El avión, un turbohélice ruidoso de fabricación francesa, aterrizó en el aeropuerto de Calibán rebotando sobre la pista, golpeado por las rachas de viento procedentes de la mar cercana. El susto lo sustrajo de sus deprimentes cavilaciones sobre el amor. En cuanto el piloto apagó los motores y desapareció la vibración producida por las hélices, antes incluso de empezar a bajar del avión, Danilo Porter pudo escuchar el ruido, otro ruido que fue llenando sus tímpanos como una inundación. Cuando puso el pie en tierra, esa tierra negra y volcánica de la isla, el murmullo alto del mar, el marmullo, entró en su vida.
Esa música alta del océano. De golpe, en tromba, hacia la raíz de sus tímpanos.
Se dirigió hacia la terminal, tan pequeña que parecía una pieza de una casita de muñecas, y recogió su equipaje. Una sola maleta con ropa, distribuida a medias entre vestimenta deportiva, algo más formal para ocasiones especiales y su neceser de cuidados personales, con sus cremas para la cara, los ojos y las manos, junto a su inseparable perfume afrutado. Podría considerarse una excentricidad, pero Danilo Porter siempre había sido un consumidor de cremas, potingues y ungüentos varios para la piel y, ahora que había cumplido cuarenta años, cayó en la cuenta de que ya llevaba al menos diez utilizando esos productos de belleza y cuidado personal que una vez fueron casi territorio exclusivo de las mujeres.
Quizá fuera cierto que su apariencia, siempre más joven, pudiera deberse a esos cuidados diarios, porque siempre que hacía una maleta lo primero que ponía eran sus afeites, primorosamente dispuestos en un neceser de piel que había comprado en la tienda que Bulgari tenía en la Vía del Corso de Roma. Una buena inversión y un capricho caro, porque también de esas pequeñas manías estaba hecha la vida y estaba hecho él, pequeñas manías válidas también para ordenar una vida que demasiado a menudo se desordena para condenarnos a la desorientación.
Abrió la maleta para introducir su Kindle, aunque la verdad es que durante el vuelo desde Isla Mayor, capital del archipiélago Malvinio, a Calibán, tan corto, apenas había leído nada de los doscientos títulos que se había descargado. No sabía cuánto tiempo debería pasar en la isla, y por eso había escogido un poco de todo, incluso una guía de la isla firmada por un tal Alameda del Rosario, conocido en su casa a la hora de comer.
La intención de Danilo Porter era abreviar su estancia, pero no se iría hasta esclarecer los hechos que situaban esa isla insignificante en medio del Atlántico en el epicentro suicida del mundo.
Su primera sorpresa surgió nada más subirse a un taxi, a la salida del aeropuerto. El taxista, un hombre que debía rondar los sesenta años, lo saludó mostrándole un mapa de la isla, pero sin hablar. Él señaló el sur, una localidad llamada Rijalbo. Entonces el taxista dio la vuelta al mapa y señaló la tarifa: 35€. Danilo Porter dijo de acuerdo, pero tampoco recibió respuesta. Durante el camino, unos 45 minutos de trayecto, comprobó su primera impresión: el taxista era sordo y, posiblemente, mudo.
La carretera serpenteaba por las laderas abruptas de la isla. Primero ascendieron un buen rato, hacia las cumbres, y después descendieron hasta llegar al nivel del mar. Tantas curvas impedían circular por encima de los treinta o cuarenta kilómetros por hora, pero, aunque hubiera sido de otro modo, los lentos ademanes de su taxista no sugerían que aquel hombre fuera un as del volante. Tenía la cara llena de arrugas. Una cara solemne, tranquila, sin crispación. Como si el taxista estuviera en otro mundo y estuviera en aquella otra realidad solo de paso.
