—Jueces cooperativos.
—Es decir, jueces que miren a otro lado.
—Es decir, jueces que miren a los terroristas como Mustafá y vean lo que hay que ver.
—¿Incluso si es inocente de los cargos?
El fiscal general se echó a reír.
—¿Inocente? No, no, Scott, la inocencia no es la cuestión. La cuestión son las pruebas. Es culpable, y nosotros solo tenemos que demostrarlo. Y lo haremos.
—¿Cuándo?
—En el juicio.
—¿Pero quieres que lo mantenga en esa celda hasta entonces?
—No. Solo hasta que acabe la Super Bowl.
—¿No tienes ninguna prueba de su participación en esta trama y, por tanto, ninguna prueba de que supone un peligro para la comunidad, pero quieres que lo detenga igualmente?
—Sí.
—¿Conseguiste que el gran jurado estipulara que existía prueba suficiente para acusarlo cuando no la había, y ahora quieres que lo detenga en base a esa acusación incorrecta?
—Quiero que protejas al pueblo estadounidense.
—Esto no es la Bahía de Guantánamo.
—Debería serlo, al menos para los tipos como Mustafá —respondió el agente Beckeman—. Algunos de los musulmanes que el presidente ha liberado de Guantánamo son los mismos tipos que están decapitando a estadounidenses en esos vídeos del Dáesh.
—La Constitución estipula que no podemos encarcelar a la gente sin pruebas —dijo Scott.
—¡Y los cabrones adoradores de Alá no pueden estrellar aviones en unos putos edificios de oficinas!
El fiscal general miró al agente con una expresión de desaprobación y luego se dirigió a Scott serenamente.
—Scott, en mi trabajo, proteger la nación estadounidense, si se trata de terrorismo, tengo que adoptar una visión más amplia de la justicia criminal. Con tus criminales comunes y corrientes, asesinos, narcotraficantes y cosas así, la Constitución funciona. El acusado comete el delito, lo acusamos, lo arrestamos y probamos que es culpable de ese delito en concreto. Los anteriores son irrelevantes. El hecho de que haya asesinado a otras dos personas antes no significa que haya asesinado a esta víctima. Sus crímenes anteriores solo son relevantes en la sentencia una vez declarado culpable. Como O. J. Simpson. Se libró del cargo de doble asesinato, pero diez años después lo atrapamos por un robo a mano armada. El juez lo castigó con todo el rigor de la ley porque todos sabemos que había matado a esas dos personas diez años antes. Ahora morirá en prisión.
—Pero a Simpson lo declararon culpable de la segunda ofensa, la ofensa por la que había sido sentenciado. Eso es diferente a condenar a alguien por un crimen que no ha cometido aunque hubiera delinquido antes.
—Sí, así es. Pero ¿y si pudiéramos hacerlo? Por ejemplo, ¿y si sospechamos que un capo de la droga ha cometido un asesinato, pero no podemos probarlo? Sabemos que ha matado a otras personas, y que volverá a matar. Si se presenta la oportunidad de acusarlo de un asesinato que puede que no haya cometido, ¿deberíamos hacerlo y mandarlo a prisión o dejarlo marchar? ¿Deberíamos esperar a que vuelva a matar o deberíamos meterlo en la cárcel y evitar futuros asesinatos?
—Los Padres Fundadores respondieron esa pregunta cuando escribieron la Constitución.
—Así es. Pero en aquel entonces no había terroristas islámicos que mataban a miles de personas a la vez. Por lo tanto, ¿no deberíamos mirar la Constitución con otro enfoque cuando se trata de terrorismo? Yo creo que sí. Lo llamo «justicia acumulativa». Yo tengo en cuenta toda la obra de un terrorista, no solo la trama de la que se le acusa. Scott, ¿y si hubiéramos podido condenar a Osama bin Laden antes del 11-S y mandarlo a la cárcel?
—Se habrían salvado tres mil vidas.
