En todas estas semblanzas traza el retrato físico y moral del respectivo magnate, y, además, en todos ellos incluye una pincelada sobre su linaje: “era de linaje noble castellano”. “Su padre e abuelos fueron del linaje de los reyes de Castilla, decendientes por legítima línea…”. “Sus abuelos fueron de linaje de los judíos convertidos a nuestra sancta fe católica.” “Era de los fidalgos e de limpia sangre del reyno de Portogal”; “Don Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantadgo, … era de linaje noble castellano, muy antiguo”. “Don Alfonso de Sancta María, obispo de Burgos…, era fijo de don Pablo, obispo de Burgos, el cual le ovo en su mujer legítima… Este obispo don Pablo fue de linaje de los judíos, y tan gran sabio que fue alumbrado de la gracia del Espíritu Santo…”. “don Francisco, obispo de Coria, fue hombre de pequeño cuerpo y fermoso de gesto, la cabeza tenía grande. Era natural de Toledo; sus abuelos fueron de linaje de los judíos convertidos a la fe católica…”
El tema de la nobleza del linaje, el de la honra que aquella se merece, está muy presente entre los valores sociales de aquel tiempo. Muy reveladora es esta frase de Miguel de Cervantes (varón normalmente equilibrado, otras veces propenso a las hipérboles andaluzas): “De los bienes que reparten los cielos entre los mortales, los que más se han de estimar son los de la honra, a quien se posponen los de la vida”. Nada menos y no parece que aquí hablara con ironía, sino con la mayor seriedad.
Esta valoración del linaje noble se manifiesta, desde luego, en todo el Occidente medieval, y lo rebasa, pues de alguna forma se concibe así igualmente en el mundo del Islam, y, con anterioridad, en escritores estoicos romanos y en grandes filósofos griegos. En una traducción de las Flores senequistas publicada en el año 1555 se lee: “Dice Platón que ningún rey hay que no sea venido y haya tenido su principio de muy bajos [hombres], y ningún bajo tampoco que no haya descendido de hombres muy altos. Pero la variedad del tiempo lo ha todo mezclado, y la Fortuna la ha abajado y levantado. ¿Quién, pues, es el noble? Aquel a quien Naturaleza ha hecho para la virtud.”
El tema de la limpieza de sangre, de la honra familiar, del honor que se le debe, de la pretensión de subir peldaños en la estimación social de su linaje (y a la vez, en su riqueza) que parece connatural en aquellas generaciones estimuladas, ha suscitado la atención de historiadores de la segunda mitad del siglo XX. Tal vez inició esta línea el insigne historiador Américo Castro y le siguieron autores como Antonio Domínguez Ortiz, Francisco Márquez Villanueva, Eloy Benito Ruano y Julio Valdeón, entre otros muchos.
En lo que de mí depende, ya es hora de remozar el tema con nuevas aportaciones y una conveniente revisión crítica de mi obra El linaje familiar de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, que publiqué en 1970, aprovechando algunos nuevos datos documentales.
Este propósito explica el desarrollo de los temas que aquí se abordan. En primer lugar, en la primera parte de esta obra se afronta el concepto o idea de historia; en el análisis biográfico de la figura de fray Juan de la Cruz es importante partir de una concepción determinada de la historia, pues este aspecto ha dado lugar a diferentes enfoques sobre la vida del Santo. Después se hace una valoración de las principales fuentes impresas para articular la historiografía de san Juan de la Cruz, tanto de los primeros escritos biográficos como de las modernas biografías. Luego, en varios capítulos, se ofrece con más detalle el resultado de nuestras investigaciones acerca de la familia del Doctor Místico, en el marco histórico de su tiempo, y la relevancia del ambiente propio de su villa natal: Fontiveros. Finalmente, en el último apartado se analizan algunos datos relacionados con las figuras más cercanas que nos permiten reconstruir algunos aspectos importantes de la biografía del Santo: sus padres, sus hermanos y sus protectores.
