La profesora apuró su bebida asintiendo divertida.
—No sabía que las chicas de diecisiete años podían transmitir calma a un atractivo soltero —contestó, mordaz.
—No seas exagerada, estás yendo más allá. El caso es que su modo de atenderme me ayudó a perder el miedo. No sé, me tranquilizó.
—Sí, muchacho, si te entiendo bien —contestó ella, cortando primero y llevándose a la boca un pedazo pescado a la plancha. Bueno, ¿entonces no sabes quién era? Ya tengo curiosidad.
Negué con la cabeza al tiempo que bebía un sorbo de Coca Cola.
—No tengo la menor idea —conteste—. Se sienta al lado de la ventana, sola, y tiene la costumbre de apoyar la cabeza en la mano izquierda mientras escribe. El flequillo rubio, o no, le cae entre los dedos sobre la página de su cuaderno.
—Vaya, para no saber su nombre te has quedado con todos los demás detalles.
Yo sonreí, creo que ruborizado.
—Es mi trabajo, fijarme en los detalles.
—Ya veo —la profesora tragó un pedazo de sushi y bebió un trago corto de cerveza. A continuación distrajo la mirada entre los barcos. Ya no sonreía—. Creo que hablas de Sophie.
—Sophie —repetí—. Puede ser. De algún modo se coló en mi subconsciente.
—De algún modo —murmuró mi compañera.
Sandra terminó su plato y dejó a un lado la servilleta tras utilizarla por última vez. Levantó la mano para pedir la cuenta y tras recibir respuesta comenzó a recoger sus cosas. Debíamos regresar al instituto para las tutorías de la tarde, pero me quedó claro que la prisa no tenía todo que ver con el horario. Una vez pagó la cuenta nos dirigimos a su coche y me llevó de vuelta al Centro. Antes de despedirnos para ir cada uno a su despacho se me acercó y me regaló un pico en los labios que recibí con sorpresa.
—Tú ten cuidado, profe, con lo que se te cuela. A veces no son más que virus y bacterias.
La profesora de Inglés se alejó hacia su tutoría contoneando sus caderas de manera más marcada de lo habitual. Ella sabía que la estaba mirando, y se encargó de que no dejara de hacerlo hasta que desapareció tras la puerta de su despacho.
CAPÍTULO 13
BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Lunes 17 de septiembre. Tarde.
Da gusto llegar por fin al momento actual, al presente, para poder explicar el detonante que da inicio a este blog, a este cuaderno de bitácora de un buque que no sé si llegará a algún puerto. La cuestión es que me ha sucedido algo muy curioso esta tarde, en la tutoría.
No nos vamos a engañar: para los profesores las sesiones de tarde en el instituto suelen ser aburridas. No siempre resulta un tiempo improductivo, pero a menudo, entre reuniones y burocracia, programaciones y coordinación entre los diferentes departamentos, las horas pasan muy lentas sin que ningún estudiante llame a la puerta del despacho. Sin embargo, de manera insospechada esa primera tarde de tutoría del nuevo curso resultó bien diferente a lo habitual. Al menos para mí, porque mi puerta no dejó de sonar y no tuve desde luego tiempo para aburrirme.
Después de despedirme de Sandra y que cada uno se encerrara en su despacho, tomé asiento en mi escritorio y comencé a revisar los apuntes que había tomado durante mis primeras clases para organizar mi cuaderno de trabajo. Sumido en mis pensamientos, me costaba dejar a un lado la manera tan fría en la que había terminado mi conversación con Sandra. Decidí apartarlo de mi mente enfrascándome en la programación del nuevo curso, para lo que me sumergí en diferentes tratados de Lengua y Literatura. Minutos después, y cual protagonista del cuento de Poe, percibí cómo alguien llamaba tímidamente a mi puerta.
—Adelante —contesté.
