De pronto sentí algo que no había sentido en mucho tiempo. El viento y el frío de la noche sobre mi cuerpo. Me sorprendía la agradable sensación. Me sentía como un bebé descubriendo un mundo totalmente nuevo. Decidí que empezaría a caminar hacia donde había visto el resplandor en la cumbre de la montaña, sin importar la oscuridad que me circundaba.
A pesar de mis temores, y con mi objetivo en mente y mis razones en el corazón recomencé el camino. Cual no fue mi sorpresa cuando descubrí que la luna llena me acompañaba una vez más, y que, aunque no disipaba la noche, me permitía ver el camino y la silueta de la cumbre que ahora estaba seguro de poder conquistar.
Y caminé contento, con alegría, con entusiasmo. Que cosa tan extraña, pensé. ¿Dónde habían quedado todos los temores de hace un rato? Ahora todo lo que me embargaba era el deseo de llegar a lo más alto, y de hacer realidad mis sueños. En mi mente todo lo que había eran imágenes de mí mismo, pero no ya perdido en la noche de la eterna oscuridad, sino como un gran guerrero, como un caballero que vuelve a la corte del rey cargado de triunfos y gloria después de su larga cruzada. Fama, fortuna, admiración eran los premios por su largo periplo.
Tan sumido estaba en mis pensamientos y mis imágenes que no me di cuenta de que un nuevo día acababa de amanecer. Fue el resplandor del sol, alto ya en el cielo, el que me sacó de mis pensamientos y me trajo de nuevo a la realidad. ¿La realidad? pensé, ¿qué es la realidad? ¿Qué es lo real y qué lo irreal?
Me di cuenta que no podía ver la cumbre de la montaña. De alguna forma esta había quedado oculta detrás de algunas colinas. Por un momento, temí volver a caer en la noche de la eterna oscuridad, pero recordé las palabras del viejo pastor, “En esta montaña, que eres tú mismo, la cumbre está a solo un pensamiento de distancia”.
Entonces ¿qué me estaba impidiendo llegar a la cumbre? Me quedé absorto por un instante ante esta disyuntiva, y de repente, como en un relámpago de ilusión lo comprendí todo. Tenía que ser, era mi forma de pensar, mis creencias de mí mismo y de mi mundo, mis propias limitaciones. Con un grito de euforia me dije a mí mismo, si esta montaña soy yo, entonces yo elijo estar en la cumbre.
Me sentí estallar de alegría y con regocijo miré a mi alrededor solo para descubrir que no había ningún punto más allá de donde yo me encontraba. Había encontrado en camino verdadero, había logrado dar el paso definitivo. Estaba en el punto más alto, en la cima misma... en la anhelada cumbre de la montaña.
El Templo y el Alto Sacerdote
Desde la cumbre todo parecía microscópico. Recordé, cuando antes de comenzar el ascenso, me había sentido pequeñito frente a la inmensidad de la montaña. Ahora, sobre la cumbre de la misma, yo seguía sintiéndome como un microbio ante el vasto paisaje que se desplegaba delante de mis ojos, pero ahora yo estaba arriba, en la cima. Ahora yo era la montaña.
Me tomé mi tiempo recreándome la vista alrededor de la montaña y de su cumbre, y pronto mis ojos fueron a dar con una estructura que no había visto hasta entonces. Se trataba de algo así como un templo. Me extrañó no haberlo notado antes, pues sus dimensiones eran fastuosas. Maravillado ante la exquisitez de su arquitectura me fui acercando hasta que me encontré ante el portal de entrada.
Si en algún lugar de esta cumbre se encierra el conocimiento que busco, ese lugar debe ser este templo, pensé. Sin titubeo alguno tomé la pesada aldaba con mi mano derecha y con fuerza la dejé caer sobre la gruesa puerta.
El seco golpe pareció retumbar a lo largo y ancho del templo, pero nadie respondió. Esperé un rato y empujé la puerta, pero esta estaba cerrada, y no cedió ante mi presión. Volví a levantar la aldaba que colgaba de la puerta, y con un movimiento semicircular la hice estrellarse ruidosamente una segunda vez. Una vez más pareció temblar el templo hasta sus cimientos. Pero por segunda vez la única respuesta que obtuve fue el silencio.
