Pero el protagonismo se presenta además como un deber. Yo me sentiría moralmente malo si no fuese protagonista en mi existencia; si delegara mi pensamiento y mi libertad a otra instancia. En otras palabras, si me inhibiese de lo que significa para la persona tener que llevarse a cabo.
Por eso, en el mundo moderno surge y se asienta —con claridad creciente y de un modo progresivo— la idea del protagonismo que nos compete a todos, tanto en el ámbito personal como en la construcción de la sociedad, con sus aplicaciones sociales y políticas. El proceso moderno de emancipación aspira a alcanzar un orden social en el que las instituciones públicas garanticen y promuevan la actuación y el desarrollo del protagonismo de cada ciudadano. Nos encontramos ante una alta concepción del ser humano y de su dignidad.
El protagonismo traído a colación genera, a su vez, el reconocimiento de la autenticidad como un gran valor. Todos reivindicamos autenticidad para nosotros y exigimos autenticidad a los demás. Cada uno de nosotros desea relacionarse con personas que sean auténticas. A alguien que no es auténtico, intentamos evitarlo. Por un lado, esperamos autenticidad de los demás, pero, por otra parte, también la autenticidad se nos presenta como una exigencia personal que nos interpela. En otros términos, la autenticidad se vive como un imperativo ético: no corresponde a la dignidad del ser humano desatender su responsabilidad de ser sí mismo, de pensar por sí y actuar desde sí, de decidir la persona que se es. En el fondo, la autenticidad es expresión de que el “yo” no ha rechazado su dignidad y actúa con conciencia moral, sin dejarse llevar por lo que establecen, en cada caso, las instancias sociales detentoras de poder fáctico, sea político, de opinión pública, laboral, etc.
Sin embargo, la autenticidad, con cierta frecuencia hoy en día, se entiende en unos términos que reducen su alcance antropológico. De un modo más o menos intuitivo, es considerada como equivalente a la expresión “espontáneo”. Parece como si la autenticidad coincidiese sin más con la espontaneidad. Es claro que, en no pocas ocasiones, la actitud o acción auténtica se manifiesta con la caracterización de lo espontaneo. Es más, suele ser uno de los criterios habituales para reconocer un comportamiento auténtico. Sin embargo, autenticidad y espontaneidad no coinciden en el ser humano. La espontaneidad es lo propio de los animales. El animal actúa desde unos impulsos que calificamos de naturales y que se generan de la interacción entre los estímulos que recibe del medio y su dotación biológica: es espontáneo. Es claro que el animal recibe una cierta “educación” a lo largo de su vida, que proviene de su entorno (progenitores, agrupación, ecosistema) y de su experiencia, según la cual modula sus reacciones. En el caso de los animales domésticos, también interviene el ser humano. Cuando uno posee un perro, lo instruye: induce, por ejemplo, que el perrito de algún modo inhiba su espontaneidad para que no haga dentro de casa lo que tiene que hacer en el jardín o para que no haga en la calle lo que tiene que hacer en el parque. De forma natural o cultural, los animales adaptan su impulsividad y adquieren una espontaneidad segunda, mediada por lo “aprendido”. Cuando lo que se induce artificialmente contradice su naturaleza, se dice que el animal ha dejado de ser espontáneo que le han sustraído la autenticidad.
El ser humano se encuentra dotado de una constitución natural genética que se modula con la mediación del contexto, de la experiencia y de lo que recibe de los otros. Sin embargo, también le caracteriza su capacidad racional y su libertad. Es protagonista en su existencia y configura, con sus elecciones, el “quién” que es. De ahí que en el ser humano la autenticidad sea mucho más. Autenticidad significa que el comportamiento y la personalidad que cada uno va forjando sean plenamente humanos.
