El infiltrado
Conocí a Sergio C. Fanjul como Txe Peligro, que era su seudónimo en Facebook antes de que Zuckerberg decidiera que ese alias no valía y que debía dar la cara con su nombre real. No sé cómo llegó a mi pantalla, pero sí cómo se ganó mi atención en un mundo de hiperestímulos y distracciones: con narraciones fabulosas. Triunfó en el mundo digital con las armas más viejas del mundo analógico, las mismas que utilizó Homero o quien puso en verso Gilgamesh.
Sospeché por aquellos días que Fanjul era un infiltrado. Ya sé que se repite mucho que Facebook es la red más carpetovetónica de todas, con su gusto por la parrafada extensa y permitiendo que se pueda triunfar en ella sin usar fotos ni vídeos. Es, de lejos, la red más literaria, la que mejor entienden los ancianos que nacieron con tocadiscos, pero no deja de ser un invento de púberes listillos del siglo xxi. Facebook, por más que los adolescentes la desprecien, es contemporánea y modernísima, y disfrutar de ella requiere de una mente contemporánea y modernísima. Una mente como la de Fanjul: rápida, precoz para la ocurrencia, atenta a cualquier novedad, urbana, alérgica a la tragedia, cultivada en el sarcasmo, celebrativa de la parodia y un poco autodespectiva. Curiosa, muy curiosa, en lucha perpetua contra los prejuicios propios y acercándose al mundo sin soberbia ni escándalo. Es decir, lo contrario de un moralista o un intelectual de tribuna y dedo acusatorio. Fanjul prefiere describir a prescribir, y la risa al lamento.
Pero tras esa fachada informal y veloz del mundo nuevo, con su peterpanismo y su desvergüenza juvenil, se oculta un espécimen del mundo viejo, un infiltrado del ayer. Porque lo que hace Fanjul es lo que han hecho siempre los grandes cronistas: pasear, observar y contar. Si sus textos suenan frescos y contemporáneos no se debe solo a su talento literario, sino a que se componen al contrapunto: entre tanto cascarrabias y tanto inquisidor vocacional, alguien que se pregunta sin ánimo de responderse categóricamente, que no teme encogerse de hombros y que se muestra feliz donde solo parece caber la indignación es por fuerza un punki o un guerrillero cultural.
Es difícil ser más vintage que Fanjul: escribe poesía y la convierte en espectáculo juglaresco con su pareja, Liliana Peligro; se gana la vida con el periodismo de papel, el de mandar textos a tantas palabras para publicar mañana; es un aficionado a los menús del día de los figones menos recomendables de Lavapiés, y para rematar el cuadro ha sido nombrado paseador oficial de la Villa de Madrid. Sin olvidar que es un asturiano emigrado a la capital, lo que le deja a un paso de ser un indiano o un déspota ilustrado. Todo ello hace de él un situacionista o un flâneur, un bohemio pertinaz, un gacetillero y un bardo. Nada, en definitiva, a lo que se pueda añadir el epíteto numérico 2.0. El Madrid de Fanjul tiene más que ver con el de Cansinos Asens que con el de los instagrameros, y su vida y su trabajo están más cerca de un personaje de Galdós que de uno de Lena Dunham, y sin embargo ha engañado a todo el mundo y se ha hecho con una reputación de vanguardia.
No hay que descartar que Fanjul sea un viajero en el tiempo, alguien venido de la época de los duelos, las levitas, las tertulias y los sablazos para impartir una lección de humildad a los babilonios de Facebook. Como no puedo demostrar esta hipótesis, recurriré al eterno retorno, que se entiende mejor en la era digital que en la de Nietzsche: si todos los relatos de viajes son actualizaciones del programa original de la Odisea, Sergio C. Fanjul es la última versión del de Herodoto, aquel tipo que escribía antes de que nadie supiera distinguir a un historiador de un cronista o de un poeta: contadores de historias, al fin, poco disciplinados y sin preocupación ninguna por encajar en géneros o disciplinas.
Como los buenos contadores de historias, Fanjul es adictivo. Facebook impone una forma de narrar rápida y sin método, mitad diario y mitad performance con público. La intimidad confesional recibe de inmediato una lluvia de megustas que suenan a aplauso y condicionan lo que se dice y cómo se dice. El viejo Txe Peligro modula perfectamente esta cuasiparadoja de la red social y triunfa donde muchos de sus cultivadores explotan, incapaces de encontrar el equilibrio entre la construcción literaria de un yo intimista y la invasión de los mirones que buscan espectáculo.
