Recelosa, decidió abandonar la habitación; no quería estar sola por si esa cosa regresaba. Porque algo en su interior le repetía que lo haría y que no se desvanecería la próxima vez únicamente cerrando los ojos. Sin embargo, al cruzar el umbral, volvió a sentir un ligero mareo. «Otra vez no —se dijo—. No puede estar ocurriendo de nuevo». Luchó por mantenerse erguida. La cabeza le daba vueltas y comenzaba a tener la visión borrosa. El pasillo se le antojó más largo y estrecho que nunca; no llegaría a cruzarlo en el estado en el que se encontraba. Así que se dirigió hacia la habitación de sus padres y aporreó la puerta, esperando que alguien respondiera, pero nadie contestó. Se apoyó en el muro y aferró sus manos a la pared. No podía desmayarse, no podía desplomarse en ese pasillo, sin nadie a su lado, por lo que intentó controlar la respiración realizando inspiraciones y exhalaciones profundas y pausadas.
Caminó arrastrando la espalda por el muro. Tenía que llegar hasta los ascensores. Allí siempre había huéspedes que se aglomeraban, ansiosos por llegar antes al restaurante renegando de las escaleras, y entonces podría pedir auxilio. Solo tenía que hacer un pequeño esfuerzo: alcanzar el fondo del pasillo y doblar a la izquierda.
La alfombra roja que decoraba el pavimento le resultó molesta; brillaba con una intensidad que empequeñecía todo lo que se encontraba a su alrededor. Aun así, divisó a un niño con una impoluta camisa blanca y unos pantalones marinos hasta la rodilla saltando a la pata coja en mitad del corredor. «Quizá él pueda pedir ayuda», pensó. Abandonó la pared y, tambaleándose, llegó hasta él, quien continuaba jugando de espaldas a ella sin ni siquiera percatarse de su presencia. Sofía intentó hablar, pero entonces descubrió aterrada que su voz estaba apagada, no conseguía pronunciar ningún sonido. Se llevó la mano a la garganta en un desafortunado intento por despejar las palabras que se agolpaban en su laringe, provocándole un inoportuno embudo. De repente, el niño se dio la vuelta y ella retrocedió espantada. Su rostro acusaba la misma palidez extrema que la camarera. Tenía los labios violáceos, y sus ojos marrones eran dos rocas inertes carentes de brillo.
—¿Puedes verme? ¿Quieres jugar conmigo?
Ella quiso gritar, pero no pudo. Corrió hacia atrás sin apartar la vista del niño, y entonces alguien la frenó. Giró la cabeza lentamente mientras tragaba saliva, y descubrió a su espalda el rostro de una anciana desdentada, con los cabellos revueltos y los ojos en blanco. La vieja sonreía mientras sus dedos huesudos trataban de acariciar su larga melena.
Se retiró aterrada. Desesperada, no sabía hacia dónde huir. Estaba atrapada en un interminable pasillo con seres fantasmales. Pensó en volver a su habitación y refugiarse allí, pero desechó esa idea de inmediato. No quería recluirse sola dentro de aquellas espeluznantes cuatro paredes. Tenía que salir, volver a la realidad, porque todo aquello debía ser un mal sueño, no había otra explicación posible. Y si fuera cierto y ese castillo estaba encantado, tenía que alejarse de él, donde ninguno de sus espectros lograra alcanzarla.
Se hinchó de coraje y continuó su camino. Pero le costaba despegar los pies del suelo, parecían de plomo, y la anclaban al corredor, que ahora comenzaba a fluctuar ante ella impidiéndole avanzar. ¡Ya no tenía ni idea de cuántos metros la separaban de los ascensores! Estaba perdiendo visión, las piernas le flaqueaban y las manos le sudaban. ¿Tendría fiebre de nuevo?
De pronto, percibió un susurro gélido que consiguió estremecerla hasta desear morir en ese instante. Se extendía invisible como el eco de las montañas, ligero y veloz. Viajaba enérgico, con un itinerario presumiblemente marcado y cuyo destino final era ella. No pudo comprender el mensaje que portaba, ya que las palabras, que resonaban lejanas, solo lograron acariciar sus oídos envueltas en un engañoso terciopelo. Asustada, apretó los ojos. Alguien la buscaba. Permaneció anclada al suelo unos segundos que se le antojaron eternos mientras escuchaba esa voz espeluznante recorrer incesante los pasillos. Cogió aire. Se atrevió a abrir un ojo y luego el otro. Entonces, espantada, atisbó la silueta de una mujer a su derecha que pronto reconoció. La camarera se aproximó a ella como si flotara; sus pies no llegaban a rozar el pavimento. Sofía observó las profundas ojeras que marcaban su rostro. Le pareció más lívida que nunca. Tenía las mejillas agrietadas, y los labios eran dos tabiques mortecinos que no dejaban pasar el aire.
—¡Ya viene! ¡Tienes que salir de aquí! —le advirtió—. ¡Corre! ¡Corre!
Un miedo descomunal recorrió todas las venas y arterias de su cuerpo, obligándola a avanzar. Desconocía quién se acercaba, pero percibía una oscuridad glacial que se propagaba como un enemigo sigiloso por todo el hotel. Corrió, deseando que sus fuerzas no volvieran a traicionarla, sin mirar atrás, con la certeza de que la enigmática camarera la acompañaba en su huida. De improviso, justo cuando estaba a punto de girar para tomar el pasillo de los ascensores, una neblina negra surgió súbita ante ella. Sofía frenó en seco, pero perdió el equilibrio y terminó cayendo al suelo. A cuatro patas, alzó la barbilla y contempló horrorizada cómo ese humo negruzco se retorcía en el aire componiendo figuras que no lograba descifrar. Poco a poco, comenzó a definirse frente a ella una silueta alargada y esbelta, con extremidades desproporcionadas y una cabeza ovalada. Buscó desesperada ayuda en la camarera, que había permanecido junto a ella, pero se desvaneció sin más.
—Sofía, ¿qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí? —La inconfundible voz de su padre alivió de inmediato su pavor. ¡Por fin alguien aparecía para rescatarla!
Se dio la vuelta y trató de alertarlo al comprobar que él no se había percatado de la extraña presencia, pero fue demasiado tarde. La sombra se abalanzó sobre ella, le agarró las muñecas y la arrastró sin compasión. Perplejo, Roberto contempló cómo su hija se deslizaba sobre la alfombra del pasillo a gran velocidad. Dejó caer al suelo la bandeja que portaba la comida y corrió detrás. Logró sujetarla por las piernas, frenando su avance. Tiraba de ella con el corazón agitado y sin comprender qué estaba sucediendo.
—¡Sofía, aguanta! ¡Aguanta, cariño!
—¡Papá! —Ella se sorprendió al constatar que había recuperado la voz—. ¡Papá, ayúdame! ¡No me sueltes! ¡Por favor, papá!
—¡No voy a soltarte! ¡Aguanta! —gritó desesperado.
—¡No puedo más! ¡Me tiene agarrada!
—¡¿El qué?! ¡¿Qué demonios está arrastrándote?! —le preguntó sin comprender lo que ocurría.
Atónito, inspeccionó el entorno, pero no consiguió discernir nada que pudiera estar provocando aquella situación. Algo invisible quería llevarse a su hija, y él no podría sujetarla mucho más. Esa cosa tenía una fuerza descomunal, imparable. Decidido, mantenía los labios apretados y el ceño fruncido mientras se percataba de que tenía las manos enrojecidas por el esfuerzo. Las piernas comenzaron a flaquearle sin que pudiera controlarlas. No era un hombre atlético; era un tipo alto, pero más bien delgado. Aun así, no podía rendirse, no podía abandonar a su hija, y no desistió en la lucha.
Sofía observó amedrentada cómo lianas de humo negro la sujetaban por las manos e iniciaban un ascenso vertiginoso por ambos brazos. Era consciente de que su padre no resistiría mucho, y por eso, cuando advirtió que su arrastre la abandonaba, se dejó llevar. De improviso, recuperó una verticalidad prodigiosa, y pronto cayó en la cuenta de que sus pies no tocaban el suelo, sino que levitaba a varios centímetros de él. La sombra la envolvió en su halo oscuro y el pasillo entero se ensombreció. Las tinieblas invadieron el lugar, impidiendo que pudiera distinguir a su padre. No obstante, descubrió impresionada a decenas de almas que gritaban suplicando auxilio. ¿Dónde estaba? No había abandonado el hotel, ni siquiera la planta donde se encontraba. Y, sin embargo, aquel lugar era diferente. Lúgubre. Sombrío. Había surgido de la nada como un espejismo gris de la realidad. Las paredes, las puertas de las habitaciones, incluso la alfombra, habían perdido su color. Todo poseía un aspecto plomizo. A pesar de encontrarse paralizada, desafió con la mirada a su agresor. No podía mover ningún músculo del cuerpo, estaba a merced de su sobrenatural enemigo, aun así, quiso descubrir quién iba a poner