—¡Ay! fueron muchos; pero muchos... Gracias que no había más público que yo.
—Vamos, con franqueza... estuve inaguantable.
—Tú lo has dicho... —Es que no sé... En mi vida, puedes creerlo, he cogido una turca como la que cogí anoche. El maldito inglés tuvo la culpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, qué dije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas que no son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué...
—Cierto. Como estabas... Jacinta no se atrevió a decir «borracho». La palabra horrible negábase a salir de su boca.
—Dilo, hija. Di ajumao, que es más bonito y atenúa un poco la gravedad de la falta.
—Pues como estabas ajumaíto, no eras responsable de lo que decías.
—Pero qué, ¿se me escapó alguna palabra que te pudiera ofender?
—No; sólo una media docena de voces elegantes, de las que usa la alta sociedad. No las entendí bien. Lo demás bien clarito estaba, demasiado clarito. Lloraste por tu Pitusa de tu alma, y te llamabas miserable por haberla abandonado. Créelo, te pusiste que no había por dónde cogerte.
—Vaya, hija, pues ahora con la cabeza despejada, voy a decirte dos palabritas para que no me juzgues por peor de lo que soy.
Se fueron de paseo por las Delicias abajo, y sentados en solitario banco, vueltos de cara al río, charlaron un rato. Jacinta se quería comer con los ojos a su marido, adivinándole las palabras antes de que las dijera, y confrontándolas con la expresión de los ojos a ver si eran sinceras. ¿Habló Juan con verdad? De todo hubo. Sus declaraciones eran una verdad refundida como las comedias antiguas. El amor propio no le permitía la reproducción fiel de los hechos. Pues señor... al volver de Plencia ya comprometido a casarse y enamorado de su novia, quiso saber qué vuelta llevó Fortunata, de quien no había tenido noticias en tanto tiempo. No le movía ningún sentimiento de ternura, sino la compasión y el deseo de socorrerla si se veía en un mal paso. Platón estaba fuera de Madrid y su mujer en el otro mundo. No se sabía tampoco a dónde diantres había ido a parar el picador; pero Segunda había traspasado la huevería y tenía en la misma Cava un poco más abajo, cerca ya de la escalerilla, una covacha a que daba el nombre de establecimiento. En aquella caverna habitaba y hacía el café que vendía por la mañana a la gente del mercado. Cuatro cacharros, dos sillas y una mesa componían el ajuar. En el resto del día prestaba servicios en la taberna del pulpitillo. Había venido tan a menos en lo físico y en lo económico, que a su antiguo tertulio le costó trabajo reconocerla.
«¿Y la otra?...». porque esto era lo que importaba.
-vii-
Santa Cruz tardó algún tiempo en dar la debida respuesta. Hacía rayas en el suelo con el bastón. Por fin se expresó así:
«Supe que en efecto había...».
Jacinta tuvo la piedad de evitarle las últimas palabras de la oración, diciéndolas ella. Al Delfín se le quitó un peso de encima.
«Traté de verla..., la busqué por aquí y por allá... y nada... Pero qué, ¿no lo crees? Después no pude ocuparme de nada. Sobrevino la muerte de tu mamá. Transcurrió algún tiempo sin que yo pensara en semejante cosa, y no debo ocultarte que sentía cierto escozorcillo aquí, en la conciencia... Por Enero de este año, cuando me preparaba a hacer diligencias, una amiga de Segunda me dijo que la Pitusa se había marchado de Madrid. ¿A dónde? ¿Con quién? Ni entonces lo supe ni lo he sabido después. Y ahora te juro que no la he vuelto a ver más ni he tenido noticias de ella».
La esposa dio un gran suspiro. No sabía por qué; pero tenía sobre su alma cierta pesadumbre, y en su rectitud tomaba para sí parte de la responsabilidad de su marido en aquella falta; porque falta había sin duda. Jacinta no podía considerar de otro modo el hecho del abandono, aunque este significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal, y del matrimonio sobre el amancebamiento... No podían entretenerse más en ociosas habladurías, porque pensaban irse a Cádiz aquella tarde y era preciso disponer el equipaje y comprar algunas chucherías. De cada población se habían de llevar a Madrid regalitos para todos. Con la actividad propia de un día de viaje, las compras y algunas despedidas, se distrajeron tan bien ambos de aquellos desagradables pensamientos, que por la tarde ya estos se habían desvanecido.
