Muerte en el barro. Miguel Ángel Císcar. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Miguel Ángel Císcar
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895884
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a la cabina—. ¿Y qué coño se te ha perdido en Picaña?

      —Allí vive un primo que me puede ayudar. Pero ya me apañaré… —dijo aterido de frío con los brazos entrecruzados sobre el cuerpo—. Oye… de esto ni palabra a nadie. ¿Entendido?

      —¡Joder, tío, sabes que de mí no tienes que preocuparte! Cuídate… —dijo despidiéndolo con un apretón de manos.

      —Estoy destemplado. ¿No tendrías por ahí algo de abrigo? —preguntó Pedro.

      Toni rebuscó en la caja y saco una camisa de franela a cuadros, desvaída y tiesa por la grasa.

      —Ten, algo te abrigará.

      Pedrito se abrochó la camisa, se subió el cuello y, estremeciéndose, bordeó a paso rápido la Cárcel Modelo, evitando las zonas inundadas y los extensos barrizales. El viento estremecía la superficie plateada de los charcos.

      «Si me dan caza soy hombre muerto. En comisaría no saldría con vida. No me dejarían abrir la boca. Me matarían a palos en los sótanos o me lanzarían por una ventana y dirían que intentaba escapar o que decidí suicidarme. Aunque me detuvieran Galán y Sánchez, el Gordo y el Flaco no se estarían de brazos cruzados y se encargarían de taparme la boca para siempre…».

      Miró su reloj de pulsera, eran casi las dos de la tarde y empezaba a sentir un vacío en el estómago. Trotaba sin descanso por una vereda angosta rodeada de sembrados y naranjos. Imposible acortar campo a través. Un fuerte olor le obligó a taparse la nariz. Probablemente el cadáver de alguna caballería pasó desapercibido y se descomponía bajo el barro.

      Bordeando el barrio de Patraix alcanzó el camino hondo que unía Valencia con Picaña. A derecha e izquierda de la vía toda la huerta era un inmenso lodazal. Pedrito tenía las perneras y los zapatos chorreando y los pies helados como los de un muerto.

      Oyó a su espalda el motor de un Pegaso «mofletes» que se acercaba a lo lejos; esperanzado le dio el alto agitando el brazo. El camión paró en la estrecha cuneta.

      —¿A dónde vas?

      —A Picaña.

      —Sube que te acerco.

      Trepó a la cabina y se acomodó en el asiento del copiloto.

      —Voy a Torrente. Te dejaré pasado el puente —confirmó el camionero embragando ruidosamente.

      —Gracias. Menos mal… Me había quedado tirado.

      Avanzaron lentamente esquivando los socavones. En el trayecto tan solo se cruzaron con otro auto y un carro con sacos de harina que paró prudentemente para dejar paso al camión.

      El puente que salvaba el barranco de Chiva apareció ante sus ojos, maltrecho y con la baranda rota. Un río café con leche ocupaba el cauce del barranco pero el nivel apenas llegaba a las rodillas. El camión estacionó tras cruzar el puente y Pedrito, tras despedirse, saltó a la calzada. Se orientó unos segundos observando la torre de la iglesia, el barranco a su izquierda y caminó raudo con la cabeza gacha rehuyendo las miradas de los vecinos. Por callejas de tierra húmeda alcanzó las afueras del pueblo.

      Su primo Tomás Sanjuán vivía en la Calle del Pilar, un barrio de viviendas baratas de dos plantas, corral y entrada para carro. La casa lindaba con la carretera que unía Picaña con el vecino pueblo de Paiporta. Más allá todo eran huertos de naranjos y tierras en barbecho. Cuando el Nano llegó al portal, llamó al timbre pero no sonó, o al menos no lo oyó sonar. Golpeó febril la puerta con la palma de la mano. Nadie abría. Volvió a aporrear la puerta. «Ya va», oyó que voceaban por dentro de la casa.

      Tomás Sanjuán abrió y se quedó boquiabierto al ver a su primo apoyado en el marco de la puerta. Más enflaquecido, derrengado, el pelo crespo y el pantalón húmedo hasta las ingles; intentaba hablar pero apenas emitía un hilo de voz.

