El cuidado que tuvo la dictadura leguiista, a pesar de la tensión del conflicto, en no despedir a jueces y fiscales, grafica elocuentemente la respetabilidad con la que se hallaba investido este poder del Estado. Sin embargo, el régimen autoritario no tardaría en colisionar con la magistratura. El motivo: la admisión por parte de la judicatura de las acciones de hábeas corpus interpuestas por extranjeros de moral dudosa, pero sobre todo por los partidarios del gobierno depuesto, con el propósito de lograr su liberación o autorizar su retorno. El análisis de esta casuística resulta crucial para conocer el nivel de independencia judicial. Eso es lo que se ha hecho mediante el empleo de los casos judiciales que se encontraban en el Archivo General de la Nación (AGN), pero también insertos en la prensa de la época.
En sus inicios, el conflicto se hallaba planteado en el terreno básicamente legal. Leguía, después del golpe de Estado que lo llevó al poder el 4 de julio de 1919, a contrapelo de una práctica que ha signado la historia judicial del país, no destituyó a ningún vocal de la Corte Suprema y ni siquiera al más modesto de los agentes judiciales. Esto constituye un caso curioso si se repara en que numerosos magistrados habían sido designados bajo el imperio de gobiernos contrarios al leguiismo y si se considera que, al justificarse el asalto al Palacio de Gobierno, se adujo que con la sistemática declaratoria de nulidad de los votos practicada por la Corte Suprema —que ejercía entonces la jurisdicción electoral— se cerraría el paso a las aspiraciones presidenciales de Leguía, vencedor en las elecciones de 20 de mayo4.
Se trata igualmente de comprender la actuación política de un segmento intelectual importantísimo: los jurisconsultos. Max Weber no vacilaba en afirmar la existencia sociológica más o menos autónoma de este grupo social, destacando su contribución decisiva en el diseño del Estado moderno5. El interés por conocer la dinámica de su acción social se acrecienta tratándose del leguiismo, que justamente urdió diversos medios para comprometer su apoyo en el proceso de modernización autoritaria que patrocinaba. Resulta pertinente por ello absolver ciertas preguntas: ¿quiénes eran y de qué estratos procedían estos juristas? ¿Qué pensaban del nuevo orden legal? ¿Cómo se comportaban frente al leguiismo? ¿Cómo logró Leguía reclutarlos y movilizarlos en su proyecto de Patria Nueva? ¿Cuál era el grado y hasta dónde llegaba su independencia política? ¿Fue su colaboración asépticamente tecnócrata? ¿Cómo instrumentaba el régimen su participación? ¿Constituían realmente una élite con un sentido de misión?
El cuarto y último capítulo, «El hábeas corpus bajo el volcán», consiste en una suerte de reporte de los numerosos casos judiciales en los que se empleó esta valiosa figura jurídica. Se trata de un calificado instrumento de medición de la independencia judicial. Se ha mezclado en cuanto a las fuentes el aprovechamiento del mejor coto de caza del historiador del derecho: los repositorios judiciales, sobre todo de materiales que se encuentran en el Archivo General de la Nación y en el Archivo de la Corte Suprema; pero también diarios y revistas, en especial La Prensa, que ofrecía información minuciosa del trámite de estas acciones de garantía. También es un modo de tomar el pulso al respeto de la constitucionalidad, esto es, a la subordinación de la ley, los actos y los reglamentos a la Constitución.
Finalmente, el trabajo quiere convertirse en un espacio de encuentro de dos disciplinas que en el Perú han marchado por carriles distintos: la ciencia política y la historia del derecho. A la primera bien pudo habérsele reprochado la carencia de evidencias empíricas, sobre todo de fuentes directas, que convaliden con rigor su desarrollo teórico; la segunda, después de haberse librado de un institucionalismo atemporal, estático y legalista, y tras haber abrazado resueltamente la historia social, requería explicar políticamente la praxis de sus actores: jueces, abogados, litigantes, legisladores y juristas. El Oncenio de Leguía es más que un pretexto para intentar una benéfica conciliación entre las mismas y una estupenda oportunidad para no olvidar que el derecho y el poder se explican y se juzgan mutuamente.
