―¡Voila! La joya de la corona. La construí yo mismo. Ha sido un trabajo de años que todavía requerirá algún tiempo para terminar los detalles ―Roberto observaba el trabajo sinceramente admirado.
―Te felicito, es una obra increíble, magnífica. No te conocía estas habilidades, estoy aturdido. Es genial ―Y permaneció largo rato en silencio observando los detalles florales, las cenefas arborescentes trabajadas en la madera.
―Tengo un pequeño taller en el sótano, luego te lo mostraré. Unas herramientas adecuadas ayudan mucho y sobretodo paciencia y tiempo para matar ―Martí parecía excusarse.
―De cualquier manera, es el trabajo de un artista, podrías ganar millones ―Roberto seguía admirado.
―No te creas, si divides trabajo por rendimiento, resultaría un carpintero carísimo. Necesitaba ocupar mi tiempo, sobre todo los primeros años, esa es la verdad ―Martí invitó a su amigo a salir.
―Bajemos a desayunar a la cocina, estoy hambriento ―Ambos amigos descendieron en silencio. Deseaban decirse muchas cosas, pero ninguno sabía por dónde empezar. Parecían estar de acuerdo en que sería mejor esperar a que el azar los condujera a alguna ribera apacible, donde poder dejarse deslizar por el río de palabras que los dos contenían.
―Las excursiones matinales me abren el apetito. ¿Te apetecen unas setas con butifarra? Aunque parezca increíble, las busco yo mismo. He aprendido a distinguir las variedades más apreciables, sin sufrir ningún envenenamiento. Muchas veces son los vecinos los que me las regalan. Existe un buen ambiente entre la gente de estas tierras. El aislamiento obliga a buscar la solidaridad y a ofrecerla. Por ejemplo, las butifarras son de otro vecino. De tanto en tanto, uno de ellos organiza una matanza del cerdo, son animales que crían para la venta, pero siempre se dejan alguno para consumo propio, los demás colaboran para hacer el trabajo más llevadero y al mismo tiempo, es una buena excusa para encontrarse y hablar de los problemas comunes, siempre alrededor de una mesa bien surtida de viandas.
Roberto tomó un taburete y se sentó junto a su amigo, observando como este se movía ágilmente por la cocina.
―Martí, quiero que sepas que te admiro. No sólo has cambiado radicalmente de vida, sino que has sabido adaptarte a un medio que te resultaba totalmente desconocido, con un éxito notable. Por mucho que lo deseara, sé que yo sería incapaz de hacerlo. ―Martí hizo un gesto con la mano como quitándole importancia.
―Ha pasado el tiempo y uno se adapta a todo, pero los primeros años fueron muy duros y sólo la testarudez y la sensación de que volver atrás sería repetir un fracaso del que había huido, me mantuvieron aquí. Aun así, muchos payeses de la zona todavía se ríen de cómo realizo algunas labores, pero me han tomado afecto. Les ayudo a rellenar la declaración de hacienda y a pedir las subvenciones oficiales y ellos me corresponden echándome una mano en el campo o en la granja. Son muy buena gente, sencilla y algo recelosa con los extraños, pero que en cuanto te conocen, te abren sus casas y te lo ofrecen todo.
Roberto aprovecho la pausa para introducir en la conversación sus inquietudes―: No entiendo por qué dices que huías de un fracaso. Lo tenías todo, un buen empleo en una empresa solvente, comodidades, amigos, mujeres. La separación de Alicia no pareció afectarte mucho. Teresa, Nani y hasta la propia Matilde estaban dispuestas a consolarte. Siempre tuviste éxito en todo lo que te propusiste hacer. Estabas en la cima.
Martí le replicó de manera escueta―: O lo que es lo mismo, al borde del abismo.
―Nadie entendió tu desaparición. Muchos hubieran deseado tu suerte.
