Ahora abro los ojos. Antes había mi sudor. Y el suyo que era el mío. Sus ojos y nuestros besos reposados. Te quiero y te quiero, pero ahora abro los ojos y solo hay mi mano agarrada a mi pene, este retrete donde escurre mi semilla inútil y condenada, y un último retal de pensamiento que aún se pregunta si sería posible volver a sus brazos, a su sexo. Su sexo, mi raíz. Y el consuelo casi tonto de que más adelante volveré a tener su recuerdo, y en el recuerdo volveré a tener sus pies, sus pies pequeños.
Las viudas me llaman Réichel, pero yo me llamo Rachele, Rachele Mussolini. Antes de casarme con Benito fui al manicomio de las afueras de Roma donde había internado a Ida, Ida Dlaser, su primera mujer. Ida se había vuelto loca después de dar a luz a su único hijo, un hijo que Benito nunca reconoció y que nació con espina bífida y sus cuatro extremidades atrofiadas. Casi un monstruo, el pobrecillo. Fui a hablar con ella porque entre mujeres, por muy locas que podamos estar, siempre nos entendemos.
Nunca olvidaré el escalofrío que me recorrió la espalda cuando por fin me abrieron las rejas del pasillo que conducía a la habitación donde confinaban a Ida. Nunca pensé que un hospital mental pudiera ser tan silencioso. Esperaba escuchar lloros, llantos y lamentos, gritos y risas. Estaba convencida de que habría tanto ruido que me costaría hablar con Ida y hacerme entender. Jamás imaginé este silencio compacto, como si en aquellas habitaciones no hubiera seres vivos sino muertos. No caí en la cuenta de la brutal sedación con la que se desayunaban a diario aquellas infelices, porque en ese pabellón solo había mujeres encerradas.
De Ida me impresionaron dos cosas: sus ojeras, que pendían oscuras pómulos abajo, como desgarrándole la cara, y, al mismo tiempo, que ese desarreglo de su piel, indeseable manifestación de una tristeza honda, no la afeara, sino que le permitiera mantener unos rasgos finos, todavía bellos. Sus brazos, enflaquecidos, alambres que acentuaban su largura al finalizar en unas manos igualmente afiladas, con las uñas también largas bien pintadas de rojo alegre. Vestía, sin embargo, de negro, como correspondería a una viuda. Fue, en todo momento, amable, y me felicitó por mi matrimonio con Benito. No supe quién se lo había dicho, pero imaginé que cualquiera que en aquel sanatorio se hubiera enterado de mi visita.
No. No sé por qué lo hice. Pensé que debía hacerlo. Sentí muy hondo que se lo debía, que Benito no se había portado bien con ella. Su voz era dulce. Sus movimientos, lentos. Musicales. Nada delataba en ella su presunta y célebre locura. Al contrario. Afirmaría que, para ser una mujer tan joven aún y ya tan desgraciada, Ida rezumaba sosiego, una tranquilidad más allá del entendimiento. Y pensé que acaso esa paz era el principal indicativo de su locura, que precisamente no estuviera más enajenada después de haber parido un engendro que, según mi marido, no había sido engendrado por él sino que Ida le había sido infiel y que por eso los ángeles más negros de Dios le habían enviado esa venganza, esa terrible venganza. Por eso me imagino que Benito no tenía ningún tipo de remordimiento. Dios había intercedido para salvarle el destino y darle otra mujer, esto es, yo misma, Rachele Guidi, una perfecta madre italiana.
Porque fueron cinco. Cinco hijos los que parí, y eso que los tres últimos los tuve cuando yo ya solo veía a Benito en pintura, es decir, retratado en los cuadros de nuestra casa y en los lienzos y fotografías que adornaban todas las escuelas, todas las salas de estar, casi cualquier lugar de esta Italia de mi corazón.
Benito estaba siempre con Clara. No sé qué vio Benito en la Petacci, porque era más vieja y más fea que yo, sin duda, pero me habría gustado preguntarle qué le hacía, qué resorte activaba en él la Petacci para que incluso murieran los dos tan cogidos de la mano que ni siquiera los fusilamientos de la Piazza Loreto lograran separarlos. Hasta que la muerte los separe, digamos, abusando de la ironía, aunque fuera conmigo con quien Benito siempre se mantuvo casado.
Yo no oriné sobre el cadáver de Benito. Eso fueron habladurías del pueblo. No. No puedo dar la razón a esos historiadores del tres al cuarto que sostienen y argumentan e insisten en que yo oriné sobre el cadáver de mi marido. No fue así. Que sobre el cadáver de Benito pudieran caer algunas gotas yo no lo niego. Si acaso algunas gotas residuales. En aquellos momentos, tras el fusilamiento, había mucho jaleo en Piazza Loreto. Lo que yo no niego ni negaré nunca es que oriné sobre el cadáver de la Petacci. A esa pelandrusca sí que le meé encima. En toda la cara. No me negarán que se lo merecía, a ver qué droga, qué encantamiento de bruja le dio a mi Benito para que cambiara tanto y para que estuviera con ella, y no con la madre de sus hijos, hasta el mismísimo final. Pero yo no meé a Benito. Meé a Clara. Otra cosa bien distinta es que mi espléndida, inspirada micción sobre la boca abierta de Clara pudiera haber salpicado a Benito, tan cerca. Eso yo ya no lo sé, porque no quise detenerme a contemplar su cadáver, tan golpeado, pateado, tiroteado y escupido que había sido por el pueblo canalla, por el pueblo vengativo, que tampoco deberían ser así las cosas. Que Benito tuvo también sus buenas acciones. Y, como decía, yo meé a la Clara, delante del pueblo y delante de los soldados aliados para que todos lo vieran. La esposa de Benito meando los cadáveres.
Pero eso no fue así, repito, quede claro. Mear lo que se dice mear sí que meé. Pero a Clara. Directo a su boca. Un hilillo de pis que me hizo recordar los chorros de la Fontana de Trevi, tan barrocos. Lo que jamás pensé, la verdad, es que se cumplieran de ese modo los pronósticos de Ida, los que me hiciera tanto tiempo atrás durante mi visita al manicomio. A solas en la habitación, levantó su falda, y, casi de pie, orinó, como a trocitos, cuando yo menos me lo esperaba. Me dijo que así haría yo sobre el cadáver de Benito, un día no demasiado lejano. Y yo me fui del psiquiátrico pensando que Ida estaba efectivamente loca cuando resulta que era la más cuerda. Antes de marcharme, me volví para observarla por última vez. Ida levantó la mano y yo creí que para decirme adiós, pero lo que hizo fue abrir cinco de sus dedos. Cinco. Cinco para que me quedara claro que habría de tener cinco hijos. La sombra de su mano se recortó sobre el charco amarillo de sus visionarios meados.
El orín encaminó mi vida feliz, porque el gesto de haber meado sobre Clara fue interpretado políticamente por los aliados, y me hice más famosa aún, y me dejaron libre, libre como los pájaros a pesar de haber sido la esposa oficial de Benito, libre de toda carga. Y como por casualidad un soldado aliado había inmortalizado mi micción, mi trasero perfecto, inmaculado, sin estrías a pesar de haber parido cinco veces cinco, se hizo también célebre, y los mismos periódicos que publicaron a toda página mi meada gracias a la fotografía que había sacado el soldado, se hicieron eco de mi restaurante, Cinque, Cinque Pizzas, y de ahí al estrellato, la verdad, porque el negocio marchó tan rápido que Cinque Pizzas, a cual más sabrosa, acabó convirtiéndose en la primera cadena de restaurantes italianos al estilo fast food norteamericano. Desde aquel lejano