Retrato del presidente Augusto B. Leguía Salcedo, tomada en 1929. Fuente: Repositorio Institucional de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
1 Sánchez, Luis Alberto (1969). Testimonio personal (I, p. 281). Lima: Villasán.
2 Norberto Bobbio y Nicola Matteucci han destacado tres contextos en la definición del autoritarismo, a saber: a) la estructura autoritaria del sistema político; b) los rasgos psicológicos del líder; y c) el autoritarismo de matriz ideológica, asociado preferentemente con el conservadurismo. Sin duda, el autoritarismo profesado por Leguía se inscribiría en una estructura preexistente —que fue tolerada durante el Oncenio— y en la propia configuración del personaje. Véase Bobbio, Norberto & Nicola Matteucci (1982). Diccionario de Política (I, pp. 143-155). 2da edición. Madrid: Siglo XXI.
3 Horwitz, Morton (1992). The Transformation of American Law, 1870-1960. The Crisis of Legal Orthodoxy. Nueva York-Londres: Oxford University Press. También, para América Latina y recientemente, Ramos Núñez, Carlos (2013). Derecho, tiempo e historia. Lima: Legisprudencia.pe.
4 El propio Leguía, en su discurso el 24 de setiembre de 1919, declamado al inaugurar la Asamblea Nacional, aseguró: «El voto de mayo, a pesar de los obstáculos ofrecidos por el poder, brindáronme en las ánforas eleccionarias la consagración del mandato popular. Pero quienes de largo tiempo atrás habiándose imaginado ser los dueños del Perú, prefirieron antes que resignarse a la renovación política que el querer nacional les marcaba, tratar de desconocerlo y atropellarlo». Véase Leguía, Augusto B. (1925d). Discursos y mensajes del presidente Leguía (II, p. 160). Lima: Garcilaso.
5 Weber, Max (1964). Economía y sociedad: esbozo de sociología comprensiva (II, pp. 1060-1061). México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
La Patria Nueva: el entorno
–¡Viva la Patria Nueva!
–¡Que viva...!
–¡Que viva...! [...]
–Este se los gana a todos. Es un demagogo formidable.
–¿Y por qué no va a ser sincero? Eso de la Patria Nueva está muy bien. Estamos hartos de los señorones, de los cogotudos, de los civilistas.
Luis Alberto Sánchez, Los señores. Relato esperpento (Lima, 1983)
Oigo decir que mi Gobierno ha hecho labor de provecho. Quiero creerlo porque trabajé con amor y sinceridad; pero lo hecho es nada ante lo que debemos hacer. Y como es ley de la historia que los pueblos subsistan mientras que los hombres perecen, ya no seré yo, quizá el obrero perseverante de esos trabajos.
Augusto B. Leguía, «Discurso pronunciado en la Universidad de San Marcos» (30 de mayo de 1928)
Tal como sucedió tres décadas antes con otro expresidente en el exilio —el jurista arequipeño Francisco García Calderón—, en los primeros días de febrero de 1919 Lima se aprestaba a recibir en triunfo al candidato del reformismo, que llegaba procedente de Liverpool a bordo de un pequeño paquebote inglés tras una estancia de seis años en Europa. En Panamá un grupo de peruanos le había dado el alcance, mientras que en los puertos norteños de Paita, Eten y Salaverry lo esperaban gruesas comitivas6. Entre tanto, en el Callao, la alborotada ciudadanía dudaba sobre si trasladar al caudillo en un bote impulsado por doce remeros o —más a tono con los tiempos nuevos— conducirlo al muelle en una moderna y democrática lancha a motor. La distancia del Callao a Lima sería