—¡¿Qué?! ¡¿Quién ha entrado?! —Su rostro sonrosado perdió el color de un plumazo.
Antes de que pudiera contestar, su madre ya abandonaba la habitación y se dirigía desesperada hacia la de ella.
—¡¿Dónde está Cris?! ¡¿Lo has dejado solo?! —gritó histérica.
Ambos se precipitaron en la estancia llamando angustiados a su hermano. Sofía entró tras ellos, sollozando. Cris continuaba durmiendo a pierna suelta, y se despertó al escuchar la voz de su madre.
—¿Qué pasa? ¿Ya es de día? —Se restregó los ojos y miró a sus padres, buscando una respuesta.
Ninguno dijo nada. Reprimiendo las lágrimas, Elena lo abrazó mientras su padre inspeccionaba el baño y las dos ventanas del cuarto. Recorrió hasta el último milímetro de la estancia sin pronunciar palabra alguna. Finalmente, rompió el silencio:
—Aquí no hay nadie —dijo, y se encogió de hombros—. ¿Qué es lo que has visto exactamente?
—No estoy segura… Había algo…, y quería atacarme —logró musitar.
Su madre se incorporó de un salto y se encaró con la chica:
—¡¿No será otra de tus tretas para fastidiarnos las vacaciones?! ¡Porque estoy empezando a cansarme! ¡Nos has dado un susto de muerte! Pensé que a tu hermano…
—¡Déjalo, Elena! Lo importante es que no ha pasado nada grave y que los chicos están bien. —La sujetó con ternura por los hombros—. Ahora, será mejor que todos volvamos a la cama.
—No pienso dormir aquí, papá… Estoy asustada… —Sofía seguía temblando.
Antes de que su madre interviniera, su padre contestó:
—Bien, entonces yo dormiré aquí con Cris. Y tú puedes ir a nuestra habitación.
Le costó conciliar el sueño de nuevo. No podía apartar de su mente la imagen de aquella misteriosa niebla, tan repentina y aterradora, mientras intentaba elaborar una explicación razonable a todo lo sucedido. El frío, las sábanas, la nube densa… ¡Era todo tan irreal! ¿Habría sido una pesadilla? ¿La habría traicionado su imaginación? Cris no se había inmutado; ni siquiera cuando ella gritó desgañitada llegó a percatarse de lo que estaba ocurriendo. ¡¿Por qué?! ¿Acaso no la habría escuchado? ¿O es que todo había sucedido en un sueño?
Le dolía la cabeza. Su madre ya dormía, mientras que ella se revolvía en la cama, incapaz de mantener los ojos cerrados dos segundos seguidos. Finalmente, tras varias horas de lucha consigo misma, el sueño la venció.
Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para despegar los párpados. Le pesaban como dos yunques de hierro depositados a propósito sobre la cuenca de los ojos, y sentía un martilleo continuo en las sienes que le impedía pensar con claridad. Atisbó a su madre sentada junto a ella. Tenía sus lacios cabellos morenos recogidos en una larga coleta.
—¿Qué tal estás? ¿Te encuentras mejor? —Sonreía mientras posaba la mano en su frente—. Anoche tuviste algo de fiebre.
—Solo estoy algo cansada —murmuró, incorporándose.
—Sofía, perdona… Fui algo brusca contigo. Estaba enfadada porque sabía que no querías venir aquí —le confesó consternada—. Y, en parte, tenía miedo de que ya no quisieras pasar tiempo con nosotros… Has crecido tan rápido que me parece increíble que te hayas convertido ya en una mujercita.
Su madre se levantó y continuó hablando mientras descorría las cortinas. La luz de la mañana inundó la habitación. Sofía parpadeó varias veces para adaptarse a la incómoda claridad.
—¿Tienes hambre? Nosotros hemos desayunado ya. No he querido despertarte tan temprano. Has pasado mala noche y prefería que descansaras. Pero puedes bajar a la cafetería y pedirte algo.
—Vale, me doy una ducha y bajo.
