En un breve mensaje, improvisado ante la columna de 2 de mayo, el ahora candidato de la oposición, Leguía, anunciaría el fin de la plutocracia civilista, la moralización del país, la recuperación de Tacna, Arica y Tarapacá, la reducción del costo de vida y el abaratamiento de la vivienda popular8. El ánimo reformista era evidente. En la tarde de 9 de febrero, en otro discurso, desde el balcón del Club de La Unión, Leguía manifiesta a sus seguidores:
Se os ha pretendido exhibir como un pueblo desprovisto de patriotismo y en decadencia, pero aquí estoy yo para trabajar incansablemente hasta demostrar no solo a la América, sino al mundo entero que el Perú es un pueblo de patriotas, y trataré de dar solución a los grandes problemas nacionales, tanto internos como externos, sin menoscabo de la dignidad del país, y haré que se reconozca el derecho y la justicia que nos asiste para reclamar lo que en días de decadencia nacional se nos arrebató9.
Y añadiría con energía, como si recordara el Día del Carácter, como se llamaba a la fecha que salvó del secuestro (el 29 de mayo de 1909) que le impusieron los temperamentales hijos de Piérola:
Estoy resuelto a hacer la felicidad del pueblo y con este objeto echaré las bases que permitan el desenvolvimiento de la vida nacional. Posiblemente tropiece con grandes obstáculos, pero mi resolución es inquebrantable cualesquiera sean los sacrificios que requieran su realización. No es fácil poner en práctica los grandes ideales, pero la situación actual requiere toda energía y todo civismo10.
Detrás de los excesos retóricos, un augurio asomaba al final de la alocución: «nada ni nadie —advertía el futuro gobernante— podrá detenerme en el camino que voy a seguir para hacer la felicidad del país». Unos días más tarde, el 19 de febrero, en el crucial «discurso programa» que pronunció en el restorán del Parque Zoológico durante la celebración de su onomástico, Leguía se referiría a la «responsabilidad enorme que pesa sobre mis hombros en esta hora decisiva para el Perú». Desfilaban entre los puntos del programa la solución justa, digna y definitiva del «magno problema internacional» de Tacna y Arica; la reforma de la Constitución y del Poder Legislativo; el fortalecimiento de la autonomía municipal y regional; el impulso a la agricultura y mejores condiciones de habitación, alimentación y vestido para obreros y empleados11. Incluso insinuaba la posibilidad de dotar al Estado de «atribuciones bastantes para llegar hasta la socialización de ciertos servicios, si ello fuera indispensable para abaratar la vida». «No me deis país rico con gente pobre», exclamó Leguía, antes de concluir con la invocación a formar un gran partido nacional, «que destruya los antiguos vínculos y compromisos personales». El programa debió captar inmediatamente el apoyo ciudadano, en tanto crecía el descontento frente al gobierno civilista. A mediados de marzo de 1919, el editorialista de Variedades reconocía irónico:
La fuerza política del señor Leguía ha tomado mucho cuerpo: sus promesas de hacer un maravilloso gobierno, sus planes de saneamiento moral, de renovación de métodos, de enérgica orientación patriótica en el orden internacional, y tantas ofertas más, han prendido en la voluntad de los pueblos, y como a estas alturas ya sería muy difícil que nos saliera otro señor abnegado que levantara como bandera otro programa estupendo y seductor, no vemos cómo podría complicársele el éxito al señor Leguía12.
Los hechos se sucedieron con rapidez. Mientras en la Corte Suprema se ventilaban más de treinta demandas parciales de nulidad relativas a las elecciones de mayo, un paro general era convocado hacia fines del mismo mes por anarquistas y estudiantes. Finalmente, en la madrugada de 4 de julio de 1919, el presidente José Pardo era derrocado bajo el cargo de pretender influir en la decisión de la Corte Suprema y Leguía quedaba instalado como presidente provisional. A nadie extrañó que la conformación de un nuevo Parlamento y una reforma constitucional fuesen las primeras medidas adoptadas por el nuevo régimen. El 12 de octubre de 1919, con una nueva Constitución, Leguía presta juramento ante la Asamblea Nacional como presidente constitucional del Perú por un periodo de cinco años que concluiría el 12 de octubre de 1924, merced a lo señalado por la Ley 400113. En su mensaje a la Cámara, Leguía reiteraba las promesas de un gobierno «perseverante, laborioso y honrado» que, con paz y orden, «harán segura y prontamente de nuestra Patria una de las más prósperas del Continente»14. La democratización del país y la acrimonia contra los «métodos caducos» de la política serían divulgadas a partir de entonces por la propaganda oficial como algunas de sus principales banderas15. Se inauguraba así formalmente la Patria Nueva y, con ella, el largo Oncenio leguiista.
