Bueno, como quieras —dijo ella, un poco mosqueada—. ¿Cuál es el que dices que quieres?
»—Aquel blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.
»—De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede