Pero a pesar de todo, Martí tenía que escuchar, demasiado a menudo, amonestaciones por las pésimas notas, siempre acompañadas de la coletilla, del esfuerzo que significaba para ellos, llevarlo a una escuela de pago. No se daban cuenta que, en la escuela de los padres Escolapios, todo rezumaba olor a beatería mohosa, a mes de María y a rosario. Para Martí era una incógnita insondable, como un republicano represaliado podía llevar a su hijo a un colegio religioso, los institutos públicos eran más libres y la religión, aunque presente, no ocupaba el primer plano, como en su colegio. Además, la época del Cara al Sol ya había pasado y sus amigos decían que entre los profesores había más de un rojo infiltrado.
Pero las decisiones sobre la elección de la escuela corrían a cargo de sus padres y eso no iba a cambiar hasta que él alcanzara la independencia económica, cosa que solamente podría conseguir con el trabajo. Por eso soñaba con cumplir los catorce, para poder empezar a trabajar. Por eso y porqué sus amigos mayores ya empezaban a ir a la discoteca. Se vestían con traje y corbata, y los porteros hacían la vista gorda. Las mujeres eran su otro objetivo, por no decir su obsesión, soñaba con ellas y mojaba el pantalón del pijama, las deseaba locamente mientras se masturbaba, cuando las contemplaba en las revistas Play Boy, que sus amigos conseguían en las Siete Puertas, junto a la plaza del Comercio, cerca del puerto. Para ir a una discoteca, también se necesitaba dinero y con las exiguas diez pesetas que recibía como semanada, no se podía casi ni comprar dulces o un cigarro suelto, para fumar a la salida del cole. Tenía que trabajar y después ya decidiría que estudiar, desde luego que nada que tuviera que ver con la mecánica, como pretendían sus padres. Aeronáutica, para viajar por todo el mundo o derecho, para defender a los pobres, siempre indefensos ante el poder, o medicina, para salvar a los niños de las enfermedades que los mataban sin remedio, o periodismo, para decir la verdad de lo que pasaba en nuestro país, aunque para ello tuviera que escribir en el extranjero. No quería planteárselo, tenía tiempo para decidir, además primero había que acabar el bachillerato y le parecía un hito difícil de alcanzar en ese momento, después de todo, en su barrio casi nadie estudiaba. Pero acabaría estudiando, eso lo tenía claro, quizá no fuera listo, pero algo había sacado a su madre. Era terco como una mula.
Por aquellas fechas, un acontecimiento que hubiera resultado trivial en una situación de normalidad política, se convirtió en su despertar a la conciencia colectiva. Lo que hasta ese momento sólo era un sentimiento abstracto, concretado raramente en pequeños enfrentamientos con chavales de la OJE, se había materializado en algo definido, como un espíritu fantasmal que hubiera tomado corporalidad. En el barrio la mayoría de familias eran apolíticas, para nada importaba su pasado republicano y en algunos casos, su militancia política. Habían sobrevivido y el olor de la sangre todavía impregnaba sus fosas nasales. El miedo agarrotaba las conciencias y se servía con el postre en todas las comidas y sin embargo, algún comentario susurrado en la intimidad del hogar, rápidamente silenciado por la prudencia materna o alguna actitud obscena frente a las palabras radiofónicas del caudillo, hacían que Martí, como tantos otros jovencitos de aquel barrio, tuvieran dos certezas: que los malos eran los que habían ganado la guerra y que esta verdad nunca debía expresarse, ya que, de alguna manera indefinida, era peligrosa. Pero estas ideas, para un niño de post-guerra, estaban más cercanas al territorio de los sentimientos, que al de la razón.
