Cuando murieron mis dioses. María Ana Hirschmann. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Ana Hirschmann
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Религиозные тексты
Год издания: 0
isbn: 9789877981162
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muchos de esos jóvenes habíamos trabajado juntos en las organizaciones juveniles y, cuando partieron para recibir instrucción militar y luego ir al frente, les prometí escribirles con puntualidad. Cumplí con todos ellos.

      La primera de las cartas que me fue devuelta era una que le había escrito a Flutl, un joven amigo de la adolescencia. Se trataba de un muchacho alto, rubio, a quien yo admiraba por su sonrisa cautivante, sus limpios ojos azules, su entusiasmo contagioso y su sinceridad.

      Durante semanas, no podía creer que estuviera muerto. No, no lo lloraría. No se esperaba eso de una joven nazi, porque morir por la causa se consideraba un altísimo honor. ¿No era el sacrificio propio el objetivo final de todo ser humano? ¿No degradaría el llanto su noble muerte?

      Podía dominar mis lágrimas, pero no la perplejidad de mi alma. El muchacho era hijo de padres ancianos. ¿Por qué tuvo que morir? La vida no era más que un enigma.

      Varias veces, mis cartas volvieron con el sello fatal. En dos ocasiones, la redacción era distinta: Vermisst and der russischen Kampffront [desaparecido en el frente ruso]. Eso era más terrible que el sello que comunicaba la muerte, porque significaba incertidumbre, prisión, Siberia. Durante años, mantenía en agonía mental a sus familiares, que esperaban que el muchacho sobreviviera de algún modo y regresara al hogar.

      La correspondencia ayudaba a soportar la guerra. Como todo el mundo sabía, las autoridades habían ordenado que, en caso de emergencia, el despacho de cartas tenía prioridad sobre el de alimentos. Los soldados podían soportar el hambre siempre que recibieran cartas. El plan funcionaba en ambos sentidos. Para nosotros, era mucho más fácil olvidarnos de la escasa ración y de los reclamos del estómago cuando disponíamos de cartas interesantes para leer.

      Cierto día de la primavera de 1942, salí de las clases para recibir mi correspondencia. Entre las cartas, noté un sobre largo y delicado, escrito con una letra que me resultaba desconocida. No podía entender el nombre del remitente. Me fijé nuevamente en la dirección, para estar segura de que era para mí, y lo era. Abrí el sobre y comencé a leer. Entonces, me senté con un murmullo de satisfacción, y llamé a una muchacha amiga para que viniera a ver.

      ¡Quién lo hubiera creído! Unos meses antes, Anneliese, mi amiga, y yo habíamos escrito cartas dirigidas a un “soldado desconocido”. Algún funcionario del Gobierno había iniciado una campaña para que se enviaran más cartas dirigidas al frente de batalla, y había sugerido que se escribiera a soldados desconocidos. Puesto que en el sobre había que especificar que la carta iba al frente y no requería franqueo, la idea había cundido rápidamente. Casi cada persona escribía por lo menos a un soldado desconocido.

      Un día lluvioso, mi amiga y yo escribimos una carta, cada una, a un soldado desconocido, a quien imaginábamos apuesto y valiente. Como a mí me encantaban los uniformes azul y oro de la marina, y ninguno de mis amigos había ingresado en la Armada (la elección normal era el SS), dirigí mi coqueto sobre “A un soldado desconocido de la Armada Alemana”. Pusimos las cartas en el buzón, riéndonos de la ocurrencia.

      Pasó el tiempo y, como no hubo respuesta, pronto nos olvidamos del asunto. De todos modos, no nos había resultado muy cómodo escribirle una carta a alguien que no la había solicitado. Ese procedimiento no coincidía con nuestro concepto de la etiqueta o nuestro estricto código del orgullo femenino.

