El calendario de la célula parece tener, entonces, su residencia en instrucciones del adn, un programa de muerte que nadie desea, pero que hasta el momento es inmodificable. Parece que la única manera de alargar sustancialmente la vida más allá de nuestras esperanzas es mintiendo, como nos lo enseñó la comediante Lucille Ball una vez que le preguntaron por el secreto de su longevidad: “El secreto para mantenerse joven reside en vivir honestamente, comer con lentitud y, ante todo, negarse los años”.
Los gerontólogos están convencidos de que el proceso de envejecimiento se debe a los más variados factores, pero todos ellos centrados en el envejecimiento de las células. Al envejecer estas, y sobre todo las que no se renuevan, como las del miocardio, se acumulan en su interior sustancias residuales tóxicas; en particular, un compuesto llamado “lipofucsina”, que asfixia la célula y reduce considerablemente su capacidad funcional. Para el inmunólogo australiano Frank Macfarlane (1976), el envejecimiento se debe, primordialmente, a fallas en la respuesta inmunitaria, que debe ponerse en marcha ante la presencia de células somáticas de características extrañas, adquiridas a través de mutaciones degenerativas.
Se ha observado que las ratas criadas en laboratorio, al cumplir los 2 años de edad, comienzan a mostrar cataratas, problemas reproductivos y hasta pérdida de memoria, amén de otras deficiencias asociadas con la vejez en la especie humana. A los perros les ocurre lo mismo cuando ya han superado los 10 años de edad, a los gatos un poco más tarde y a los caballos al superar la cuarentena. Cada especie tiene programada, directa o indirectamente, una duración media para sus individuos, por lo que dicha duración se convierte en una característica propia. Y puede postularse esta ley: mientras más temprano llegue una especie a la edad reproductiva, más corta será la vida media de sus individuos. No sobra citar algunos casos extremos de longevidad, las inevitables excepciones: una cacatúa vivió cerca de ochenta años; una vaca, llamada Modoc, vivió setenta y ocho; y un perro pastor australiano llegó a los veintinueve (si sus dueños no mienten). Henry, una tortuga gigante, llegó al cumpleaños ciento setenta y cinco. Después de cien años de existencia, los científicos descubrieron que Henry era hembra y a partir de ese momento la siguieron llamando Harriet.
Con los salmones ocurre un fenómeno curioso: cuando está próxima la época del apareamiento regresan del mar a los ríos, y los remontan hasta llegar a los mismos sitios que los vieron nacer. Durante esta difícil y en apariencia absurda travesía, los animales comienzan a envejecer con suma rapidez, de tal suerte que, una vez cumplido el mandamiento reproductivo, mueren de senilidad precoz. Se conoce hoy la explicación del fenómeno: ocurre por una secreción exagerada de hormonas glucocorticoides (al inhibirse artificialmente su producción, desaparece la etapa de envejecimiento rápido). Los salmones capturados después del desove (Wilkinson, 2001) tienen las glándulas suprarrenales hipertrofiadas, presentan úlceras pépticas y lesiones en los riñones, amén de que sus sistemas inmunitarios se encuentran deprimidos, lo que hace que los animales estén rebosantes de parásitos e infecciones. Si durante el desove se les extraen las glándulas suprarrenales, los peces no mueren.
En los vertebrados, el exceso de hormonas asociadas al estrés en el torrente sanguíneo produce lesiones en los riñones e hipertensión, y hace colapsar el sistema inmunitario. Dado que esta secreción hormonal, abundante y repentina, es una característica propia de cada especie, es probable que se encuentre programada en el material genético. Por eso la vida moderna en las grandes urbes, tensa y llena de roces agresivos, hace que las glándulas suprarrenales produzcan excesos de cortisol, con el consiguiente deterioro orgánico. La vida se torna más corta, como en el salmón, solo que el proceso no marcha con tal celeridad.
Los vegetales tampoco se escapan de esas muertes súbitas y prematuras. Hay un árbol en Panamá que crece durante muchos años hasta alcanzar una talla respetable. Llegado al momento de plena madurez, en solo una estación produce semillas a granel y muere (la vida a veces exagera en el derroche). La trucha arco iris de Canadá nos ofrece un caso bien curioso de envejecimiento. Al igual que el salmón, envejece en su viaje hacia el sitio que la vio nacer; pero una vez completada la tarea reproductiva emprende un rejuvenecedor regreso al mar. Las calcificaciones arteriales y todos los demás signos de vejez desaparecen mágicamente, de tal suerte que, al llegar de nuevo a su hábitat natural, la trucha se encuentra rejuvenecida y saludable.
