Los militares aman esos cuernos que rompen cráneos, para ponerles barniz y ponerlos en cualquier placa de madera tallada. Entre los soldados hay bastantes que pueden hacerlo muy bien y los ponen bonitos. Y después esos oficiales se regalan, entre ellos, esas producciones de arte, fanfarroneando y bromeando. Viktor Petrovich tiene, por supuesto, de esos cuernos. Ahí, en la entrada de la oficina, tiene unos colgados. Es cómodo colgar la gorra ahí, inclusive lanzarla desde algunos metros.
Y la quinta pieza de la “compra”, se la llevamos a Kupchikha, Petelin pensó saboreándose. Esta kazaja Kupchikha, que vivaracha que es, vende vino y vodka tarde en la noche. Claro, todos los desvelados de la ciudad van para allá. No importa que quede a cuatro kilómetros, de todas maneras, van. ¿Y donde más puedes comprar? Los almacenes cierran a las ocho y los restaurantes a las once. Y en los almacenes no siempre hay vodka. Donde Kupchikha siempre hay, más cara, por supuesto. Eso es, la quinta saiga se la llevamos cuando volvamos en la mañana. Sería bueno que la saiguita sea joven, para que la carne sea más tierna. Y allá desayunamos. La diligente Kupchikha nos escogerá el filete más tierno y nos lo asará ahí mismo en el patio.
El mayor cerró los ojos y se imaginó un colorido acorde final en la suite de nombre “Caza de los saigas”. El olor de la carne sangrienta asada en un fuego vivo, en un aire matinal lleno de vida, multiplicador de un ya existente apetito de fiera, después de una noche movida, y con una buena vodkita.
¿Qué más hace falta a un tipo cansado, de regreso a su hogar con una buena producción?
“Pero donde diablos está Fedorchuk?” – de nuevo se disgustó Petelin y se sirvió otro medio vaso de vodka. La mitad del gran tomate rojo, carnoso y jugoso, resaltaba en la mesa. Bueno, vamos a terminar de comerlo, pensó Viktor Petrovich, levantando el vaso hacia sus labios.
De repente, la puerta de la oficina se abrió y en el umbral apareció Fedorchuk. Su mano derecha, pegada al pecho, estaba cubierta por un trapo grande y sucio.
– Dónde estabas? – de mal humor y sorprendido, gritó el mayor.
– Mire! ¿Para qué le cuento?! – indignado, el sargento levantó la mano izquierda.
– No. Cuenta! ¡Cuenta! – gruñó Petelin. Ya terminaba de comerse los restos del tomate. – Cuenta con detalles. —
– Mire! Le estoy diciendo. – Fedorchuk trató de concentrarse. – Derechito por la estepa regresaba. Todo iba normal, pero cuando doblé en la línea del tren apareció un pedazo de hierro grande, no lo pude evitar y le di. De algún tren se cayó, o de un tractor. Bueno, se metió bajo el carro cerca de la rueda y la trancó. Levanté el carro con el gato y traté de quitar la rueda. No pude, coño. Y usted sabe que no tenemos herramientas. Metí las dos manos y traté de sacar el pedazo de hierro con toda la fuerza. El carro se balanceó hacia mi lado, el gato voló, la rueda se rompió y ¡la palanca del gato me dio con fuerza en la mano! Mire. —
El sargento levantó el trapo sucio y mostró la mano.
– El hierro ese me rasgó la palma de la mano hasta el hueso. Y lo peor, por añadidura, es que no podía sacar la mano de debajo del carro. Y siquiera hubiera pasado un tipo por ahí, pero usted sabe, el desierto… Yo grité y grité, y empecé a excavar debajo de la mano. Al fin la saqué y mientras la limpiaba, afortunadamente tenía agua en el carro, pensaba como iba a levantarlo. El gato se había quedado debajo. Me traje el carro así, varias horas, la mano me duele mucho. Vine directo para acá. —
– Siempre te pasa algo. – murmuró el mayor. – Tenemos que irnos para la caza. —
– ¿Cual caza, camarada mayor? Me gustaría, pero tengo que ir al hospital. Es una herida seria en la mano. Mire, – Fedorchuk dio un paso hacia la mesa, se quitó el trapo otra vez y le puso al mayor la mano frente a la cara.
