Adviértase que la eficacia reproductiva es un concepto relativo, es decir, que debe medirse con respecto a la de los demás compañeros de especie. Para ganar la carrera evolutiva no se necesita ser muy veloz, sino serlo un poco más que los vecinos. No es necesario procrear muchos hijos, sino hacerlo un poco más que los compañeros. Pero también se puede lograr de una manera indirecta: ayudando a los parientes cercanos, portadores de genomas parecidos al del benefactor, o actuando perversamente para impedir la reproducción de los vecinos. Se aumenta así el número relativo de descendientes sin aumentar el número absoluto. Por eso no nos debe extrañar que la evolución produzca tantas veces monstruos de egoísmo y crueldad. Richard Dawkins (1996) lo resume con crudeza:
La naturaleza no es cruel, sino indiferentemente despiadada, indiferente a todo sufrimiento, carente de sentido. Lo que se maximiza eficazmente en el mundo viviente es la supervivencia del adn. La función de utilidad se convierte en el mayor bien para el mayor número. La cantidad total de sufrimiento por año en el mundo natural va mucho más allá de lo que se puede suponer. El adn no se preocupa ni sabe. El adn es, sin más. Y nosotros bailamos al son de su música.
Vistos descarnadamente, los organismos no son más que bandas transportadoras que acarrean los genomas de una generación a la siguiente, elementos desechables, transitorios, sin ninguna importancia cósmica. El físico y ensayista Jorge Wagensberg (1989) se muestra de acuerdo con esta idea: “Los organismos no son más que excusas temporales para perpetuar la identidad potencialmente eterna de los genes”. Y mirando las cosas desde la perspectiva del adn, parece como si este manipulara a los organismos que lo contienen, a fin de lograr una mayor representación en las generaciones futuras.
En resumen, para tener una alta eficacia reproductiva que se manifieste a largo plazo se requiere un balance apropiado entre adaptación, fertilidad y altruismo familiar. Los cuidados paternales, por ejemplo, se pueden sustituir por una mayor fertilidad. Las tortugas gigantes, una vez desovan en la playa, vuelven al mar y dejan que sus abundantes huevos empollen al calor del sol y que las crías se defiendan “como Dios manda”. Los mamíferos confían menos en Dios y siguen un camino opuesto: disminuir considerablemente el tamaño de la camada, pero aumentar de manera compensatoria los cuidados parentales, representados por un periodo largo de gestación, por uno todavía más largo de lactancia y, luego, por la carga biológica que implican la enseñanza y la protección durante la etapa juvenil, plena de amenazas. La política es clara: menos crías, pero más protegidas y mejor preparadas para enfrentar la vida.
Figura 3.0 Gallo polaco azul de cresta blanca, raza obtenida por medio de intensa selección artificial
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Reproducción sexual
Para los genes masculinos, la copulación es la puerta que conduce a la inmortalidad
Geoffrey Miller
Si la reproducción sexual requiere el concurso de dos, es para producir otro
François Jacob
En las especies de mamíferos superiores es fácil reconocer una serie de características comunes, asociadas, por regla general, con los machos: menor interés por las crías; papel más activo en el cortejo y en el apareamiento; menor discriminación en la elección de la pareja sexual; mayor inclinación a la poligamia
(o promiscuidad, para ser más claros; en palabras de David Barash y Judith Lipton, se consideran equivalentes monogamia y monotonía); mayor tamaño y peso corporal, y posesión de más adornos naturales y un poco más de agresividad y propensión a la lucha. Estas características, como veremos, se derivan, en una clara lógica, de la asimetría de aportes reproductivos y de la forma como trabaja la evolución. Para tranquilidad de muchos, digamos que en la sociedad humana contemporánea esa lógica ya no tiene validez.
Una fuente muy importante de diversidad genética en las poblaciones se origina en la reproducción sexual. En aquellos organismos que presentan reproducción asexual, el material genético pasa completo de la madre a los hijos, para formar un “clon” o conjunto de réplicas exactas de la madre, excepto si en el justo momento de engendrarse el nuevo individuo se introducen en él mutaciones que destruyan la exactitud de la copia. En las especies con reproducción sexual el asunto es diferente, pues el material genético del hijo se obtiene mezclando dos mitades tomadas de cada uno de los progenitores.
El proceso reproductivo
Los gametos (óvulo y espermatozoide) son producidos por medio de la meiosis, un proceso especial y complejo de división celular, compuesto por dos divisiones nucleares consecutivas. Durante la primera, los cromosomas homólogos se aparean y, con frecuencia relativamente alta, se rompen e intercambian entre sí algunos segmentos, también homólogos. Este apareamiento con intercambio de material, denominado “entrecruzamiento” o “recombinación genética”, tiene como efecto directo un aumento apreciable en la variabilidad genética de los descendientes. Y, también, hace que los cromosomas no sean, hablando en sentido estricto, las unidades mínimas de la herencia, ya que, después del entrecruzamiento, cada cromosoma resultante puede ser un mosaico de partes maternas y paternas.
Todo lo anterior significa, en rigor, que los cromosomas de los descendientes son, casi con certeza, algo nuevo bajo el sol, “otro”. Una combinación no conocida antes y, dada su absurda improbabilidad, algo que no se repetirá jamás sobre la tierra ni fuera de ella. Salvo en el caso de los mellizos idénticos, cada uno de nosotros es un suceso único en el universo. Puesto de otra manera, la reproducción sexual es una fórmula para producir semejantes, no iguales.
En las hembras, al llegar el feto a su quinto mes de desarrollo, se da comienzo a la formación de los óvulos, elementos que servirán años más tarde para producir la descendencia propia. Después de iniciada la primera división nuclear, y cuando aún los cromosomas se encuentran apareados realizando el entrecruzamiento, el proceso se congela de manera más que misteriosa. De acuerdo con Nuland (1998), los entre uno y dos millones de células que, potencialmente, se convertirán en óvulos, permanecen en un estado de animación suspendida hasta que, varios años más tarde, a uno de ellos, escogido en la ruleta del azar reproductivo durante uno de los ciclos menstruales, le llegue el turno de salir al encuentro de su complemento directo, el espermatozoide.
El afortunado ganador completa entonces el proceso de división y se apresta para recibir a su microscópico cónyuge, el espermatozoide. Si la cita amorosa no se lleva a cabo, el huevo muere y desaparece. Más o menos se pierde un óvulo cada cuatro minutos a lo largo de la vida de una mujer, tasa que se acelera cuando esta se acerca a los cuarenta años de edad, y el depósito de células germinales prácticamente se agota durante la década siguiente, de tal suerte que a los cincuenta años quedan menos de mil óvulos. Justo en este momento los ovarios dejan de producir las hormonas que regulan la ovulación, la menstruación se detiene y se entra en la menopausia.
Si se llega a producir el encuentro sexual, la célula ganadora mezcla su material genético con el del espermatozoide que primero haga contacto con ella, y así se da inicio al desarrollo embrionario de un nuevo individuo, heredero de los dos triunfadores. La evolución escoge siempre a los triunfadores. Es una de sus características intrínsecas. En la fecundación no hay sino medalla de oro, un solo ganador; los puestos siguientes son perdedores netos. No hay bronce ni plata.
Asimetrías sexuales
La reproducción sexual, fuente inagotable de diversidad genética y, por tanto, de variabilidad de individuos, lleva en sus entrañas una problemática asimetría en los aportes de macho y hembra al proceso reproductivo (germen de la desigualdad entre los sexos): es una verdadera injusticia de la madre naturaleza. Desnaturalizada, dirán algunos. Mientras que las hembras aportan