Retiró el lienzo hasta las caderas. Apareció ante ellos un joven de complexión fuerte, con una cicatriz circundando el cráneo, la cara deformada, y un par de orificios en los mofletes y otro en la frente. Presentaba hematomas amarillo-violáceos en los flancos del tórax y abdomen. Un gran costurón de seda negra en forma de «Y» se extendía desde sus hombros hasta confluir en el esternón y de allí hasta el ombligo. La piel brillaba y despedía un desagradable olor dulzón que se solapaba al del formol.
—¿Podemos fumar? —preguntó nervioso Sánchez apartando la mirada.
—Estáis en vuestra casa.
Encendieron sendos pitillos intentando mitigar el sutil efluvio. Galán se desabrochó el primer botón de la camisa y aflojó el nudo de la corbata. Con cierta alarma escuchó el ruido de sus tripas e intentó recordar la ruta hasta el cuarto de baño más cercano.
—Como podéis imaginar, nuestro hombre no falleció por ahogamiento, de hecho no hemos hallado agua en los pulmones. Tampoco a consecuencia del aplastamiento por el derrumbe del edificio, aunque hay fracturas post-mortem en costillas, brazo y pierna izquierda. La muerte fue por disparos de pistola efectuados a muy escasa distancia — puntualizó diligente Aparisi mientras introducía una fina varilla metálica en los orificios de la cara intentando demostrar la trayectoria de los disparos—. Como veis, se observa un orificio de entrada debajo del pómulo, con tatuaje de la pólvora, que fractura la mandíbula y destroza lengua y arcada dentaria, con orificio de salida siguiendo una trayectoria claramente descendente.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Sánchez al ver como la varilla atravesaba limpiamente la cara del cadáver.
—Aunque el impacto mortal fue el efectuado en la frente. Al parecer intentó protegerse con la mano izquierda y el tiro le atravesó la palma, para luego perforarle el cráneo, aunque esta vez sin orificio de salida —apuntó Aparisi manejando cuidadosamente la mano agujereada del fallecido.
—¿Has podido recuperar la bala? —preguntó Galán.
—Pues sí. Atravesó el cerebro y quedó alojada cerca del occipital. La trayectoria también es descendente. Sin duda la víctima estaba en una posición más baja que el agresor, como en una ejecución.
—Si estaba al volante del coche cuando le dispararon, lo probable es que su asesino estuviera de pie, al lado de la puerta del conductor, y que incluso metiera la pistola dentro del coche, lo que explicaría los disparos a quemarropa y su trayectoria descendente —teorizó Galán exhalando el humo alrededor del cadáver—. Aunque también es posible que lo asesinaran en otro lugar, con la víctima sentada o tirada en el suelo, y luego lo ocultaran en el coche.
En esos momentos la luz de los fluorescentes languideció dejándolos en penumbra, y al poco con un débil parpadeo se iluminó de nuevo la estancia.
—El suministro eléctrico todavía está precario —se disculpó Aparisi—. Ahí en esa bandeja os he dejado las pertenencias que le encontramos encima, incluida la bala y unas fotos que hemos tomado al difunto.
Galán y Sánchez se dirigieron a una mesa auxiliar donde estaba la bandeja metálica con las escasas posesiones del fallecido. Un manojo de llaves unidas por una arandela metálica, calderilla, una cartera con el cuero cuarteado por el fango. En la cartera tres billetes de 10 pesetas y un billete de 100. Una bala dorada con la punta deformada rodó en la bandeja. La ropa del difunto estaba sucia pero plegada y al lado una carpeta con el informe preliminar de la autopsia, las huellas dactilares y fotos detalle de su cara. En alguna de las fotos habían pasado un pañuelo por debajo de la mandíbula que anudaron en la parte superior de la cabeza. Así se disimulaban los agujeros de bala de la cara y al cerrarle la boca le daba una apariencia más soportable.
Galán observó el azulado Documento Nacional de Identidad que encontró en la cartera.