– Aparta esa mano. – arrugó la cara Petelin. – Tú eres el que siempre me llevas. ¡No se puede confiar en nadie! – El mayor miró la botella y se suavizó. – Tómate un trago y ve para el médico. —
El jefe y el subalterno se bebieron el resto del vodka. Petelin sacó otro tomate grande del maletín y lo cortó por la mitad.
– Come. – le alcanzó el fruto rojo a Fedorchuk. – Quedó bastante gasolina? ¿No nos pasamos del límite? —
– Hoy es primero de septiembre. Empieza un nuevo mes y tenemos un nuevo límite. En el tanque hay bastante. —
– Ya septiembre. – dijo, pensativo, Petelin e hizo un gesto hacia la mesa. – Déjame las llaves. —
El sargento puso las llaves en la mesa y preguntó, temeroso:
– Puedo irme? —
– Vete. —
Viktor Petrovich no quería, absolutamente, cambiar sus planes. Especialmente había dormido más que de costumbre, agarró todo lo que necesitaba, llegó a la oficina después de almuerzo, en traje de campaña, por cierto, nuevo. Con el intendente hizo un trueque por ancas de saiga. ¡Y el día siguiente lo tenía libre! Si no era esta noche, ¿cuándo tendría otra oportunidad así?
CAPITULO 14
Hassim. El escape desde China
Hassim, enseguida, tomó muy en serio las palabras del pequeño Shao, acerca del peligro que corría la caravana. El viejo Zhun ya le había advertido sobre algo semejante. El negocio con la pólvora se había hecho y engañar o mentir al experimentado comerciante chino no era posible.
Hacía muy poco que los chinos se habían liberado del poder de los mongoles y los habían expulsado al norte de la gran muralla. Durante muchos siglos la amenaza al imperio celestial vino de allá. Pero ahora, toda China miraba con preocupación hacia el occidente.
Allá había tomado fuerza el despiadado Tamerlán, y nadie sabía hacia donde dirigiría sus ejércitos la próxima vez. Desde tiempos antiguos los gobernantes de un país trataban de conseguir información de las ciudades y países vecinos a través de los comerciantes que transitaban sus tierras. Y frecuentemente, los datos obtenidos los utilizaban para conseguir pérfidos fines militares. Por eso, los poderes de todos los países se relacionaban con los comerciantes extranjeros de una manera cautelosa, sospechando siempre que eran espías.
Hassim sabía perfectamente como una noche, en la ciudad de Otrar, destrozaron una caravana que venía del país de Gengis Kan, considerándolos exploradores enemigos. En ese tiempo, en Asia central, todavía no sabían quién era ese kan Gengis, y pensaron que, de esa manera, lo iban a asustar. Pero eso solo hizo que Gengis se enojara a nivel de ira, y pronto todo Otrar fue cubierto en la sangre de miles de sus habitantes.
Por un momento, Hassim apartó sus pensamientos de preocupación y cariñosamente miró a su camella Shikha resucitada. Que milagro la salvó? El mismo había visto como ella había expirado. Y ahí está ella ahora, llena de fuerza. Solo la lana en las jorobas se encaneció.
El todopoderoso le da, otra vez, una buena señal. En una larga caminata, un camello más, nunca sobra.
Shikha miraba a lo lejos, hacia allá, de donde acababa de llegar junto con Shao. A Hassim le pareció, con asombro, que la mirada de Shikha, normalmente apática e indiferente como en todos los camellos de carga, ahora era aguda y de preocupación. ¿Solo le pareció?
Amanecía. El sol se levantaba sobre el valle. Shaken, el jefe de seguridad, intranquilo por las palabras del chino, ya había dispuesto la preparación rápida para el camino. Había que partir rápido, antes que aparecieran los perseguidores. Pronto estuvo lista la caravana para partir. Mientras esperaban, Shaken observaba a Hassim.
En esos momentos, Hassim siempre recordaba el dicho chino: Inclusive, un camino de mil millas comienza con el primer paso. ¿Cuantos pasos de esos ya había hecho él? Esta vez Hassim decidió quedarse al final de la caravana, para