La experiencia política de Leguía, que se remonta a su actuación civilista como ministro de Hacienda en la época del primer gobierno de José Pardo y que se consolida durante su agitado primer mandato presidencial (1908-1913), lo había alertado sobre la necesidad de llevar a cabo cambios sustanciales en lo que sería su segunda y más larga conducción de las riendas del país. El modelo oligárquico y excluyente postulado por el civilismo de la República aristocrática a los ojos de un hombre de ideas modernas resultaba agotado. La extracción social de Leguía y la misma naturaleza de las actividades económicas que le daban sustento cumplieron, a su vez, un papel fundamental en la elaboración de su programa alternativo. En efecto, no obstante que Leguía tenía una vieja militancia en el Partido Civil, organización a la que debió su emergencia en la escena política, estaba lejos de pertenecer a la flor y nata de la oligarquía nacional.
Descendiente de inmigrantes vascos, Augusto Bernardino Leguía Salcedo había nacido en Lambayeque el 19 de febrero de 1863. Su origen provinciano, sus tamizadas raíces mestizas, la carencia de una red de relaciones sociales usualmente tramada desde la infancia y juventud (recordemos que se formó en Lambayeque y en Valparaíso, no en Lima) y su condición subordinada de empleado de seguros lo distanciaban —a pesar de su éxito social como clubman y de su afortunado matrimonio con doña Julia Swayne y Mariátegui— del exclusivo núcleo del civilismo y lo asociaban, en cambio, con el típico self made man. Incluso un biógrafo acomedido, René Hooper, admite que en los círculos oligárquicos el gobernante «era considerado un hombre nuevo, que carecía de abolengo, y no era de los suyos»16. En efecto, aun cuando bajo el Oncenio los cronistas áulicos se esforzaran por rastrear el origen señorial del presidente, Leguía representaba más bien a un sector medio que a merced de trabajo (y especulación) logra hacerse de una posición social ventajosa.
A diferencia de la mentalidad aristocrática rentista, la psicología de Leguía era la de un hombre de negocios. El civilista genuino era el señorón, mientras que Leguía era el eficiente mayordomo. De empleado de agencias de seguros y segundo del civilismo alcanza un estatus respetable merced al talento y la audacia. Sus propios éxitos y fracasos lo diferencian de la tranquila bonanza de los mayores exponentes del civilismo. Leguía transita de la modestia decorosa a la prosperidad, pero recorre también el camino inverso. Iniciado como secretario comercial de Prevost y Cía., el joven Leguía pasa a trabajar poco después como cajero y contador de la empresa Caucato. Luego, con Carlos Leguía, se dedica a exportar azúcar, arroz y cuero. Posteriormente, desarrolla una rápida carrera como agente de seguros de la New York Life Insurance Company. Con la ayuda de otros socios constituye la Sudamericana de Seguros (1895) y, en sociedad con Manuel Candamo y José Pardo, funda la Compañía de Seguros Rímac (1896). Incursiona también en negocios específicos como la importación de mano de obra japonesa (1899), la administración de los fundos agrícolas de sus parientes políticos, los Swayne, y la explotación de una concesión en la selva. Asume, asimismo, cargos directivos en la British Sugar Company, la hacienda San José de Chincha, el Banco Internacional del Perú y en la Sociedad Nacional de Agricultura. La inestabilidad y los golpes de suerte e infortunio marcan su existencia. La movilidad social que tira hacia arriba y lo atrae hacia abajo constituye un ir y venir del que no puede escamotearse y que inevitablemente lo acompañará tanto en su actividad comercial y de negocios, a veces tan infructífera y osada, como en su carrera política.
Leguía, por otra parte, tenía razones para