Al terminar esta Nota mi recuerdo se dirige al grupo no pequeño de mis maestros. En primer lugar, durante mis estudios de enseñanza media: quiero recordar a don José Pastor Gómez y don Jerónimo Rubio, excelentes pedagogos, y a Antonio Rumeu de Armas (que durante un año fue mi profesor de Historia). Y en los cursos universitarios tuve el gozo de asistir a las estupendas lecciones de los eminentes catedráticos Emilio García Gómez, ilustre arabista; Ángel Valbuena Prat (en Historia de la literatura) y el padre Guillermo Fraile (en Historia de la filosofía). Soy deudor del magisterio de Américo Castro, Dámaso Alonso, Benzion Netanyahu, Francisco Cantera Burgos, Antonio Domínguez Ortiz, Julio Caro Baroja y Otger Steggink, todos ellos ya fallecidos, que me honraron con su amistad y su correspondencia epistolar.
No quiero omitir, entre aquellos que he conocido (y que, por fortuna, están vivos), los nombres de Tomás Álvarez (el gran teresianista que todavía trabaja en Burgos junto al Archivo Silveriano), Francisco Márquez Villanueva (profesor que tanto me ha orientado), Eloy Benito Ruano (actual Secretario perpetuo de la Real Academia de la Historia), Melquíades Andrés (de increíble erudición) y Nicolás González González (sapientísimo estudioso del Místico de Fontiveros y capellán del monasterio de la Encarnación de Ávila, gran difusor de la espiritualidad teresiana y sanjuanista), todos ellos admirados amigos.
También expreso mi gratitud a los carmelitas Pablo M. Garrido y Balbino Velasco. He leído atentamente los beneméritos trabajos de los carmelitas descalzos José Vicente Rodríguez, Federico Ruiz Salvador, Eulogio Pacho, Teófanes Egido y Emilio J. Martínez. A todos ellos y a otros muchos autores quiero agradecer de corazón una deuda intelectual que no deseo ocultar.
Un lazo inextinguible de amistad me une a la figura de José María Javierre, que tuvo la paciencia necesaria para leer atentamente todos mis trabajos y estudiarlos con detención. Por esto deseo ahora ofrecerle y dedicarle este libro, que ya no podrá leer, pues ha fallecido recientemente.
Parecida deuda tengo para con el gran escritor, hijo de la Moraña abulense, José Jiménez Lozano, Premio Cervantes de las Letras en 2002, cuya obra literaria e investigadora admiro profundamente. Hoy vive su fecunda jubilación en la villa (de origen moruno) de Alcazarén (“Los dos palacios”), y al que debo además el espléndido Prólogo para este libro.
Me queda manifestar mi cordial gratitud al profesor y poeta Santiago Sastre. Nuestra amistad nació de la lectura de nuestros libros de poesía y se acrecentó con su colaboración como prologuista de mis dos últimos libros (la antología Siega de pan y flores y la pieza teatral Con luz y a oscuras viviendo)[3]. Su ayuda y su insistente estímulo ha hecho posible la aparición del libro que el lector tiene entre sus manos, que no hubiera podido nacer sin su colaboración. Santiago Sastre ha suplido mi incapacidad para usar el ordenador. Pero, además, ha revisado todo el libro, podando mi inveterada inclinación a incluir y examinar los temas colaterales y secundarios. En mi ya larga vida he procurado seguir el consejo de Hugo de San Víctor: Apréndelo todo; después verás que nada resulta superfluo[4]. Pero ello va contra otra virtud, la de ceñirse a la línea argumental principal y no perderse por las ramas. A Santiago Sastre, pues, mi más hondo agradecimiento por su eficaz, amable y afectuosa colaboración.
José Carlos GÓMEZ-MENOR
Toledo, octubre de 2010
[1]P. León, Judíos de Toledo, CSIC, Madrid, 1979, t. II, p. 225.
[2]F. del Pulgar, Claros varones de Castilla, ed. de J. Domínguez, Espasa-Calpe, Madrid, 4ª ed., 1969.
[3]Siega de pan y flores, Covarrubias, Toledo, 2009 y Con luz y a oscuras viviendo, Trébedes, Toledo, 2009.
[4]Omnia disce: videbis postea nihil esse superfluum. Didascalion, VI, 3 (PL 176, 801 a).
Primera