La puerta se abrió muy despacio, mi primera visita en mi regreso a las tutorías se hizo de rogar, pero finalmente venció la timidez y la chica de la mirada color caramelo cruzó el umbral de mi despacho.
—Hola —me dijo desde allí.
—Adelante, Sophie, pasa.
La chica entró en la habitación tímida y cortada, como si llegado a ese punto se preguntara si hacía lo correcto. Se mordía el labio con pudor y apretaba un libro contra su pecho. La recibí con torpeza y le indiqué con un gesto que se sentara en la butaca al otro lado de mi mesa.
—Caray, no te esperaba —le dije—. Bueno, es que en realidad no esperaba a nadie.
—¿Soy la primera? —me preguntó.
—Así es. Dime en qué puedo ayudarte.
Sophie miró a su alrededor, me miró a mí, miró mi mesa, frunció los labios como si no supiera qué decir o cómo decirlo exactamente. Al final tomo aliento de un modo deliciosamente inocente y colocó sobre la mesa el libro que había traído. No me sorprendió, era un ejemplar de «La suerte del mendigo», con su atractiva portada color sepia difuminando un atardecer desde el Puente del Amor de Ámsterdam.
—En realidad es que me daba muchísima vergüenza dártelo esta mañana.
«La suerte del mendigo» había sido mi segunda novela publicada, un trepidante thriller histórico tan emocionante y bien escrito que había pasado completamente desapercibido en su momento y había vendido muy pocos ejemplares. Con todo, yo estoy aún muy orgulloso de esa novela, y me hizo especial ilusión verla en manos de Sophie.
—Caramba, ¿lo has leído? —le pregunté con emoción, sin embargo percibí de inmediato cómo Sophie se ruborizaba. En realidad no me sorprendió.
—La verdad es que no —me confesó—. No me gusta mucho leer. La novela es de mi madre y pensé que le gustaría tenerla firmada.
—¿Entonces se la dedico a tu madre?
La joven se mordió otra vez el labio inferior. Aunque yo pronto aprendería que ese era un gesto habitual en ella, que repetiría mil veces cuando dudase si decirme o no decirme algo, no puedo negar que en aquel primer momento me resultó arrebatadoramente atractivo.
—Bueno, si no te importa prefiero que lo firmes para mí —me contestó, y me entusiasmo esa respuesta.
—¿No se enfadará tu madre? —le dije con una sonrisa mientras buscaba el bolígrafo adecuado.
—Que va, ella ya lo ha leído. Le pedí que me lo regalara y accedió, así que ahora es mío.
Aunque tengo la costumbre, no sé si quizá superstición de firmar con tinta azul, en esa ocasión tomé un bolígrafo violeta. Tal vez mi subconsciente quisiera hacer esa firma única y diferente. No lo sé, simplemente me pareció una buena idea. Y aunque se me ocurrían varias cosas significativas que ponerle, al final firme con corrección y le devolví la novela como un buen profesional. Ella la guardó en la mochila sin leer la dedicatoria.
—Ya me contarás qué tal cuando la termines —le pedí, aunque bastante convencido de que nunca la iba a leer.
—Claro que sí, me gustará.
Empezó el gesto de levantarse y yo lo hice también para acompañarla hasta la puerta. Sin embargo antes de que se marchara nos despedimos con dos besos torpes y abrí la puerta con un sentimiento mezclado de emoción y pérdida.
—Lo leeré, te lo prometo —me dijo al salir, como si me leyera la mente, y la observé alejarse con la sonrisa pintada en la cara mientras dejaba atrás la cola de sus compañeros frente a mi puerta.
—¿Siguiente? —pregunté, y accedió a mi despacho una chica de pelo rubio y mirada infantil escondida tras unas gafas azules, que vestía un peto vaquero y llevaba en la mano un manuscrito encuadernado con la típica espiral de alambre. Por supuesto la invité a que sentara.
—Si no me equivoco tú eres Nadia —le dije, y pude ver cómo se ruborizaba.