―Nada de lo que hacía era mío. Era una carrera sin llegada, sin objetivo, hasta que un buen día me paré para saber dónde estaba mi meta y delante no había nada. Sí, el dinero, el escalafón en la empresa para conseguir dirigir la economía de una multinacional, de la cual odiaba su actividad y en la que sólo importaban los beneficios y la imagen corporativa, las personas eran peones, ni siquiera al servicio de un rey, sino de un monstruo de cien tentáculos, los países zonas estratégicas de desarrollo e implantación comercial. ¿Otra empresa? No, estaba demasiado metido en toda aquella mierda. Mi puesto era la aspiración de cualquier economista. Además, fuera de la empresa tampoco encontraba la compensación necesaria, las relaciones interesadas con las familias de la burguesía catalana, había que estar bien relacionado para conseguir un estatus social, la competición por ver quien se tiraba más hijitas de casa bien, o si resultaba más fácil, a las mamás y si conseguías ambas, bingo, éxito completo. Me hastiaba pensar que había perdido mí tiempo y energía con aquellas pánfilas que lo único que me ofrecían eran sus cuerpos bien trabajados en el gimnasio, pero en cuanto abrían la boca se te caían al suelo. Y nuestras salidas épicas hasta agotar las existencias y la rayita de coca para resistir más que cualquiera en las noches de juerga, al final sólo me dejaban la sensación de vacío. Y las mujeres de mi vida, que parecía interesarles más el alto ejecutivo, que Martí, el muchacho de izquierdas que ya no era de izquierdas, el poeta que ya no escribía, el romántico y sensible jovencito que se había endurecido en la dura batalla por el éxito social. Debía reandar el camino y sabía que en nuestro ambiente no lo iba a conseguir… Y decidí huir. Vendí el piso, el coche, saqué los ahorros y aquí me tienes tratando de hacer de payés, más cercano a Josep Pla, que a John Maynard Keynes o Paul Anthony Samuelson a los que tanto admiraba cuando me dedicaba a la economía. ―Martí trató de ser sincero y sin embargo había aspectos de su vida y de su supuesto fracaso que no podía o no deseaba exponer a Roberto.
―Nunca hubiera imaginado que lo vivieras de esta manera. ¿Por qué no me dijiste nada? En ocasiones también a mí me cansaba aquel tipo de vida. ―Roberto parecía sorprendido ante las revelaciones de su amigo.
Martí sirvió los platos y una botella de vino joven de la comarca y se dispuso a someterse al interrogatorio con la mejor disposición posible.
4
Sólo pensaba en trabajar, estaba harto de sufrir la triste canción de que, a pesar de su pobreza y escasez de medios, sus padres estaban dispuestos a darle una educación que le permitiera afrontar el futuro como un hombre de provecho. Había conseguido, tras fuertes discusiones familiares, empezar el bachillerato. Este hecho trascendental, cumplía las aspiraciones de su madre de brindarle la oportunidad de hacer un peritaje industrial. En la industria textil, un perito mecánico se podía ganar muy bien la vida, había observado la pobre mujer en sus largas horas en pie ante las máquinas tejedoras. Los oficiales y los auxiliares carreteaban las herramientas entre las largas hileras de máquinas, engrasando y ajustando engranajes, poniendo en peligro las manos y dejando, más de una vez, algún dedo perdido entre las ruedas dentadas, mientras el perito se paseaba con su bata blanca, dando órdenes y sólo interviniendo en los casos complicados que, en la mayoría de las ocasiones, resolvía llamando a los técnicos de la compañía inglesa que suministraba las maquinas tejedoras y sus recambios. En la industria textil, casi todas las trabajadoras sufrían varices y los operarios bronquitis o reuma. Aunque su hijo no acabara en el textil, soñaba para él un futuro con bata blanca, no con el pringue de la grasa en las manos y el polvo en los pulmones. Su padre, más práctico, pensaba en la mecánica, pero sin peritajes, que no servían para nada, gastar el tiempo y el dinero estudiando, para qué, cuando un buen mecánico de automóviles podía poner su propio taller y vivir como un señor. La mecánica era cuestión de práctica y eso, lo podía adquirir entrando de aprendiz en el taller de uno de sus amigos del ramo. En la escuela laboral, a la que había asistido durante la república, le habían enseñado hasta trigonometría y no quería que su hijo fuera más tonto que él, pero en realidad