Basta examinar con cuidado la experiencia de estas iglesias para darse cuenta de que constituyen sociedades alternativas que ponen en tela de juicio a las sociedades asimétricas de este tiempo, y que son comunidades de resistencia activa al imperio predominante, comunidades cuyo impulso misionero se fundamenta en su pasión por el reino de Dios y su justicia. Una pasión que impulsa a un número cada vez mayor de miembros de estas iglesias a dar testimonio del Dios de la vida en distintos marcos sociales, políticos y culturales, arriesgando incluso su propia seguridad física y teniendo una fidelidad insobornable que no elude el martirio, porque para ellos no son los dioses de este siglo los que tienen la última palabra en la historia, sino el Dios de la vida, que ama y defiende la vida de todos los seres humanos creados a su imagen.
En tal sentido, se puede afirmar que, para un número creciente de iglesias pentecostales, la vida en el Espíritu tiene un horizonte mucho más amplio que el de una ética rigorista que en otro momento las condujo a separar lo sagrado de lo profano, lo secular de lo religioso, lo material de lo espiritual, y la moral personal de la moral pública.
Una lectura contextual de la Biblia, unida a una toma de conciencia respecto a la realidad social y política en la que viven, ha hecho posible que el panorama sea un poco distinto en este tiempo. Sin embargo, queda todavía un largo trecho que recorrer y cuestiones críticas que deben resolverse; todo ello, ciertamente, desde el piso inconmovible de la Palabra de Dios e insertados en el mundo que es su parroquia o su campo de misión cotidiano. De lo que se trata, entonces, es de articular una agenda de misión integral que puede contribuir significativamente para que el pentecostalismo sea un vehículo colectivo de transformación social que, sin negar su identidad religiosa específica, coadyuve a cambiar radicalmente las relaciones humanas de exclusión y el rostro político de nuestros países corroídos por el cáncer de una corrupción sistémica que los mantiene postrados como simples accesorios o como simples factorías rentables del modelo económico predominante en la aldea global contemporánea.
Dentro de ese marco temporal concreto, la espiritualidad pentecostal no puede desligarse de un firme compromiso con la defensa de la dignidad humana, ya que amar la vida y defenderla constituye una forma de vivir en el Espíritu. Y el Dios de la vida, que ama y defiende la vida de los sectores sociales más vulnerables, exige que la comunidad del reino, como comunidad misionera escatológica, se comprometa con esa tarea que desacomoda a los acomodados de este mundo que tienen en sus manos el poder político, económico, militar y religioso, teniendo en cuenta que, como la historia de la iglesia cristiana lo demuestra, desafiar y enfrentarse a los círculos infernales de violencia, no constituye un buen negocio y demanda tener una fe indomable en Jesús de Nazaret encarnado, crucificado y resucitado.
Precisamente, esa es la cristología integral que caracteriza a las comunidades pentecostales, la cual les otorga ese aroma inconfundible que atrae a los millones de crucificados del mundo, quienes encuentran en las iglesias pentecostales comunidades afectivas y efectivas que convierten a las víctimas del sistema en misioneros y a los desesperanzados del mundo en visionarios. Aunque en los últimos años, debido a la fuerte influencia de la «especialización» del culto y de la «profesionalización» de los pastores que trajo consigo la avalancha carismática, han ocurrido cambios sustantivos en el contenido y la forma en que un creciente porcentaje de iglesias pentecostales celebran el culto, todavía puede afirmarse que el culto sigue siendo el laboratorio colectivo en el que se articula la teología de estas iglesias y el espacio común en el que se afirma su amor por la vida como un don de Dios por el que uno tiene que luchar cada día en un clima social en el que las fuerzas de la muerte pretenden tener la última palabra6.
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4 La espiritualidad puede entenderse también como «un estilo de vida, una manera de ser y de hacerse discípulo de Jesús [...] una manera de pensar y actuar, de caminar según el Espíritu (Ro 8.4) [...] una manera de ser cristiano [...]» (Gutiérrez 1986: 14). O como señala otro autor: «Según nuestra definición personal que sintetiza el enfoque y la moral trinitarios [...] en obediencia a Dios, el seguimiento de Jesús en el poder del Espíritu» (Villafañe 1996: 145). Villafañe subraya también que «una espiritualidad auténtica y relevante debe ser integral y debe responder por igual a la dimensión vertical y horizontal de la vida [...] [ya que] toda espiritualidad verdadera es, en última instancia, amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos» (Villafañe 1996: 149).
5 Para Steven Land, los tres afectos pentecostales íntimamente relacionados entre sí, son los siguientes: Gratitud (alabanza y acción de gracias), compasión (amor y deseo) y valor (confianza y esperanza). Según este autor, los tres afectos mencionados se correlacionan tanto con la perspectiva sobre Dios, el reino y la salvación, como con las tres virtudes teológicas tradicionales de la fe, el amor y la esperanza, respectivamente (Land 1997: 138). Una simple observación de la experiencia de estas iglesias en América Latina, permite constatar que los tres afectos mencionados están presentes y confluyen en el culto, el espacio en el que se articula su teología oral-narrativa y en el que se expresa su amor por la vida y su protesta frente a las fuerzas de la muerte.
6 En palabras de un teólogo pentecostal: «[El culto] es el lugar de liberación personal de los creyentes y una afirmación de su status en la sociedad. Es el lugar de la vida social de los creyentes, atestiguado por la enorme cantidad de cultos que se celebran en el curso de la semana. Pero sobre todo, es el lugar de la manifestación del Espíritu; el creyente se encuentra con el Espíritu aquí como en ningún otro lugar» (Villafañe 1996: 131–132).
Parte 1: La fiesta del Espíritu
Introducción
Desde su inserción en el escenario religioso mundial, las iglesias pentecostales de distinto trasfondo histórico, se caracterizaron por la alegría desbordante de sus cultos y por una ruptura radical con los patrones culturales y sociales de segregación racial y de marginación de su tiempo; una clara señal de rechazo al mundo y sus valores que hizo de los pobres y de los excluidos, protagonistas activos de la misión7. Sus cultos festivos, participativos y populares han sido, desde entonces, los espacios colectivos en los que se reúnen aquellos que los sectores dominantes han calificado y califican usualmente como los harapientos y los parias del mundo.
Aunque su composición social ha cambiado un tanto en las últimas décadas, ya que muchas iglesias pentecostales han experimentado un proceso de «adecentamiento» (pues sus miembros ya no son tan pobres como sus padres y abuelos) y se han hecho aceptables a la sociedad y son tratadas con beneplácito por quienes detentan el poder político, todavía la mayoría de los miembros de estas iglesias forma parte de los estratos pobres de la sociedad, y un alto porcentaje de ellas están localizadas en los cinturones de pobreza de las grandes urbes y en las zonas campesinas del sur del mundo. Y sus cultos siguen siendo todavía espacios colectivos inclusivos, el momento en el que los fieles se reúnen para dar testimonio de su identidad como pueblo de Dios en misión, y el piso común en el que los creyentes adoran libremente al Dios de la vida en un clima de fiesta generado, animado y sustentado por el Espíritu8.
¿Qué se transmite en sus cultos? ¿Qué ocurre durante sus tiempos de reunión colectiva en los que el canto, la oración, el testimonio