      —Pero Pedro… ¿qué es lo que te ha pasado? —preguntó cogiéndolo del brazo.

      —Tomás, primo, tienes que esconderme. Por tu padre, escóndeme.

      6

      La casa de comidas Los Pedralvinos reabría sus puertas tras una semana cerrada. Habían aprovechado la escasez de suministro para ultimar pequeñas reparaciones y darle una mano de pintura al local. Galán y Sánchez solían frecuentarlo, ya que quedaba a diez minutos escasos de comisaría. Ese día no fue la excepción.

      —Hoy tenemos plato único: arroz al horno, y podemos poner una ensalada al centro —informó la camarera—. ¿Qué les pongo de beber?

      —El vino de la casa y agua mineral con gas, que mi compañero no tiene el día muy católico —comentó Sánchez desplegando la servilleta sobre el muslo.

      Galán salió de los lavabos y se aposentó frente a su colega, mientras la camarera servía las bebidas. Había intentado limpiarse los bajos del pantalón y los zapatos, pero estaban tan acartonados que dudaba que se pudieran recuperar. La persecución a Pedro Sanjuán le había dejado exhausto.

      —¿Qué le pasa? Tiene mala cara —preguntó la muchacha.

      —No es nada, Mari; la tripa, que no la tengo muy entonada.

      —Será por la gripe, seguro. Aquí tenemos a la mitad de baja. Si quiere le puedo pasar por la plancha un filete, aunque hoy no tenemos mucha oferta, como podrá comprobar.

      —Tranquila, el arroz estará bien.

      Se sirvieron vino en las copas y bebieron al unísono un largo trago. Atacaron la ensalada mientras esperaban el plato de arroz.

      —¿Dónde has colocado a la mujer de Pedrito? —preguntó Galán.

      —La he dejado en el 2º confesionario. El chiquillo se lo ha quedado la hermana de Planells, esa a la que no quitabas ojo… —comentó Sánchez libidinoso con los labios brillantes—. Bien buena está la condenada.

      —Céntrate y recapitulemos. A priori no podemos descartar que el objetivo fuera Miguel Planells. Podría ser que alguien quisiera eliminarlo o quizá haya sido algo fortuito, un robo… —aventuró Galán, bajando la voz cuando la camarera dispuso los platos en la mesa—. Aunque para ser un robo extraña que no le afanaran la cartera ni nada de valor. Desde luego la reacción de Pedrito el Nano ha sido rara de cojones.

      —Es probable que tuviera miedo y entrara en pánico por si le acusábamos de algo. Ese saltimbanqui nunca ha estado muy templado —masculló Sánchez con la primera cucharada de arroz en la boca.

      —Ya, pero Pedrito tiene mucha mili para caer en esas pifias. Si no tenía nada que ver bien podía haberse mantenido en sus trece. Incluso la hermana del difunto apoyaba su versión. Parece que no era la primera vez que le dejaba el coche.

      Quedaron en silencio varios minutos dando buena cuenta del plato. Galán comenzaba a reponerse y notó una modorra placentera tras el primer vaso de vino. Volvió a llenar las copas. Apurando los últimos granos, Sánchez habló pausado escrutando los ojos de Galán.

      —Igual ese bobo no tenía miedo a venirse con nosotros, sino a que el asesino de Planells rectificara el error —dijo Sánchez—. Quizá el Nano vio claro quién era el verdadero destinatario de las balas y decidió poner tierra de por medio.

      —Eso parece bien traído. O que Miguel y el Nano llevaran algún chanchullo entre manos, pero no sé, no acabo de verlo… Por lo que sabemos de Miguel no me lo imagino metiéndose en líos. Cuando acabemos de comer yo me quedo en comisaría y tú te acercas a Macosa. Habla con el encargado, los compañeros de Miguel y con el infiltrado de la Social. Mira si te informan de novias o amistades fuera de la fábrica o de algún asunto político…

      —¿Y el coche de Pedrito? Igual valdría la pena que la científica lo revisara.

      —Eso si supiéramos dónde para esa chatarra… Se podría buscar en los depósitos municipales pero dudo que encontráramos alguna pista tras la riada y el derrumbe.

      —Mari…