Lo dicho, llevado al campo de la filosofía, significa percatarse de que la realidad, propia y ajena, es ante todo un don. Nosotros somos capaces de muchas cosas. La naturaleza origina un sinfín de seres y eventos. Sin embargo, ni nosotros ni la naturaleza podemos dar el “ser” en cuanto tal, desde la nada; siempre lo damos por supuesto. Porque, curiosamente, el “ser” es algo que nos excede, tanto a los seres humanos como a los dinamismos de la naturaleza. El “ser” lo presuponemos, ni lo causamos ni lo aniquilamos. Las virtualidades técnicas de la humanidad y los procesos causales de la naturaleza consisten en un transformar algo que preexiste: la fabricación de un producto, la obtención de energía atómica, la evolución del universo, etc., consisten siempre en un devenir de algo que ya existe. Dar el ser desde la nada absoluta, por el contrario, supone una novedad absoluta, que no se encuentra al alcance de nuestras posibilidades ni de las posibilidades de la naturaleza. De ahí que su semántica corresponda más a la del don que a la del producir o evolucionar. Y si es un don, descubrimos que hay alguien que lo dona.
Evidentemente, también cabe la opción —positivista, emancipadora o resignada— de afirmar que los regalos simplemente están ahí; que no son regalos, sino simplemente eventos de los que solo podemos decir que acontecen. Ahora bien, al margen de la inconsistencia intelectual que esta actitud pueda denotar, es claro que desemboca en la senda del nihilismo: no hay nada más que lo inmediato; más allá, nada.
c) La tercera indicación del metafísico se dirige al enfoque de la existencia. Si la verdad última del ser —por encima de todos los interesantísimos e imprescindibles conocimientos que las ciencias nos pueden otorgar— estriba en que es un don, dádiva de alguien que nos tiene en suma estima, entonces es posible percatarse de que la verdad última de la propia existencia, de cara a la tarea de llevarse a cabo a uno mismo, consiste en darse. El ser humano se realiza en su humanidad no cuando encara la vida con una actitud egocéntrica, sino con la actitud de quien procura dar y darse. De nuevo se presentan dos opciones: la de constituir una sociedad que apela a unas determinadas conductas cívicas que acaban asentándose en principios individualistas, o la de intentar edificar esas conductas sobre la actitud que se inspira en la página evangélica del “buen samaritano”.
De lo visto hasta ahora, cabe concluir que —desde la perspectiva a la que conduce la metafísica— se puede obtener alguna indicación de interés de cara a la comprensión de lo que significa educar. Sobre todo, si esa metafísica no se recluye en un racionalismo, sino que se abre a una palabra que procede de una instancia que la trasciende: la fe.
Las páginas que siguen son el resultado de unas jornadas de reflexión sobre la tarea educativa, llevadas a cabo por una prestigiosa institución catalana de centros docentes. Para facilitar el diálogo entre directivos, profesores y padres, se solicitó la intervención de algunas personas que, desde fuera, pudieran sugerir algunas ideas. A mí se me asignó la cuestión de la inspiración cristiana de un centro educativo, cosa que intenté llevar a cabo desde mi competencia académica y, por supuesto, sin ningún propósito de ser exhaustivo. El resultado de la conferencia, con el interesante debate que hubo a continuación, constituye el primer capítulo de este opúsculo. Se ha preferido mantener el tono del discurso y del diálogo para facilitar la evocación de esas jornadas en todos aquellos que participaron. Pido al lector que accede por primera vez al texto la indulgencia de aceptar el estilo ligero de la primera parte.
Como en las cuestiones planteadas durante el debate y en las conversaciones en pequeños grupos que entablamos al acabar la sesión, surgieron aspectos que deberían ser explicitados, me ha parecido oportuno adjuntar a la conferencia un par de textos, anteriores, que provienen de una revista de pensamiento de Barcelona (Temes d’avui) y de una publicación editada en Roma (Perspectivas de cultura cristiana). Sus contenidos podrán facilitar la comprensión de alguno de los aspectos aludidos en la conferencia. Como es obvio, nos limitaremos a considerar alguno de los muchos aspectos que se pueden tratar cuando se habla de lo que es la inspiración cristiana de la tarea educativa; pero se trata de aspectos que, en mi opinión, no se pueden desdeñar.