Un poco desconcertado y a punto de abandonar me decidí a hacer un tercer y último intento. Una vez más el eco del choque entre el metal de la aldaba y la madera de la puerta correteó por todas las paredes del templo, y quién sabe si también por toda la cumbre de la montaña. Solo que esta vez sí hubo una respuesta.
—¿Quién osa llamar al portal de este sagrado templo? —preguntó una grave voz desde adentro.
—Un buscador del conocimiento —respondí un poco impresionado tanto de la voz interior como de mi propia respuesta.
—Y ¿qué te hace pensar que serás admitido a nuestro interior? —volvió a preguntar la voz interior del templo, lenta y gutural como si emanara de una tumba.
—He venido desde muy lejos y he viajado durante mucho tiempo para llegar hasta aquí, y es mi deseo conocer los misterios de la vida y la muerte —respondí con una seguridad que poco antes ni siquiera conocía.
—En la montaña el tiempo y la distancia no existen. Que tú creas venir de lejos, o que tú creas haber viajado durante mucho tiempo no te hace merecedor de entrar al templo. ¡Vete y no vuelvas nunca más! —me dijo la voz con abierto disgusto por mi presencia ante el portal.
—¡No, por favor! —imploré casi tirándome de rodillas mientras estallaba dentro de mí un helado escalofrío de desesperación—. El árbol de la sabiduría me envió aquí. Yo le pedí que me hiciera un gran guerrero, colmado de fama y fortuna, y me dijo que la única forma de ser un verdadero guerrero era venir a la montaña, el único sitio donde podría conocer los secretos de la vida y la muerte.
—¡Ja! El árbol de la sabiduría. ¿Qué tonterías son esas? —rio despectivamente la voz interior del templo—. ¡Jamás hemos escuchado del árbol de la vida! Y ¿qué es eso de los secretos de la vida y la muerte? ¿Qué vida y qué muerte? ¡Vete muchacho, vete y no nos molestes más!
Ante estas palabras, cargadas de desprecio, mi ánimo se terminó de desplomar. ¿Cómo era todo esto posible? ¿Cómo me había podido yo engañar con esa idea de que un tal árbol de la sabiduría me había enviado hasta aquí? ¿De dónde saqué semejante tontería? Lo mejor sería que me diera media vuelta y volviera, pero ¿a dónde? Ya no tenía a ningún lugar al cual regresar. Ya no tenía nada a lo que volver. Lo había dejado todo atrás.
Había fracasado. No había descubierto misterio alguno. Lo único que había logrado era perder lo poco que tenía en la vida. Miré al cielo como implorando la ayuda de un ser superior, y con sorpresa noté cómo el día moría en un sanguinolento ocaso. Y de repente me acordé una vez más de las palabras del viejo pastor, “en la montaña la noche es tu noche”. Sus palabras retumbaron en mi mente como un millón de campanadas simultáneas.
¡Claro!, reflexioné. Soy yo mismo el que se está hundiendo en la oscuridad. Soy yo mismo el que me está impidiendo el ingreso al templo.
Miré decididamente al portal y grité con una fuerza que surgía desde lo más profundo de mi ser:
—¡Abre la puerta!
»¡No tengo lugar alguno al que regresar, puesto que yo lo he elegido así! —continué diciendo—. He elegido renunciar a mi vida anterior. Todo lo que hasta ahora he sido ha muerto y ha quedado enterrado en el pasado. Yo mismo he muerto y he vuelto a nacer. Y con esa muerte y esta nueva vida he develado ya el primer misterio sagrado. ¡Vengo con el corazón puro a conocer los misterios de la vida y la muerte, y este conocimiento no me puede ser negado porque yo me lo merezco, porque yo lo acepto, porque yo soy la montaña descubriéndome ante mí mismo!
Las puertas del templo parecieron entender mis palabras. Lentamente se corrieron una a una las cerraduras hasta que finalmente las puertas se abrieron ante mí de par en par. Del interior de aquel imponente templo surgió de inmediato el suave perfume de inciensos quemándose, mezclado con el dulce aroma de bellísimas