La experiencia demuestra que, por desgracia, no toda acción espontánea es auténticamente humana. Hay ocasiones en las que las reacciones desdicen de la dignidad humana, por muy espontáneas que sean. Un arrebato de furia o la insensibilidad y ausencia de compasión ante el dolor o la penuria de un indigente no son humanos, aunque respondan al temperamento de la persona en cuestión. Escudarse en el temperamento no excusa la falta de humanidad que puede corresponder a un modo de comportarse. Lo auténtico no es lo que brota espontáneamente, sino lo que cada uno va haciendo consigo mismo, según una serie de actos libres en los que se expresa verdaderamente “lo humano”. Una persona es tanto más auténtica cuanto más libre y humana sea. Repárese que, desde estas consideraciones, se empieza a intuir que existe una correspondencia insoslayable entre libertad y humanidad: entre ser libre y ser auténticamente humano, entre ser sí mismo de modo cabal y comportarse con humanidad. En consecuencia, la educación debe promover una ganancia en humanidad y, por ello, en libertad.
En la modernidad, como veíamos, se afirma un alto concepto de la dignidad de la persona, que se expresa en el protagonismo y en la autenticidad, como exigencia irrenunciable, como derecho y deber. Precisamente por eso, consideramos la falta de autenticidad como alienación, es decir, como enajenación: el yo se va haciendo ajeno a sí mismo. Como acabamos de constatar, la autenticidad consiste en ser humanos; sin embargo, eso no se puede dar por descontado. En la historia, también reciente, y en la experiencia de cada uno, hay demasiados testimonios —desgarradores en no pocas ocasiones, por desgracia—, para olvidar con ingenuidad que garantizar y promover lo humano no es algo meramente espontáneo.
Preservar y promover lo humano es lo propio de la ética. Por eso, libertad y autenticidad se entrelazan con el discurso ético. Cuando se desligan, se cae en la alienación, ya sea porque se renuncia a la libertad —se rechazan el protagonismo y la autenticidad— o porque se actúa de un modo inhumano. En ambos casos, la persona se enajena, en el sentido estricto del término: pierde su yo, su humanidad. El proyecto de la modernidad, asumido en su alcance antropológico, está llamado a subrayar la importancia de la instancia ética en la existencia y, por ello, debería instar a retomar las cuestiones ontológicas de la identidad y teleología del ser humano: en qué consiste lo humano (identidad) y cómo se lleva a cabo lo humano (en dónde radica su fin: teleología).
Sin embargo, en el contexto contemporáneo, no siempre se constata una conciencia ética a la altura de un concepto completo, no sesgado, de dignidad humana. Tampoco se percibe el desarrollo de un discurso acerca de la identidad y sentido (telos) de lo humano con entraña ontológica. ¿Por qué?
La pregunta es, sin duda, comprometida. No es sencillo hacerse cargo de un contexto cultural, ni elaborar una comprensión equilibrada de las corrientes imperantes en una sociedad. Son muchos los elementos y dinamismos para pretender expresar en dos líneas la idiosincrasia de una cultura con su multiplicidad de agentes y factores. De todos modos, solicito indulgencia para intentar dar una primera respuesta a la pregunta formulada, para obtener alguna indicación de cara al tema que nos hemos propuesto: la relación entre educación e inspiración cristiana, en el marco cultural de hoy. Es evidente que la pregunta enunciada requiere análisis y elaboraciones de mayor envergadura, pero volver la mirada hacia lo que caracteriza el marco cultural de nuestra sociedad nos puede ayudar a comprender mejor la naturaleza y el alcance del quehacer educativo, vivificado por la fe.
2. Desafíos de la posmodernidad
Nuestro contexto suele denominarse posmoderno. Con este término se pretende indicar una de las claves para adentrarse en la cultura en la que nos encontramos. No hay que entender esa expresión en su acepción simplemente cronológica, como la época que sucede a la modernidad, sino con un significado cultural. En este sentido, un modo de acercarse a la comprensión de la posmodernidad estriba en prestar atención a cómo nos entendemos hoy con referencia a la modernidad.
En una palabra, la posmodernidad se sitúa de un modo dialéctico o ambivalente ante la modernidad. Me explico. Por un lado, se continúa un proyecto; por otro, se critica el enfoque desde el que se ha intentado la realización de dicho proyecto, enfoque que ha conducido a las ideologías de los dos últimos siglos. Se retoma el proyecto moderno de emancipación, reivindicando la dignidad y la libertad del sujeto, pero a la vez se rechaza la presunción de la primera modernidad; se rechaza el intento de llevar a cabo una emancipación apelando a una razón humana absoluta, es decir, capaz de hacerse con una verdad universal y, por ello, promotora de un progreso indefinido, porque el hecho