Hasta tres días después no volvió a rebullir en la mente de Jacinta el gusanillo aquel. Fue cosa repentina, provocada por no sé qué, por esas misteriosas iniciativas de la memoria que no sabemos de dónde salen. Se acuerda uno de las cosas contra toda lógica, y a veces el encadenamiento de las ideas es una extravagancia y hasta una ridiculez. ¿Quién creería que Jacinta se acordó de Fortunata al oír pregonar las bocas de la Isla? Porque dirá el curioso, y con razón, que qué tienen que ver las bocas con aquella mujer. Nada, absolutamente nada.
Volvían los esposos de Cádiz en el tren correo. No pensaban detenerse ya en ninguna parte, y llegarían a Madrid de un tirón. Iban muy gozosos, deseando ver a la familia, y darle a cada uno su regalo. Jacinta, aunque picada del gusanillo aquel, había resuelto no volver a hablar de tal asunto, dejándolo sepultado en la memoria, hasta que el tiempo lo borrara para siempre. Pero al llegar a la estación de Jerez, ocurrió algo que hizo revivir inesperadamente lo que ambos querían olvidar. Pues señor... de la cantina de la estación vieron salir al condenado inglés de la noche de marras, el cual les conoció al punto y fue a saludarles muy fino y galante, y a ofrecerles unas cañas. Cuando se vieron libres de él, Santa Cruz le echó mil pestes, y dijo que algún día había de tener ocasión de darle el par de galletas que se tenía ganadas. «Este danzante tuvo la culpa de que yo me pusiera aquella noche como me puse y de que te contara aquellos horrores...».
Por aquí empezó a enredarse la conversación hasta recaer otra vez en el punto negro. Jacinta no quería que se le quedara en el alma una idea que tenía, y a la primera ocasión la echó fuera de sí.
«¡Pobres mujeres! —exclamó—. Siempre la peor parte para ellas».
—Hija mía, hay que juzgar las cosas con detenimiento, examinar las circunstancias... ver el medio ambiente... —dijo Santa Cruz preparando todos los chirimbolos de esa dialéctica convencional con la cual se prueba todo lo que se quiere.
Jacinta se dejó hacer caricias. No estaba enfadada. Pero en su espíritu ocurría un fenómeno muy nuevo para ella. Dos sentimientos diversos se barajaban en su alma, sobreponiéndose el uno al otro alternativamente. Como adoraba a su marido, sentíase orgullosa de que este hubiese despreciado a otra para tomarla a ella. Este orgullo es primordial, y existirá siempre aun en los seres más perfectos. El otro sentimiento procedía del fondo de rectitud que lastraba aquella noble alma y le inspiraba una protesta contra el ultraje y despiadado abandono de la desconocida. Por más que el Delfín lo atenuase, había ultrajado a la humanidad. Jacinta no podía ocultárselo a sí misma. Los triunfos de su amor propio no le impedían ver que debajo del trofeo de su victoria había una víctima aplastada. Quizás la víctima merecía serlo; pero la vencedora no tenía nada que ver con que lo mereciera o no, y en el altar de su alma le ponía a la tal víctima una lucecita de compasión.
Santa Cruz, en su perspicacia, lo comprendió, y trataba de librar a su esposa de la molestia de complacer a quien sin duda no lo merecía. Para esto ponía en funciones toda la maquinaria más brillante que sólida de su raciocinio, aprendido en el comercio de las liviandades humanas y en someras lecturas. «Hija de mi alma, hay que ponerse en la realidad. Hay dos mundos, el que se ve y el que no se ve. La sociedad no se gobierna con las ideas puras. Buenos andaríamos... No soy tan culpable como parece a primera vista; fíjate bien. Las diferencias de educación y de clase establecen siempre una gran diferencia de procederes en las relaciones humanas. Esto no lo dice el Decálogo;