—¿Necesitas ayuda? —Ella le contestó negando con la cabeza—. De acuerdo… Tu padre y tu hermano van a bajar al pueblo y visitar la catedral. Imagino que no tienes ganas de acompañarlos. Yo me quedaré aquí contigo. Ya iremos a la catedral otro día. Voy a buscar algo de ropa a tu habitación. ¿Tienes alguna preferencia?
—Lo primero que encuentres estará bien.
—Vale, te la dejo en la cama. Estaré esperándote en la cafetería. ¡No tardes mucho!
Cuando estuvo lista, Sofía prefirió bajar los escalones anchos de piedra del castillo antes que usar el ascensor. Su madre le había preparado un vestido ligero azul celeste y unas sandalias marrones. Volvía a hacer un calor espantoso, y ni siquiera el aire acondicionado lograba mitigar esa constante sensación de asfixia. La divisó cerca de la cafetería, sentada en uno de los lujosos sofás de cuero y leyendo un libro. Al contrario que ella, Elena era una gran aficionada a la lectura. Podía pasarse horas y horas leyendo, abstraída de todo lo que sucedía a su alrededor. Sofía debía admitir que no era una gran apasionada de las letras. Prefería la música y cantar, aunque desafinase a pleno pulmón bajo la ducha.
—¿Ya estás aquí? —le preguntó, colocando cuidadosamente el marcador por la página que leía—. Será mejor que comas algo.
Pidió un café con leche y unas tostadas. Mientras escuchaba los planes de su madre para los próximos diez días, divisó a la curiosa camarera del día anterior al fondo de la sala. Pasaba el plumero por un impresionante piano de cola. La mujer reparó en que la joven la observaba y le dedicó una sonrisa amable. Sofía seguía preguntándose por qué insistía en llevar esa cofia tan ridícula en la cabeza cuando era evidente que las demás pasaban de ella.
Devoró el desayuno y acompañó a su madre hasta el patio interior del castillo. Era enorme. Había un pozo colosal en el centro, engarzado con hierro negro y ladrillo rojo. Alrededor de él, setos de metro y medio de altura cuidadosamente podados formaban figuras concéntricas. Se abrían en los laterales, creando varios senderos estrechos. Así, todos los caminos conducían hasta el asombroso epicentro. A lo largo de aquel laberinto artificial, podías disfrutar de sus bancos de madera y sumergirte en el bello jardín que habían creado.
La joven paseaba junto a su madre, quien continuaba enumerándole los increíbles parajes naturales de la zona, impresionada por su riqueza ambiental. Sofía alzó la barbilla y observó el cielo inmaculado. El brillo del sol la cegó por un instante. A pesar del grueso muro medieval que rodeaba el patio, pudo divisar la cadena de colinas a su izquierda. Mientras, a su derecha, asomaba el esbelto campanario de la catedral.
Continuaba ensimismada en el camino hacia el pozo sin prestar mucha atención al discurso de su madre. Reparó entonces en una mujer de mediana edad que estaba sentada en el banco más próximo al pozo. Sollozaba. Vestía un largo traje blanco de mangas estrechas, con un cuello excesivamente alto y sobrecargado de encajes. Una pamela de enormes dimensiones con adornos florales violetas cubría parte de su rostro afilado. La señora secaba sus lágrimas con un delicado pañuelo de seda.
Sofía llegó al pozo sin apartar la vista de aquella mujer singular.
—¿Hay una fiesta de disfraces o algo parecido en el hotel? —le preguntó a su madre, que continuaba absorta ideando sus nuevos planes de viaje.
—No que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?
—Esa mujer del banco viste como si fuera del siglo pasado.
—¿Qué mujer, cariño? —Arrugó el rostro a la vez que dirigía la mirada al lugar que le señalaba su hija.
—La señora de blanco…, la que está llorando.
Elena examinó el banco que le indicó. Estaba vacío. No había nadie sentado en él. De inmediato y alarmada, posó su mano sobre la frente de Sofía para comprobar si volvía a tener fiebre. Ella la apartó con brusquedad y la