A las ocho y diez atraviesan A Susana, con un orvallo espeso y gris por toda compañía. Mona intenta tranquilizarse. Ya queda menos. Siete kilómetros escasos.
—¿Y cómo llevas el mandato? ¿No me digas que no piensas coger vacaciones?
Observa como Ra Meixide sonríe con suficiencia antes de contestar. Le encanta tener la oportunidad de responder a esa pregunta.
—¡Solo faltaba que me cogiera vacaciones! Si no hace ni tres meses que tomamos posesión.
Y mientras Ra Meixide explica sus planes de trabajo, haciendo alarde de sus ansias de servicio a la ciudadanía, de su abnegación, Mona tan solo ve a una vulgar engreída, pura fachada, y es incapaz de entender qué ha podido ver su marido en semejante mujer. Se fija en sus curvas. Ya se había fijado el sábado y se da cuenta de que sabe vestir, de que escoge las prendas que le favorecen y le disimulan las lorzas. Porque lo cierto es que Ra Meixide, a sus treinta y pocos años, está gorda. Tiene barriga y unas caderas anchas y gruesas. Quizá lo que lo pone a cien es el contrapunto, piensa. Quizá le guste su descaro, la forma directa y nada disimulada de darse importancia, ese modo de creerse que es la guinda de cualquier pastel. Piensa que a lo mejor así se siente triunfador, incluso poderoso, al lado de una chica casi diez años más joven que él y con cierto éxito público.
Recuerda el pésimo gusto del ejercicio de corrección contenida durante la boda mientras ella iba de un lado a otro con el equipo fotográfico a cuestas. Eso le había hecho caer en la cuenta, como si de una epifanía se tratara, de que su marido no había coqueteado con nadie en toda la noche. No era lo habitual. Disimulaba, correcto y elegante dentro de su traje de firma, como el empleado bancario vestido de domingo que era. Ella habría preferido que flirtearan sin tapujos, que todo hubiera quedado en el episodio simpático de la noche, de esos de mira tú la concejala y el del banco, el marido de la fotógrafa, qué bien parecían entenderse el otro día en la boda. Entonces todo quedaría en el típico chismorreo festivo achacable a la fiesta, al alcohol. Pero esa actitud que habían adoptado, como de disimulo, de culpabilidad manifiesta, le preocupaba más. No había conocido antes a ninguna amante de su marido. Sabía que existían, pero para ella no tenían ni cara ni cuerpo ni personalidad definida; por no tener, no tenían ni una forma concreta de reírse. Alguna vez que otra le había visto un mensaje en el móvil, cuando le entraban mientras él estaba en la ducha por la mañana, del tipo hoy hay mercado en A Estrada, si te puedes escapar de tu mujer, igual podemos comernos una tapita de «rabo», y entonces se reía de ese rabo entre comillas. No eran más que tonterías sin importancia. Trofeos de cazador cobarde.
A la altura del hotel Santa Lucía, a punto de enfilar hacia las rotondas de entrada a la ciudad, con la concejala explicando los retos del comercio local frente a las grandes superficies, Mona sigue con la cabeza atrás. Recuerda, todavía con la bilis alterada, el horrible momento en la mesa en la que les había tocado sentarse, donde no conocía a nadie ni tenía puñetera gana de hacerse la simpática después de haber pasado horas y horas dándole al disparador sin cesar, colocando a la gente para los retratos de grupo, esquivando a los listos de los selfies y a la inútil del vestido rojo y la cámara réflex. Todos comían marisco mientras ella, alérgica, mordisqueaba unas rodajas de embutido haciendo que mojaba crudités de zanahoria en un cuenco de hummus de garbanzos. Hora y media de pesadilla. Nadie en esa mesa, ni siquiera su marido, podía entender la santa paciencia que estaba teniendo en aquellas circunstancias. Y en una especie de vana venganza, ni se había esforzado en meter baza en las conversaciones ni en poner buena cara mientras elogiaban los langostinos y ensalzaban las almejas a la marinera. No se sentía cómoda entre esos amigos recientes de su marido, compañeros de trabajo casi todos; se sentía como un perro verde y más desplazada que en ninguna otra boda. Por eso, y porque estaba cansada, le daba a la copa de albariño meneo tras meneo.