El día de San Juan, algún capitoste de la fabrica textil que ocupaba la esquina de la bocacalle cercana a la casa de Martí, temiendo el apasionamiento de aquellas hordas por destruirlo todo, avisó a la brigada del ayuntamiento, para que viniera a incautarse de la leña que los niños de la calle habían estado recogiendo durante semanas. Como era tradición, muebles viejos, maderas de embalajes y hasta traviesas de ferrocarril o postes del teléfono, arderían esa noche para purificar la suciedad y renovar la vida que, como cada año en la noche de San Juan, coincidiendo con la llegada del calor, debía renacer. Cuando llegó la brigada y empezó a cargar el triste botín, los hombres que jugaban la partida en el bar o los que tomaban el fresco de la tarde sentados frente a las puertas de las escaleras de las casas, sobre todo los menores de treinta años a los que la guerra no había anulado completamente la conciencia, porque simplemente, nadie les había dado una, salieron en estampida hacía el camión y a voz en grito, armados con palos y cualquier utensilio contundente que hallaran a su paso, conminaron a los de la brigada a bajar los desvencijados muebles y demás trastos bajo la amenaza de pegarle fuego al camión entero. La primera reacción de los funcionarios, fue la advertencia sobre las consecuencias de aquellos actos, calificados por ellos como vandálicos, posteriormente ante la actitud firme de los improvisados piratas, pasaron a las suplicas, sobre los problemas que les podía acarrear, el no cumplir con su obligación, pero en cuanto aparecieron las llamas de algunos encendedores, empezaron a descargar los muebles, ayudados sin miramientos por todos los hombres de la calle, ante la amenaza del que parecía ser el capataz de la cuadrilla, de ir a dar aviso a la autoridad. Sillas, cómodas, armarios y todo lo que se encontraba en la caja del camión, seguramente algunos materiales, fruto de otras incautaciones anteriores, volaron en una improvisada pira. Aquel año la hoguera de San Juan se prendió más temprano que nunca y se extinguió más pronto que cualquier otro año ya que, al cabo de una hora de la revuelta incendiaria, un coche de bomberos acompañado de una patrulla de policía hacían acto de presencia para apagar la hoguera, ya en buena parte consumida, pero Martí aquella tarde festiva, había tomado conciencia de que cuando la gente perdía el miedo y se unía, podía arder cualquier cosa, más importante incluso que la hoguera de San Juan.
5
Habían hablado durante horas y se sentían relajados. A veces los hombres necesitan materializar sus preguntas, respondiendo a ellas frente a un oyente, ya que, con el esfuerzo de formar un argumento, encuentran una explicación a todo aquello, cuyo propio subconsciente frenaba su aceptación, o mejor aún, ese esfuerzo moldea, le da una forma concreta e inteligible a todo aquello que permanecía en forma abstracta y aparecía más como un sentimiento, que como una idea. Es por ello, que tanta gente visitaba antaño al confesor y en la actualidad al psicólogo o psiquiatra y es por ello también, que un maestro empieza a entender realmente la materia motivo de su magisterio cuando trata de explicarla ante sus alumnos. La reflexión solitaria no deja de ser una forma de utilizarnos a nosotros mismos como oyentes.
Roberto había asumido la fuga de su amigo, frente a los demás, como una locura, pero en su fuero interno sabía que Martí era una persona razonable, al que él admiraba y solicitaba consejo, aunque nunca de una manera formal, sino más bien dentro de la intimidad de unos amigos que comparten sus problemas. Martí por su parte, había tomado una decisión drástica que cambiaría su vida y lo hizo con el entero convencimiento de que aquel, era el camino a seguir. Sin embargo, no había medido su capacidad para andar la senda en solitario, para combatir sus propios fantasmas y había sufrido, no sólo por despojarse del pasado, sino por el miedo a no ser capaz de construirse un futuro. El fracaso de una vida sin horizonte y el posible desastre de un horizonte sin la fuerza necesaria para forjar una nueva vida. Ambos por diferentes vías, habían encontrado, por así decirlo, bálsamo para sus heridas, pero era innegable que un cierto resquemor demostraba que las llagas todavía sangraban, como esos fuegos que aun pareciendo extinguidos, cualquier soplo de aire los reaviva para, al fin, devastar el bosque, en este caso, el alma de Roberto y sobre todo de Martí, el más fuerte de los dos, pero también el que se había impuesto la prueba más dura.
―Bebamos puesto que las heridas del alma sólo las cura Dios y como siempre hemos sido unos ateos empedernidos, no nos queda otro consuelo que aliviarlas con el vino y las mujeres y aquí sólo tenemos vino ―sentenció Roberto y ambos rieron mientras brindaban. Martí añadió―: Nos queda la cabra. La llamo Gilda porqué tiene las patas negras, como si llevara guantes y las mismas tetas puntiagudas que la Rita Hayworth. ―Roberto siguió con la broma―: No hay que desdeñar a ninguna hembra y más, si posee esas tetas que dices. A mí en tales ocasiones no me importa hacer de Glenn Ford.
Siguieron bebiendo hasta acabar dormidos en el sofá, frente a las brasas del hogar. Por la mañana sus cabezas les recordarían los excesos, pero en aquellos momentos