—Exacto. Y todas las vidas perdidas en Irak y Afganistán persiguiendo a ese hijo de puta. Pero, ¿y si lo hubiéramos acusado de un crimen de terrorismo del que era inocente, o no hubiéramos podido probar que era culpable?
—Entonces no habría sido condenado.
El fiscal general sonrió.
—Qué inocente. Claro que habría sido condenado en un tribunal estadounidense a manos de un jurado al que le aterra el terrorismo en Estados Unidos. Era un tipo malo antes del 11-S, eso lo sabíamos. Pero no pudimos sacarlo de la calle hasta que estuvo en Afganistán. Pero Mustafá está aquí mismo, en Dallas. Está en el piso de abajo, en una celda. Lo sacamos de la circulación antes de que pudiera cometer su acto de terrorismo, no después del acto, sino antes. Y con el miedo al terrorismo, un jurado lo condenará y lo sentenciará a cadena perpetua por esta trama.
—Pero no tienes pruebas de que sea culpable.
—No importa. Aunque no lo haya tramado él, créeme, sí lo ha hecho; ha realizado otras cosas malas, o va a hacerlas. Así que, encerrémoslo ahora que podemos. Antes de que lo haga. Evitemos el crimen. Debemos condenarlo y mandarlo a prisión antes de que mate a gente inocente.
—Ya sabes, como en Minority Report, sin los precognitivos —dijo Beckeman.
Scott se volvió hacia el agente del FBI.
—¿Sin los qué?
—Beckeman es un cinéfilo —explicó el fiscal general.
—Si hay algo que conozco mejor que las películas son los yihadistas islámicos —dijo Beckeman.
Scott se giró hacia el fiscal general.
—¿Cómo sabes que Mustafá quiere matar gente?
—Hace años que está en nuestro radar, y más en YouTube —explicó el fiscal—. Ha publicado cientos de vídeos y ha concedido cientos de entrevistas. Cada vez que las noticias nacionales necesitan que un «clérigo musulmán radical» —el fiscal entrecomilló con los dedos las tres últimas palabras— escupa la mierda yihadista en televisión, lo llaman a él. Es carismático, elocuente y listo; nunca muerde el anzuelo. Le encanta ser el centro de atención. Nos parecían episodios de mucho ruido y pocas nueces, como cuando los republicanos dicen en las noticias de la Fox que quieren recortar el gobierno federal. Pero hace seis meses recibimos una pista anónima que nos puso en alerta sobre el tal Haddad y la trama de volar el estadio. Le pusimos vigilancia las veinticuatro horas. Se hacía pasar por un estudiante de Arquitectura en la Universidad de Texas, en Arlington. Una tapadera perfecta. Su apartamento estaba junto al estadio. El gerente dijo que pidió esas vistas expresamente, como si los secuestradores del 11-S hubieran conseguido un apartamento con vistas al World Trade Center. Haddad nos llevó hasta Mustafá. Rezaba en su mezquita. Todos sus muchachos son radicales islamistas comprometidos. Recuperamos cintas y revistas del Estado Islámico y su guía del terror.
El fiscal general tendió una mano hacia el asistente del fiscal general, que dejó caer un libro sobre su mano como si fuese un enfermero colocando un bisturí en la mano del cirujano. El fiscal general puso el libro en el escritorio, delante de Scott. Él se puso las gafas y leyó el título: La gestión del salvajismo. El fiscal general sacudió la cabeza.
—Nosotros leemos Cincuenta sombras de Grey para aprender a tener mejor sexo a través del bondage. Esta gente lee libros para aprender a decapitar infieles con el objetivo de conmocionar a la gente al máximo. —Puso las palmas hacia arriba—. ¿Cómo vamos a vivir en paz con los salvajes?
El fiscal general miró por la ventana. Su expresión era la de un hombre que había dejado de comprender el mundo y estuviera buscando comprensión al otro lado de la ventana. Al cabo de un momento, volvió a fijar la vista en el libro. Lo levantó y lo observó.
—Es una cultura extraña.
—Solo hay tres letras de diferencia entre cultura y culto