—Chicas, nos vemos en la cola —dijo Scott—. Buscad los productos de oferta.
Boo hizo un pequeño gesto con la mano que significaba: «sabemos cómo comprar». Así era. Él había aprendido a comprar con un presupuesto bajo, y les había enseñado a ellas cómo hacerlo con tres palabras sencillas: «Mirad los precios».
Cuando llegó a la carnicería, Scott se puso las gafas y miró la lista de Consuelo: «Dos pollo».
—Dos pollos enteros —pidió al carnicero.
La tienda era un hervidero, todo el mundo hablaba de la trama de la Super Bowl. No hacía mucho, Dallas había sido nombrada la ciudad menos saludable de Estados Unidos. No le sorprendió a nadie; al fin y al cabo en la feria agrícola anual, que se celebraba en Fair Park, se vendía mantequilla frita, helado frito, Twinkies fritos y tarta de calabaza frita. Pero Dallas había sido el objetivo de un gran ataque terrorista, y eso había conmocionado mucho a la ciudad.
—¿Te puedes creer lo de esos malditos musulmanes?
Scott se giró para encontrarse con George Delaney. George era abogado, de la generación de Dan Ford, en otro importante bufete de Dallas; vestía un chaleco rojo encima de una camisa azul cuidadosamente almidonada y abotonada, pantalones chinos y mocasines. Se habían conocido hacía años, pero George nunca le había prestado atención a Scott. Sin embargo, cuando se hizo juez, al parecer se convirtieron en mejores amigos, como dirían las chicas. Se estrecharon la mano y George hizo su pedido a otro carnicero.
—Gracias a Dios que los hemos atrapado antes de que pudieran consumar semejante matanza. Joder, tengo entradas para la Super Bowl. Espero que no te asignen el caso.
—Se encargará un juez decano.
—No estoy seguro de si querría al hombre más peligroso de Dallas en mi sala. Si lo condenan, es capaz de enviar a sus asesinos a encargarse del juez.
George se frotó el cuello.
—¿Cómo se le corta a alguien la cabeza?
—Porque te dejan en la sección de cosméticos y no te dicen a dónde van.
Ambos se giraron hacia la segunda… no, tercera esposa de George y la contemplaron del mismo modo en que los hombres habían contemplado a Rebecca. Era un maniquí enfundado en unas mallas de yoga: en forma, tonificada y rubia, perfecta de un modo demasiado perfecto, como si la hubieran retocado. Al lado de George, parecía tan joven como para ser su hija. Lo cual quería decir que era una esposa trofeo en Highland Park.
—Eso es un por qué, no un cómo —dijo George.
Su esposa puso los ojos en blanco y luego miró a Scott de arriba abajo, del mismo modo en que miraría al nuevo encargado de la piscina.
—Cariño, este es el juez A. Scott Fenney.
—¿Tribunal Estatal? —preguntó.
—Federal.
—Ay —exclamó como si estuviera impresionada.
En ese sentido también era igual que Rebecca; entendía la diferencia entre los jueces estatales y federales. Los grandes bufetes como el de su marido dominaban a los jueces estatales, pero temían a los federales. En momentos así, Scott disfrutaba mucho de ser juez federal. La joven señora Delaney frunció el ceño sin que se formara ninguna arruga.
—¿Fenney? ¿Eres pariente de Rebecca Fenney?
—Ya no. Nos divorciamos hace tres años.
—Era tan preciosa y tan atlética. La conocía del club. Le encantaba el golf y… ay, sí, ya me acuerdo. —De repente le vino todo a la mente—. Huyó… eh, se mudó, ¿verdad?
George se puso lívido y buscó desesperadamente un plan de escape.
—Vaya, juez, tu hija jugó genial anoche. Mi nieta es una Daisy. Tiffany. ¿Cómo se llama? ¿Pajama?
—A Galveston, ¿verdad? —siguió hablando la señora Delaney—. ¿Y hubo un asesinato? ¿O algo así?
—Pajamae, Pa-shu-may —dijo dirigiéndose a George, después se giró hacia ella y añadió—: Algo así. Era inocente.
—Ah, bien —exclamó la señora Delaney como si Scott hubiera dicho que ganó el concurso a la mejor tarta en la escuela.
—¿Pajamae? —George frunció el ceño—. ¿Qué es eso, francés?
—Negro.
—Ah.
—¿Y dónde está? —preguntó la señora Delaney.
—En la sección de frutas y verduras.
—¿Rebecca está aquí?
—No, Pajamae está en la sección de frutas y verduras.
—¿Dónde está Rebecca?
—En alguna parte con un hombre.
La mueca de George evidenciaba su conflicto interno: los trofeos estaban solo para exhibirlos; no debían hablar a destiempo. O mejor aún: nunca. Tomó su carne y su trofeo y se los llevó, pero antes hizo un gesto con la mano por encima del hombro.
—Me alegro de verte, juez.
Scott tuvo su trofeo una vez, a Rebecca. La había exhibido. Se había sentido orgulloso de que lo vieran con ella. La había considerado en cierto modo algo de su propiedad. Como si fuera su dueño. Como si la hubiera comprado. Pero los trofeos se parecen mucho a los políticos: rara vez permanecen comprados. Su trofeo desde luego no.
Metió los pollos en la cesta y se marchó.
Scott se encontró con las chicas en la cola de la caja. Su cesta contenía los pollos, bisonte picado, leche, nata, yogur, huevos, beicon canadiense, avena, muesli, pan integral, mantequilla de cacahuete, jamón, queso, pepinillos para Pajamae y condimentos para las enchiladas de Consuelo. La cesta de ellas estaba llena de lechuga y otros vegetales (que él temió que acabasen en sus batidos matutinos), tomates, aguacates, plátanos, pepinos, fresas, arándanos, helado y media sección de vitaminas y suplementos.
—¿Qué es todo eso?
Boo colocó un recipiente de plástico en la cinta.
—Aceite de pescado con Omega 3. Aceite de peces de agua fría, como el salmón. Se ha demostrado que protege el corazón.
—¿Y esto?
Puso otro recipiente en la cinta.
—Resveratrol. Extracto de las pieles de la uva. Obtienes los beneficios del vino tinto sin emborracharte.
Colocó más recipientes en la cinta. Scott los comprobó todos.
—¿Coenzima Q-10?
—Hay estudios prometedores que afirman que reduce el colesterol. Como no quieres tomar estatina…
—¿Vitamina D?
—No te da mucho el sol en el juzgado.
—¿Lisina?
—Estimula el sistema inmunológico y reduce el estrés, ya que no tienes sexo…
—¿Es seguro?
—No con la tal Penny.
Ella y Pajamae se rieron y chocaron sus puños.
—La lisina —dijo Scott.
—A menos que estés embarazado o dando el pecho.
Scott refunfuñó y cogió el siguiente recipiente.
—Palma enana americana.
—Se supone que es bueno para la próstata, sea lo que sea eso.
Pajamae miró a Scott y se encogió de hombros como diciendo «Vete tú a saber». Y el último recipiente.
—Melatonina.