Algunos humanos padecen una rara anomalía de origen genético, conocida con el nombre de “progeria infantil”, desorden que acelera de forma considerable y misteriosa el ritmo del reloj biológico. Los portadores del defecto suspenden el crecimiento a los 7 años y, a los 12, poco antes de morir de vejez, ya muestran el cabello gris o la calvicie de los octogenarios, la sordera de los ancianos, arterioesclerosis, problemas cardiacos y la voz seca y cascada de los viejos. Sin embargo, contrario a lo que ocurre con el envejecimiento en las personas normales, es raro el cáncer y la demencia (Medina, 1997). Los enfermos de progeria suelen morir de cardiopatías o de accidentes neurovasculares antes de cumplir los 15 años. Los cultivos de células tomadas de esos niños se comportan como si pertenecieran a septuagenarios, pues se dividen con baja frecuencia y solo unas pocas veces, para suspender muy pronto y de manera abrupta la actividad multiplicativa.
Una forma más benigna de la progeria se conoce como síndrome de “Werner”. La enfermedad se gesta en la niñez y se manifiesta al llegar a la pubertad. El primer síntoma notable es que no se presenta el “estirón” de la adolescencia. Poco después el pelo encanece y se cae, aparecen las deslucidas manchas de la vejez, la voz se debilita y agudiza y hacen su aparición la osteoporosis, las cataratas y la diabetes. El sistema cardiovascular se deteriora tanto que la muerte ocurre por lo regular debido a fallas cardiacas. La frecuencia de tumores se incrementa, como es lo usual en personas de edad, pero los carcinomas no son comunes (Greaves, 2001).
Figura 4.1 Niño afectado de progeria infantil
El envejecimiento no es homogéneo. Para algunos, lo primero que envejece es la piel; para otros, el pelo o el sistema cardiovascular, prueba de que el envejecimiento es causado por varios grupos de genes. Se ha descubierto que después de la división de una célula, esta pierde entre cinco y veinte segmentos de los telómeros, cadenas de nucleótidos que rematan los dos extremos de los cromosomas, y que tienen la función de darle estabilidad al cromosoma y evitar cortes durante la división celular. Por eso, la longitud de los telómeros revela de forma indirecta la edad de la célula y, con ella, la del individuo, de tal suerte que en aquellos humanos que llegan a los 80 años, los telómeros son apenas cinco octavos de lo que fueron al nacer.
Los biólogos deducen, del funcionamiento de los telómeros, que los animales longevos no deben tener predadores efectivos, pues de lo contrario sus telómeros no habrían evolucionado para extenderse y aumentar así la vida media. Poco ganaría un ratón con telómeros para cien años si los predadores a lo sumo le permitieran vivir tres. Los investigadores también han descubierto que las células cancerosas producen una enzima, la telomerasa, que facilita la síntesis de los segmentos del telómero perdidos en las divisiones sucesivas, lo que explica su inmortalidad, pues recuperan lo perdido en cada división y así pueden continuar de manera indefinida. Como prueba a favor de tal teoría, se ha encontrado que aquellas personas que presentan envejecimiento prematuro poseen telómeros en extremo cortos.
El doctor Michael West, investigador de la compañía Geron, ha identificado un conjunto de genes que promueven el envejecimiento de la piel, los vasos sanguíneos y algunos tipos de células del cerebro. Asimismo, en la Universidad de Texas, los científicos han descubierto dos programas genéticos, bautizados por ellos con los nombres de “Mortalidad 1” y “Mortalidad 2”, que causan envejecimiento. Cuando se activa el primero, las células comienzan a envejecer; si se desactiva, la vida de las células puede extenderse hasta un 40%. El segundo programa es más drástico: al activarse, las células envejecen con suma rapidez, pero al inhibirse, las células, como las cancerosas, se vuelven inmortales.
Parece un absurdo evolutivo que se desarrollen genes para causarnos la muerte, pero no es así cuando se analiza la situación con mayor detenimiento. Steven Austad ha acuñado el término “pleiotropía antagónica” para calificar algunas