Intenté retomar el ritmo de la música, pero me fue imposible concentrarme cuando sus manos pasearon por mi cuerpo a su antojo, sin permiso, sin que nadie fuese consciente de ello. Miré alrededor, asegurándome de que nadie nos observaba, y ese morbo irremediable me calentó escandalosamente. La mano que tocaba mi trasero con decisión descendió lo suficiente hasta colocarse entre mis muslos mientras una de sus piernas se colaba por las mías, dándole paso a algo que no debía dejar que ocurriera. Pero estaba paralizada.
—¿Por qué huyes, Enma? ¿Por qué si no puedes? —murmuró con la voz cargada de erotismo.
Tocó por encima de la fina tela hasta apartarla y quitarla de su camino. A continuación, se introdujo por la abertura de mi sexo y, antes de que pudiera reaccionar, uno de sus dedos removió las cenizas que aún no estaban apagadas. Involuntariamente, me arqueé cuando lo sacó, y volvió a introducirlo con brío. Su pulgar presionó con maestría aquel botón que tan bien sabía manejar, instante en el que otro jadeo ahogado salió de mi garganta, esa vez más fuerte de lo que pretendía.
El monitor se giró, de manera que yo también lo hice, impulsada por la mano libre de Edgar, quedándome contra su pecho desnudo y ocasionando que la intrusión desapareciese. Elevé mis ojos hasta toparme con los suyos, que me observaban ansiosos. Subió la mano que había tocado mi zona más íntima hasta su boca y, con una sensualidad aplastante, se chupó los dedos sin apartar su mirada turquesa, que brillaba en exceso.
—Edgar…
No me dejó continuar cuando traté de detener aquella locura:
—Estás mojada… —musitó sin dejar de contemplarme.
Siguió el compás de la música, y la conexión tan habitual en nosotros resurgió de la nada. Los sentidos se me nublaron y pensé que caería al agua, pero eso no llegó a ocurrir, pues sus manos me tenían firmemente sujeta por la cintura. Sus labios se acercaron de manera peligrosa a los míos y mi mirada se desvió hacia ellos; tan rellenos, tan apetecibles, que sentí cómo se resecaba mi garganta, cómo lo deseaba.
Me miró con fijación y, rozando mi boca, murmuró:
—Podría follarte en medio de toda esta gente y no me importaría, Enma. No lo haría. —Detuvo sus ojos en los míos, que destellaban con fuerza—. Podría devorar ese coño de mil y una maneras en todos los rincones de este barco. —Su voz, cada vez más sensual, me atrapó—. Pídemelo. Solo pídemelo.
Sentí que el aire me fallaba por completo cuando, sin previo aviso, sujetó mis caderas y tiró de mi cuerpo hasta casi fundirme con él. Notaba su respiración acelerada, veía sus pupilas dilatadas por la excitación, y fui consciente del gran bulto que crecía bajo aquel bañador. Restregó su duro miembro en mi vientre de manera intencionada, apretando mis nalgas con euforia. Colocó su rostro en el hueco de mi cuello y le pegó un leve mordisco. Solté otro gemido más grande que el anterior.
—Necesito oír cómo te corres. —Su mano volvió a la misma zona de antes, apartando la tela—. Necesito que grites mi nombre, que me pidas más.
Tuve el impulso de contonearme, de restregarme contra él, de dejar que me hiciese lo que quisiese, y más en la piscina, sin importarme una mierda que al día siguiente nos echaran del barco, que diéramos un escándalo. Pero me di cuenta de que ese era mi gran error. Estaba cayendo en las redes de aquella araña gigantesca; de la araña que, debajo de su capa animal, era el mismísimo diablo vestido de traje.
Elegante.
Tentador.
Aniquilador.
A mi alrededor, la gente seguía entusiasmada de manera casi exultante al ritmo del joven, quien agitaba su cuerpo sin vergüenza delante de tantas personas. Aproveché el hueco que quedó libre a mi derecha para escapar de las garras de Edgar; huyendo, como de costumbre. No podía enfrentarlo. No podía, y lo supe desde el minuto uno en el que vi el nombre de su agencia en esa dichosa lista.