Danilo Porter, con el mapa de la isla en sus manos, fue comprobando los lugares que iban recorriendo, y así fue haciéndose una idea cabal de la geografía de la isla. Para llegar a Rijalbo tenían que recorrer parte del norte, las cumbres y después descender hacia el sur por laderas de coladas de lava. Primero atravesarían el verde de los frondosos bosques de laurisilva y, después, la aridez volcánica, un singular contraste de paisajes inexplicable en tan pocos kilómetros. Por eso su certeza de que aquella isla sería un infierno se deshizo tan rápido, cautivado por la belleza auténtica de los parajes que estaba recorriendo. Sin embargo, sintió el aislamiento y, por un segundo, tuvo miedo, miedo a no poder salir de aquella isla que, también, en algunos libros y mapas antiguos consultados en Google, comprobó que también llamaban Isla Menor.
En aquel gran solar parisino de la Rue Fasquelle habían instalado un enorme cartel con la fotografía de la maqueta del edificio que se convertiría en la nueva sede de France Telecom. Proyectado por un estudio de arquitectura de Abu Dhabi, la prensa gala explicaba todos los pormenores de la futura construcción, pero no insistían en su belleza o modernidad, sino en el sinfín de detalles ideados por el estudio arquitectónico para impedir que los empleados pudieran suicidarse. Las ventanas, por ejemplo, no podrían abrirse, como en los hospitales. Tampoco había patios interiores a los que arrojarse en los momentos de desesperación. Los jardines que rodearían la construcción habían sido diseñados para amortiguar el golpe de cualquier presunto suicida, con árboles de diversos tamaños, matorrales y un mullido césped, de manera que quien se tirase rebotaría de árbol en árbol, descendiendo poco a poco hasta llegar al suelo, colchón vegetal para frenar esas macabras intenciones. Con la construcción de aquel inmueble la compañía telefónica francesa había logrado mejorar su imagen corporativa, hecha añicos no solo por la ola de suicidios de trabajadores, sino por las investigaciones policiales y judiciales, las huelgas y las acusaciones de acoso al personal que la dirección de la empresa no había sabido cómo acallar.
El inmenso solar estaba ahora repleto de grúas, máquinas excavadoras, bulldozers y grandes camiones amarillos que retiraban escombros, además de un montón de obreros con monos azules y cascos de color naranja que parecían hongos, pequeños hongos brotando en la tierra húmeda. Unos atareados obreros que no pudieron ver la lujosa limusina que se detuvo unos instantes a la entrada de la obra para que sus inquilinas, amparadas por el misterio de los cristales oscuros del coche, pudieran quitarse brevemente sus gafas de sol y observar orgullosas la buena marcha de las obras que financiaban. De haber podido verlas más de cerca, cualquiera habría concluido que aquellas mujeres, a pesar de su edad, habían inspirado su look en las series televisivas de principios del siglo XXI, calzadas con manolos y tocadas con pamelas y en sus regazos, bolsos de Vuitton, Chanel, Dior y Hermès, pues eran asiduas expertas en cazar las novedades de las más selectas boutiques de la 5ª avenida neoyorquina.
Por aquellas mismas horas Danilo Porter dejaba sus maletas en el ático de los apartamentos Mareas Brujas, ubicado en Rijalbo, donde había decidido alojarse. Estaba cerca del mar y era un inmueble pequeño, con solo seis apartamentos, más familiar, porque Danilo Porter había preferido ese tipo de establecimiento que algo más masificado, como un hotel con piscinas y spa y cava a la hora del desayuno. Cambió la posibilidad del lujo por la más entrañable cercanía de aquel hostal tipo pensión que, sin embargo, regalaba desde sus dos áticos unas preciosas panorámicas del océano Atlántico.
En su primer paseo por la localidad pesquera comprobó la tranquilidad de la vida en aquel lugar y por eso, a primera vista, le costó entender que casi diez años atrás fuera aquella isla la primera en registrar repentinos e inexplicables suicidios. Además del taxista, un tipo sordomudo, pero al mismo tiempo hospitalario y aparentemente normal, Danilo Porter había sido recibido a su llegada a los apartamentos por Pastora, una mujer de unos cuarenta años, encargada de atender a los huéspedes. Le dio la bienvenida casi gritando y le dejó un juego de toallas limpias, ofreciéndose amablemente e insistiendo en que si necesitaba más no