Hace años, la misma institución educativa pidió al pensador Carlos Cardona, ya fallecido, una serie de sesiones para el profesorado sobre la ética en la tarea educativa, y lo hizo brillantemente partiendo de algunas ideas centrales de nuestro contexto contemporáneo. Resultado de esas jornadas fue un libro titulado Ética del quehacer educativo[1]. Con el objeto de retomar aquellas sugerencias, se ha querido titular el presente volumen, quizás con excesiva audacia si se compara con el anterior, Inspiración cristiana del quehacer educativo. Si la lectura de estas páginas despertara la conciencia de la grandeza de la tarea educativa y el interés por no perder altura en el ejercicio de esa vocación de enseñar, me daría por más que satisfecho.
A todos los educadores, con la trascendencia que supone su profesión, se dedican estas líneas. Y, si se me permite, en especial, a las profesoras y profesores de religión, por su inapreciable quehacer educativo.
L. R.
[1] CARDONA, C., Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 2011.
I.
IDENTIDAD E INSPIRACIÓN CRISTIANA DE LOS CENTROS EDUCATIVOS
1. Libertad y autenticidad
La cuestión que nos planteamos en esta jornada de reflexión puede despertar a priori diferentes reacciones en los presentes. Para algunos, podrá parecer una temática sin excesivo interés, porque la relación entre educación —y centro educativo— e inspiración cristiana, está fuera de dudas. Sin embargo, para otros, se antojará complicada en exceso o incluso inconveniente, en un contexto cultural en el que no son escasas las voces que postulan una dicotomía entre razón y libertad, por un lado, y fe cristiana, por otro. En mi opinión, volver sobre la relación entre el quehacer educativo y la inspiración cristiana tiene por objeto, no solo dirimir la citada dicotomía y reivindicar la legitimidad humana y cívica —y, por ello, democrática—, de una educación que, respetando escrupulosamente la libertad, presta atención a la riqueza antropológica, cultural y religiosa del cristianismo, sino también adentrarse en dicha relación para ser más conscientes de su relevancia.
Por lo dicho y para abordar el tema con mayor rigor, me parece imprescindible detenernos muy brevemente en el contexto contemporáneo. Nosotros somos herederos de una cultura que se forja durante la época moderna: un movimiento histórico imperante en Occidente de más de cuatro siglos, en los cuales se va formando lo que hoy en día constituye el humus cultural en el cual nacemos, crecemos, nos desarrollamos y nos educamos.
En el seno de este proceso histórico memorable, una de las grandes ideas que trasversalmente va recorriendo todo el arco de la modernidad es la idea de la dignidad de la persona humana. Ciertamente es un concepto que posee raíces cristianas, si bien sus primeras formulaciones, todavía de carácter unilateral, se encuentren en el pensamiento clásico. Grandes prohombres grecolatinos atisban y se adentran en lo que cabe denominar humanismo clásico: una afirmación del carácter irreducible del ser humano, de su razón y libertad, de sus derechos, del papel activo que le corresponde en la sociedad. Sin embargo, la idea de dignidad que subyace en sus logros filosóficos, jurídicos, políticos, etc., se aplica de un modo limitado a los “ciudadanos” de la polis correspondiente, pero no a todo ser humano.
Con el cristianismo, irrumpe una concepción de la dignidad de la persona humana que corresponde a toda mujer y hombre, con independencia de su nacimiento, de su origen, de su sexo, de que incluso haga las cosas bien o las haga mal. Nadie puede arrebatar a persona alguna esa dignidad.
Volvamos al contexto actual. La dignidad de la persona humana que se forja en la cultura moderna se expresa, de un modo progresivo, en la convicción de que dicha dignidad conlleva que cada uno de nosotros posea el derecho y el deber de ser protagonista de su existencia. Ese “protagonismo” deriva de la identidad constitutiva del ser humano, en cuanto ser racional