Pero mi intento se vio abocado a un fatídico fracaso cuando al dar dos pasos me sujetó de la muñeca y ejerció una presión inhumana. Me giré y me quedé frente a él, llena de rabia por no saber controlar los sentimientos que inspiraba en mí. Me observó entrecerrando los ojos, y supe que había perdido los papeles.
—Suéltame… —siseé entre dientes.
Negó con la cabeza, sin moverse del sitio y sin importarle quién pudiera vernos. Caminó conmigo casi a rastras por toda la cubierta, sin soltarme en ningún momento. Intenté por todos los medios deshacerme de su agarre, pero nada consiguió romper ese contacto.
—¡Edgar! Estás haciéndome daño. —Elevé mi tono de voz sin pretenderlo.
—Te he dado cinco minutos. Ni uno más ni uno menos —sentenció con voz firme e implacable.
—¡Que me sueltes, joder!
Aprecié que varias personas que estaban en la terraza de la cafetería, antes de entrar a los pasillos que daban a los ascensores, nos miraban con cierto interés. Mis mejillas se encendieron como una hoguera al ser consciente del espectáculo que estábamos dando. A simple vista no parecía nada normal, pues Edgar seguía sosteniendo mi muñeca con énfasis, sin importarle que no alcanzara su paso. Me conocía, y sabía que a la mínima de cambio huiría.
Al llegar a las escaleras no se molestó en mirar atrás cuando subió los escalones con furia. Forcejeé con su agarre desmesurado y conseguí sujetarme con la mano que tenía libre a la barandilla de las escaleras. Él se giró como un basilisco y me aniquiló de un simple vistazo.
—¡He dicho que me sueltes! —Esa vez grité con toda la ira posible, porque sabía que iba de cabeza al matadero, con él de la mano. Me ignoró, y pegó un pequeño tirón que casi me lanzó contra la moqueta roja del suelo. Moví mi muñeca sin parar durante un rato, sin ser consciente de dónde estábamos, hasta que mis ojos se fijaron en el pasillo y me di cuenta de que era la puñetera planta donde se encontraba su habitación—. ¡Edgar! No pienso ir contigo a ningún sitio. ¡Que me sueltes, joder!... ¡Edgar! —Me dejé la garganta llamándolo.
Parecía estar sordo o directamente pasaba de mí, pues no se detuvo ni un solo segundo. Justo en el momento en el que encontré un blanco fijo para darle una patada en la espinilla y de esa manera poder salir corriendo, alguien a mi espalda habló con la voz seria, aunque intentando mantener la calma:
—Suéltala, Edgar.
4
Detuvo su paso, haciendo que me estampase contra su perfecta espalda desnuda, sin embargo, en ningún momento soltó mi muñeca. Se giró como si estuviera poseído. Al ver que su semblante se teñía de tal furia que pensé que estaría a punto de cometer el mayor asesinato de la historia, decidí también mirar en la dirección que lo hacían sus ojos. Antes de que los míos se posasen sobre la persona que venía a rescatarme, recé para mis adentros por haberme equivocado al reconocer el tono de voz.
—¿Vas a decirme tú lo que tengo que hacer? —escupió con desdén.
Lo miré suplicante para que no siguiese con la conversación, ya que entonces sí era verdad que lo mataría en la misma puerta de su habitación. El carácter de Edgar, en muchas ocasiones, producía un miedo atroz en quien no lo conocía.
—Te ha pedido que la sueltes unas cuantas veces. Creo que ya está bien. —Se cruzó de brazos.
Edgar dio un paso al frente de forma intimidante, soltando mi muñeca con mucha lentitud, pero Luke no se movió del sitio ni separó sus ojos de él. Me interpuse antes de que pudiese avanzar, porque estaba cegado por la rabia.
—Y, si se puede saber —ironizó con tono rudo—, ¿qué coño te importa lo que haga con ella?
Su nariz se hinchó, inhalando con mucha fuerza con tal de no perder los pocos papeles