A la hora del baile y tras las obligadas fotos de la pieza inaugural de novios y padrinos, deambulaba entre las parejas torpes y medio alcoholizadas que bailoteaban por la pista y sacaba fotos un poco al tuntún, para que pareciera que hacía algo de utilidad y por ir matando el tiempo. Y en una de las múltiples veces que volvía a la mesa a darle otro meneo a la copa, se había encontrado con la concejala, la oficiante de la ceremonia civil que los había reunido allí a todos esa noche. Una especie de estrella secundaria. Parecía estar despidiéndose. Se preguntaba si se habría acercado a despedirse solo a su mesa, es decir, a la mesa de su marido, o si habría hecho un itinerario por todo el salón. A fin de cuentas, era política de profesión. El caso es que, al llegar a la mesa para hacerse con una dosis de su veneno particular, la magnífica Ra Meixide estaba a punto de irse, pero en un alarde de ingenio y simpatía había tenido tiempo de dirigirle su espectacular sonrisa y soltarle Mona, no trabajes tanto, chica, y disfruta un poco… Y ya sabes, ¡a mí sácame más guapa! Y a esas horas a Mona Otero, la artista degradada a vulgar fotógrafa de aldea, se le fundieron los fusibles, no pudo refrenar su propia voz, y se oyó a sí misma decir más guapa, sí, querida, solo faltaría, eso es fácil, pero más delgada, ¡seguro que no! Un silencio espeso se apoderaba de lo que quedaba de su mesa y Ra Meixide se alejaba toda digna, contoneando las caderas, bastante más rolliza que hacía unos meses, eso era evidente, y Mona había pensado que después de esas temporadas desquiciantes de precampañas y campañas electorales en las que todo el mundo adelgazaba, pillar kilos enseguida sería hasta lo más normal.
A partir de ese preciso instante su marido no había vuelto a dirigirle la palabra y, lo peor de todo, tampoco había vuelto a dirigirle ni una mirada. Cuando al fin ya no había música ni luces de colores, y no quedaban sino unos grandes focos blancos y fríos desgajando los sortilegios del alcohol, Mona recogía los bártulos y echaba a andar hacia el coche y él ya estaba allí apoyado, esperándola con total apatía. Entonces, buscando una revancha de última hora, en lugar de ir en dirección a Compostela, enfilaba hacia Saídres, pensando que pasar lo que quedaba del fin de semana en casa de su familia sería como jugar en campo propio y la ayudaría a inclinar la balanza a su favor. Pero él no se había dignado a hablarle ni siquiera después del episodio del control de alcoholemia y de tener que conducir hasta la aldea. Al regalito de haber perdido todos los puntos del carné se le sumaba la sorpresa de encontrarse, el domingo por la mañana, con que ni su marido ni su coche estaban ya allí. No se había molestado ni en encender el móvil en todo el día, y los mensajes que le iba enviando se iban quedando varados en la indiferencia.
Sin preguntar y sin dudar, a la altura de la rotonda de O Castiñeiriño, Ra Meixide coge por la calle de A Estrada, sigue por Santas Mariñas, después por Picaños y una vez en Ponte do Sar, a la altura del almacén de fruta, gira a la derecha, hacia el Multiusos, para dirigirse, al llegar a Fontiñas, a la entrada del centro comercial. Mona está a un tris de preguntar ¿y tú cómo sabes que vivo aquí?, pero la concejala se le adelanta:
—Aún tienes el estudio aquí en Área Central, ¿no?
Mona sonríe, no tiene más remedio que asentir. Y se queda con las ganas de verbalizar en voz alta todas las otras preguntas, las de se puede saber dónde has conocido tú a mi marido y cuánto hace ya que estás con él y qué coño te ve. Y de explicarle que una amante es una amante, y una esposa, en cambio, una compañera en la vida y en los proyectos en común, y que ella, la gran Mona Otero, la que un día vio una obra suya expuesta en ARCO, es cotitular de la cuenta conjunta, con todo lo que ello implica, una cama de metro y medio para compartir y una vajilla carísima para recibir a los amigos. Han llegado, y Mona lo que de verdad desea es no tener que volver a encontrase a la concejala estupenda en lo que le resta de vida.
Pero en el mismo instante en el que Mona se baja de ese coche con olor a flores químicas de ambientador barato, detenidas bajo la llovizna que las ha venido acompañando todo el trayecto, Ra Meixide, pícara y bromista, le guiña un ojo y se lo suelta de nuevo:
—Ya