Sólo a su marido, bajo palabra de secreto, contó el lance de los gatitos. Jacinta no podía ocultarle nada, y tenía un gusto particular en hacerle confianza hasta de las más vanas tonterías que por su cabeza pasaban referentes a aquel tema de la maternidad. Y Juan, que tenía talento, era indulgente con estos desvaríos del cariño vacante o de la maternidad sin hijo. Aventurábase ella a contarle cuanto le pasaba, y muchas cosas que a la luz del día no osara decir, decíalas en la intimidad y soledad conyugales, porque allí venían como de molde, porque allí se decían sin esfuerzo cual si se dijeran por sí solas, porque, en fin, los comentarios sobre la sucesión tenían como una base en la renovación de las probabilidades de ella.
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Hacía mal Barbarita, pero muy mal, en burlarse de la manía de su hija. ¡Como si ella no tuviera también su manía, y buena! Por cierto que llevaba a Jacinta la gran ventaja de poder satisfacerse y dar realidad a su pensamiento. Era una viciosa que se hartaba de los goces ansiados, mientras que la nuera padecía horriblemente por no poseer nunca lo que anhelaba. La satisfacción del deseo chiflaba a la una tanto como a la otra la privación del mismo.
Barbarita tenía la chifladura de las compras. Cultivaba el arte por el arte, es decir, la compra por la compra. Adquiría por el simple placer de adquirir, y para ella no había mayor gusto que hacer una excursión de tiendas y entrar luego en la casa cargada de cosas que, aunque no estaban demás, no eran de una necesidad absoluta. Pero no se salía nunca del límite que le marcaban sus medios de fortuna, y en esto precisamente estaba su magistral arte de marchante rica.
El vicio aquel tenía sus depravaciones, porque la señora de Santa Cruz no sólo iba a las tiendas de lujo, sino a los mercados, y recorría de punta a punta los cajones de la plazuela de San Miguel, las pollerías de la calle de la Caza y los puestos de la ternera fina en la costanilla de Santiago. Era tan conocida doña Barbarita en aquella zona, que las placeras se la disputaban y armaban entre sí grandes ciscos por la preferencia de una tan ilustre parroquiana.
Lo mismo en los mercados que en las tiendas tenía un auxiliar inestimable, un ojeador que tomaba aquellas cosas cual si en ello le fuera la salvación del alma. Este era Plácido Estupiñá. Como vivía en la Cava de San Miguel, desde que se levantaba, a la primera luz del día, echaba una mirada de águila sobre los cajones de la plaza. Bajaba cuando todavía estaba la gente tomando la mañana en las tabernas y en los cafés ambulantes, y daba un vistazo a los puestos, enterándose del cariz del mercado y de las cotizaciones. Después, bien embozado en la pañosa, se iba a San Ginés, a donde llegaba algunas veces antes de que el sacristán abriera la puerta. Echaba un párrafo con las beatas que le habían cogido la delantera, alguna de las cuales llevaba su chocolatera y cocinilla, y hacía su desayuno en el mismo pórtico de la iglesia. Abierta esta, se metían todos dentro con tanta prisa como si fueran a coger puesto en una función de gran lleno, y empezaban las misas. Hasta la tercera o la cuarta no llegaba Barbarita, y en cuanto la veía entrar, Estupiñá se corría despacito hasta ella, deslizándose de banco en banco como una sombra, y se le ponía al lado. La señora rezaba en voz baja moviendo los labios. Plácido tenía que decirle muchas cosas, y entrecortaba su rezo para irlas desembuchando.
«Va a salir la de D. Germán en la capilla de los Dolores... Hoy reciben congrio en la casa de Martínez; me han enseñado los despachos de Laredo... llena eres de gracia; el Señor es contigo... coliflor no hay, porque no han venido los arrieros de Villaviciosa por estar perdidos los caminos... ¡Con estas malditas aguas...!, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...».
Pasaba tiempo a veces sin que ninguno de los dos chistara, ella a un extremo del banco, él a cierta distancia, detrás, ora de rodillas, ora sentados. Estupiñá se aburría algunas veces por más que no lo declarase, y le gustaba que alguna beata rezagada o beato sobón le preguntara por la misa: «¿Se alcanza esta?». Estupiñá respondía que sí o que no de la manera más cortés, añadiendo siempre en el caso negativo algo que consolara al interrogador: «Pero esté usted tranquilo; va a salir en seguida la del padre Quesada, que es una pólvora...». Lo que él quería era ver si saltaba conversación.
Después de un gran rato de silencio, consagrado a las devociones, Barbarita se volvía a él diciéndole con altanería impropia de aquel santo lugar:
«Vaya, que tu amigo el Sordo nos la ha jugado buena».
—¿Por qué, señora?
—Porque te dije que le encargaras medio solomillo, y ¿sabes lo que me mandó?, un pedazo enorme de contrafalda o babilla y un trozo de espaldilla, lleno de piltrafas y tendones... Vaya un modo de portarse con los parroquianos. Nunca más se le compra nada. La culpa la tienes tú... Ahí tienes lo que son tus protegidos...
Dicho esto, Barbarita seguía rezando y Plácido se ponía a echar pestes mentalmente contra el Sordo, un tablajero a quien él... No le protegía; era que le había recomendado. Pero ya se las cantaría él muy claras al tal Sordo. Otras familias a quienes le recomendara, quejáronse de que les había dado tapa del cencerro, es decir, pescuezo, que es la carne peor, en vez de tapa verdadera. En estos tiempos tan desmoralizados no se puede recomendar a nadie. Otras mañanas iba con esta monserga: «¡Cómo está hoy el mercado de caza! ¡Qué perdices, señora! Divinidades, verdaderas divinidades».
—No más perdiz. Hoy hemos de ver si Pantaleón tiene buenos cabritos. También quisiera una buena lengua de vaca, cargada, y ver si hay ternera fina.
—La hay tan fina, señora, que parece talmente merluza.
—Bueno, pues que me manden un buen solomillo y chuletas riñonadas. Ya sabes; no vayas a descolgarte con las agujas cortas del otro día. Conmigo no se juega.
—Descuide usted... ¿Tiene la señora convidados mañana?
—Sí; y de pescados ¿qué hay?
—He apalabrado el salmón por si viene mañana... Lo que tenemos hoy es peste de langosta.
Y concluidas las misas, se iban por la calle Mayor adelante en busca de emociones puras, inocentes, logradas con la oficiosidad amable del uno y el dinero copioso de la otra. No siempre se ocupaban de cosas de comer. Repetidas veces llevó Estupiñá cuentos como este:
«Señora, señora, no deje de ver las cretonas que han recibido los chicos de Sobrino... ¡Qué divinidad!».
Barbarita interrumpía un Padrenuestro para decir, todavía con la expresión de la religiosidad en el rostro: «¿Rameaditas?, sí, y con golpes de oro. Eso es lo que se estila ahora».
Y en el pórtico, donde ya estaba Plácido esperándola, decía: «Vamos a casa de los chicos de Sobrino».
Los cuales enseñaban a Barbarita, a más de las cretonas, unos satenes de algodón floreados que eran la gran novedad del día; y a la viciosa le faltaba tiempo para comprarle un vestido a su nuera, quien solía pasarlo a alguna de sus hermanas.
Otra