—¡Edgar! —Toqué su hombro, llamando su atención.
Se detuvo para observarme, atravesándome hasta el alma con esa mirada tan profunda.
—Enma, vete. —Pude ver en los ojos de Edgar los instintos asesinos que pocos minutos antes solo habían asomado como una amenaza—. Si lo que quiere es pegarme por defender algo de lo que, creo, no tiene derecho, que lo haga —añadió Luke con valentía.
—Lo que quizá no sepas es que no te quedará un diente en la puta boca —lo advirtió con rudeza su amigo.
Luke alzó una ceja, acompañando el movimiento con una mueca de sus labios, y elevó sus manos lo suficiente, llamando su atención.
—Veámoslo entonces —le chuleó.
El rostro de Edgar se contrajo, encendiéndose de una manera temeraria. Intenté evitar a toda costa que no pasase por delante de mi cuerpo, ya que el pobre Luke se llevaría la paliza de su vida.
—Edgar, mírame —le pedí con la poca tranquilidad que me quedaba. No me escuchaba; al revés, intentaba zafarse de mi cuerpo con pequeños empujones—. Luke, vete —añadí sin apartar los ojos del hombre enrabiado.
—¡No voy a dejarte con este enfermo mental! —me aseguró, sin inmutarse por su comentario.
—¡¿Qué me has llamado?! —le vociferó el otro.
Sujeté sus hombros como pude, sin embargo, su gran cuerpo hizo que, con un simple movimiento, yo retrocediese un paso hacia atrás. Si no llega a ser por la mano de Luke, que me aferró con decisión, a punto habría estado de caerme. Cuando contemplé que Edgar alzaba su puño para estampárselo en la cara, dije en tono autoritario:
—¡Edgar, basta!
Como si fuese la mayor de las fieras, a la que con un simple silbido podía amansarse, sus ojos brillantes se clavaron en mí y detuvo su paso. Bajó aquel puño cargado de fiereza, sin dejar de contemplarme.
—Luke, vete, por favor —musité agotada.
—Pero… —intentó protestar.
—¿Piensas que voy a hacerle daño? —le preguntó Edgar con enfado.
Luke alzó una ceja con ironía. Edgar dio otro paso. Ya no quedaba distancia, pues los dos tenían sus frentes casi chocando.
—Luke, hazme caso. Por favor, no empeoremos más las cosas. Déjanos solos.
Traté de que razonasen, empujando a ambos para distanciarlos. Escuché cómo resoplaba, y giré mi vista hacia los ojos que habían vuelto a mí con urgencia.
—Si me necesitas, llámame.
—No va a necesitarte para nada. —Edgar bufó.
—¡Ya basta! —solté casi en un grito.
Le eché un breve vistazo a Luke y me volví en la dirección contraria, cogiendo una cantidad de aire gigantesca para lo que me esperaba a continuación.
—Si todo este numerito es porque quieres hablar conmigo, hablemos —le espeté de malas formas, y di un paso hacia delante.
—Quiero más que eso.
Su tono rudo me tensó, y mi voz interior me pidió que me olvidase de una maldita vez de todas las tonterías que tenía en la cabeza. Pasé por delante y me detuve frente a la puerta de su habitación. Él, por su parte, no apartó su felina mirada de mí ni para sacar la tarjeta, y en ese momento fui consciente de algo de lo que no me había percatado en los cinco años que estuve a su lado de una manera u otra.
Miedo.
El miedo a perder de vista lo que tanto anhelas. El miedo a sentir que se te escapa de las manos sin poder controlarlo. Y el miedo a ser consciente de que tu mayor demonio está ante ti y se llama obsesión.
Entré con paso acelerado, echándole un vistazo por encima a la gran suite. Obviamente era el jefe, pero aquello no tenía palabras. Era la elegancia personificada, el lujo y el poder en una simple habitación. Todo lo que poseía tenía un nombre, y se llamaba riqueza. Giré mi cuerpo de manera inmediata, me crucé de brazos y lo enfrenté con mal humor:
—¿Te crees que es normal el comportamiento que has tenido? —Se acercó con parsimonia hacia mí, y retrocedí un paso cuando alzó su mano con la intención de rozarme. Estaba deseándolo, podía verlo en sus ojos—. ¡Ni se te ocurra tocarme!
Soltando un fuerte resoplido, me obedeció. Se pasó una de sus grandes manos por aquel rostro perfecto, con una barba de varios días y un semblante serio y estremecedor. Después, se la llevó hasta su cabello negro y repitió el gesto. El corazón se me detuvo al observar, como tantas veces lo había hecho, aquel contraste con sus ojos tan claros que casi rozaban el gris plata.
—Era la única manera de que me hicieras caso. No voy a tirarme toda la vida detrás de ti. —Eso último lo dijo enfadado.
Alcé una ceja, sin poder creerme lo que acababa de soltar.
—¿Toda la vida? —le pregunté con ironía, y él supo por qué estaba diciéndolo—. Quizá no te hayas enterado o tengas tanto ego que no veas más allá de ti, pero cuando una persona te ¡evita! —elevé mi tono más de la cuenta al pronunciar la última palabra—, está claro que es porque no quiere saber nada de ti.
Alzó su rostro de manera altiva y movió sus labios de forma sensual, siéndome imposible obviarlos. Se dio cuenta de ese detalle y sonrió como un rufián.
—El problema es que esa persona a la que evitas no te ha hecho nada —añadió en tono neutro.
—O quizá puede ser que la persona a la que evito sea tan tonta que no quiere darse cuenta.
Se quedó callado durante unos segundos antes de pasar por mi lado para servirse una buena copa de alcohol, que no tenía ni idea de qué sería. Me señaló el vaso, invitándome, y negué con la cabeza, estupefacta. Porque Edgar Warren también tenía esa condición: la de pasota, la de «Me sudan los cojones, literalmente». Eso me sacaba de quicio, y siempre lo había hecho, o por lo menos las pocas veces que conseguíamos decir más de dos palabras coherentes cuando hablábamos, casi siempre de trabajo.
Se lo bebió de un trago. Después miró hacia el balcón y se sirvió otro, que acabó en su estómago de la misma forma que el anterior. Sin cambiar mi postura, lo miré.
—Me abandonaste con si fuera una puta carta —siseó entre dientes—. ¿Alguien te ha dicho que eso es de cobardes?
Noté que mi pecho iba a explotar; ya no sabía si de rabia o de todo lo que acumulaba.
—No te equivoques. Yo no te abandoné. —Se giró y fijó su atención en mí de manera desafiante—. Me despedí.
—Sin motivos. —Nuevamente, me contestó antes de darme tiempo a terminar.
Apreté los dientes, a punto de reventarlos.
—Tú y yo no éramos nada —escupí de malas formas—. Solo nos veíamos, como bien decías, para follar de vez en cuando. —Repetí su habitual palabra de cortesía con cierto sarcasmo y tonito—. Y hasta donde yo sé, a personas que no tienen nada —recalqué—, no se les debe ninguna explicación.
—A mí sí.
Sentí cómo mis mejillas quemaban. No sabía cuánto me quedaba para estallar como una bomba, pero intuí que poco. Amaba estar con él, pero cuando se ponía en aquel plan chulo y prepotente a partes iguales me desquiciaba.