Los encuentros con la cultura en el Carrefour de Lavapiés, las miserias del trabajo freelance, los descubrimientos urbanos y el sabor recalentado de los menús del día son partes de un proyecto narrativo mucho más complejo y ambicioso de lo que la actitud de su autor da a entender. Fanjul ha construido un mundo de ficciones que suenan a verdad poderosa para sus lectores. Un Madrid post-15M, desencantado y a la vez ilusionado, en el que el narrador sabe situarse en otro dilema dialéctico: es un representante de esa juventud destruida por la crisis, y a la vez es un individuo único que vive a contracorriente sin parecerse a nadie.
Una de las virtudes más sobresalientes de Fanjul es su capacidad para encontrar destellos de bondad y belleza en medio de un paisaje agostado y bombardeado. En una ciudad sucia, colapsada, asediada por los especuladores inmobiliarios, con miles de jóvenes que pasean alucinados de desahucio en desahucio, sorteando las maletitas con ruedas de los turistas que buscan su apartamento de alquiler con Google Maps, él señala la brizna, el rincón del bar o la anécdota luminosa que derrota el apocalipsis.
No debería condicionar más la lectura de las piezas que siguen. Me temo que he dicho demasiado (en los prólogos siempre se habla de más), y no quisiera que el lector neófito se perdiera ninguna sorpresa ni leyese con mis gafas. Solo añadiré que Fanjul, precisamente por ser un cronista clásico que habría encajado muy bien en el Madrid de Valle-Inclán, es un escritor furibundamente actual, que representa como pocos lo que es hoy la literatura: una mirada libre de imposiciones canónicas y de categorías genéricas que intenta sobreponerse a su propia perplejidad. Una forma de estar en el mundo contándolo. O de contar el mundo estando en él.
Me empiezo a poner escolástico. Es mejor que me olviden y lean a Sergio C. Fanjul.
Sergio del Molino
Introducción
Escribo desde que tengo uso de Internet.
A decir verdad, un poco antes ya emborronaba cuartillas con relatos y poemas, Microsoft Word offline, bolígrafo Bic azul, libretas cuadriculadas de bazar, textos que no llegaban a los ojos de nadie, vergüenzas varias escondidas en el legendario cajón lleno de prodigios y basura que antes tenían los escritores. La llegada de Internet supuso un salto definitivo: ahí fuera, en el ciberespacio, había de pronto decenas, cientos, miles de personas a las que hacer llegar lo que escribíamos. Ya no había que guardar nada en el proverbial cajón. Ni siquiera la basura.
Al principio estábamos solos en la red, y ni siquiera había blogs. Yo inventé mi propio blog avant la lettre cuando, a comienzos del siglo xxi, me mudé a Madrid y estaba solo y tenía poca gente con quien hablar, y ni siquiera tenía teléfono móvil. Tampoco ordenador: me veía obligado a teclear en máquinas prestadas, locutorios ecuatorianos o en los (entonces) precarios ordenadores personales de la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), donde me amueblaron la cabeza.
Aquella especie de blog que yo había inventado se llamaba Comunicados desde Capitol City, y eran, simplemente, los mails que yo iba enviando a mis amigos contando todo lo que me pasaba en la gran ciudad, que no era poco, sobre todo visto con las pupilas de un veinteañero recién llegado (aunque no frecuentase el café Gijón). Mi público se fue ampliando a medida que conocía gente e iba incluyendo en la lista de correo a mis compañeros de piso, a los colegas de la carrera y, sobre todo, a personas random con las que me topaba en fiestas y bares. Cuando conocía a alguien nuevo, enseguida le pedía el mail para suscribirle a los Comunicados. Aún los guardo, por ahí, en algún disco duro vintage.
Lo de los blogs lo facilitó todo, porque era lo mismo pero como Bill Gates mandaba: ahora no se trataba de mails cutres, sino de una página web en toda regla que cualquiera podía crear o visitar. Aquello lo llamaron la web 2.0: Internet dejaba de ser unidireccional.