—¿Tienes alguna duda respecto a la identidad de la víctima? —preguntó mientras volvía a guardar la tarjeta en la cartera e introducía la bala y el resto de pertenencias en varios sobres de pruebas.
—Hemos conseguido buenas huellas dactilares inyectando algo de parafina en el pulpejo de los dedos —respondió el forense desprendiéndose de la colilla que casi abrasaba sus labios—. Vuestros técnicos dirán si coinciden con las huellas de sus documentos oficiales. Si nos fijamos en la foto del documento de identidad yo diría que el parecido es razonable. Aquí acaba mi trabajo y ahora empieza el vuestro.
4
Miguel Planells contaba 24 años en el momento de su muerte, estaba soltero y vivía en el nº 15 de la Calle Portal de Valldigna con su madre y su hermana; en las pesadillas recurrentes de las dos mujeres el joven era arrastrado por la furia del río camino del mar o flotaba entre juncos en alguna de las acequias que circundan la ciudad. No podían sospechar que yacía sepultado a escasos cien metros de su casa, envuelto en un amasijo de hierro a modo de sarcófago metálico.
Al llegar los inspectores a la vivienda del difunto encontraron la puerta del portal abierta, hinchada y atrancada. La humedad había infiltrado las paredes y el tono bicolor señalaba el nivel alcanzado por las aguas.
Tras subir los tres pisos Galán llamó a la puerta con varios timbrazos. Notaba en el cogote el resuello de Sánchez. Abrieron tímidamente, recortándose a contraluz las figuras de dos mujeres cogidas del brazo. Tras enseñarle la placa, madre e hija se anticiparon a lo peor con un quejido ronco. La mayor sufrió un vahído que doblegó sus piernas y obligó a llevarla en volandas al sofá del salón.
El comedor estaba sumido en sombras, con las persianas a medio bajar y las cortinas corridas. Los policías dieron las condolencias con fingida profesionalidad. Sin prolegómenos relataron el hallazgo del cuerpo de Miguel en el interior del Renault bajo los restos del edificio derruido. Evitaron, al menos de momento, revelar la verdadera causa de su muerte. La madre de Miguel Planells gemía cadenciosa, de riguroso luto y el pelo prematuramente grisáceo recogido en un moño: «Ay mi hijo, Ay mi hijo…».
Teresa Planells, atendía con entereza las explicaciones de Galán y fruncía el ceño perpleja mientras acariciaba la mano de su madre.
—Pero mi hermano salió de casa sobre las nueve de la noche y la primera riada comenzó mucho más tarde, pasada la medianoche. Entonces no puedo entender cómo apareció su cuerpo en el coche aquí al lado… —razonó Teresa con los ojos brillantes—. Cuando vino la riada él ya tendría que haber llegado a la fábrica desde hacía varias horas.
Era evidente que para ellas el único culpable posible era el río.
—Tengo que informarles de un asunto delicado… —apuntó Galán pausadamente—. Les parecerá sorprendente pero en realidad Miguel no murió ahogado en la riada sino asesinado. Le dispararon…
No pudo acabar la frase, la madre rompió a sollozar con fuerzas renovadas, con unos entrecortados: «Ay madre mía, mi pobre Miguel». La hija, impresionada, se contagió del desconsuelo y comenzó a llorar abrazada a su madre.
—Pero... ¿cómo es posible? ¿Ha sido un robo? —gimoteó Teresa—. Pero si nosotros no tenemos nada de valor, en el barrio todos nos conocen.
—Todavía no sabemos nada, señorita. Si me permite, me gustaría revisar la habitación de Miguel y enseñarle en privado algunas fotos.
Teresa se dirigió con flojedad hacia la habitación de su hermano, apoyándose levemente en la pared del pasillo, seguida por Galán que estudiaba el estimulante oscilar de sus caderas bajo la falda. La habitación de Miguel era espartana: una cama estrecha con cabecero de contrachapado color caoba, la mesita de noche con un flexo, una estantería casi huérfana de libros, un armario ropero de una puerta y una silla de enea al lado de la ventana.
—¿Usted se llama?
—Teresa.