      Seis meses después, tenía en mi mano la respuesta a mi carta casi olvidada, y mis curiosas compañeras se ofrecían gentilmente para ayudarme a descifrar lo que yo no pudiera leer. Enseguida, me pareció que quien escribía era un hombre bien parecido, inteligente, culto, amigable y digno de confianza. Había enviado la carta desde un campo de instrucción para oficiales, y se revelaba activo y ambicioso. Contesté inmediatamente, y también él.

      A medida que nos escribíamos, el marino comenzaba a ocupar un lugar cada vez más especial en mi corazón. Su letra grande, que evidenciaba confianza, ocupaba mucho papel. Sus cartas, por su volumen, pronto fueron bien conocidas por el cartero y nuestra directora. Al principio, ninguno de los dos hizo mención de los sentimientos que lo animaban hacia el otro, pero nos escribíamos cada vez con mayor frecuencia.

      Cuánto significaban esas cartas para mí lo vine a saber después de un año. De pronto, no llegaron más. Pasó una semana, pasaron dos, tres, cinco.

      Yo esperaba, y me apenaba. ¿Me entregarían un día la última carta que le había enviado con el temido sello Vermisst...? Escuchaba con ansias las noticias que diariamente transmitía la radio sobre la armada, especialmente las relacionadas con submarinos. Ese año, Rudy se desempeñaba como tercer oficial en uno de ellos, y yo sabía algo de los riesgos que corrían esos hombres.

      Las chicas me hacían bromas, divirtiéndose con la tristeza que sentía por un hombre desconocido. Aunque yo lo negaba, no convencía a nadie. Comencé a preguntarme: “¿No estoy haciendo el ridículo? Todo lo que sé de él es lo que me ha enviado en esas abultadas cartas, más una fotografía y unos pocos libros. ¿Por qué me había de preocupar tanto por una persona a la que nunca he visto y que quizá nunca vea, alguien a quien probablemente no le interese nada de mí? O tal vez se interese, como me intereso yo. ¿Por qué escribía tan a menudo, y cartas tan extensas? Quizá su nave se hundió, o simplemente ha decidido dejar de escribir”. Sin embargo, en mi interior sabía que no había muerto, y que algún día nos encontraríamos, en alguna parte. Había llegado a formar parte de mi vida. Debía creer en él y en su futuro.

      Cuando después de largas semanas llegó su siguiente carta, la directora esperó hasta después de la cena para entregármela. Yo estaba tan delgada que pensó que me haría bien comer primero para después leer una epístola de veinte páginas.

      Abrí el sobre, reprimiendo lágrimas de felicidad y sin hacer caso de las pullas de mis compañeras. La primera lectura de la carta fue rápida; la segunda y la tercera, pausadas y cuidadosas.

      Rudy había salido varias semanas en misión de patrulla. En realidad, eran viajes en los que se dedicaban a la piratería. Su carta era un diario y no había podido despacharla durante semanas. Por orden superior, no podía mencionar algunas cosas, pero contaba todo lo permisible. Nunca me interesó saber cuántos barcos habían torpedeado o dónde había operado su nave; deseaba saber de él personalmente. En un párrafo de su carta, decía: “Cuando estoy en el puente durante las largas horas de mi turno de la noche, levanto los ojos y miro las estrellas. Y me pregunto si estarás dormida o mirando las mismas estrellas. Algún día, mi querida corresponsal, vamos a encontrarnos, y estoy ansioso por conocerte”.

      Ahora era el momento de hablar con las estrellas nuevamente. ¡Tenía saludos para enviar! En algún lugar del océano, viajaba una pequeña nave. En ella, iba un oficial de ojos castaños y amplia frente. Tal vez miraba las estrellas esa noche, como lo estaba haciendo yo. ¡Cuántos sueños se agolpaban en mi mente! Pero nunca me hubiera atrevido a descubrir mis sentimientos en palabras. Nuestra amistad parecía tan hermosa y frágil que las palabras hubieran destruido su belleza.

      En la primavera de 1944, hacía casi tres años que habíamos comenzado a escribirnos, y todavía no podíamos hacer otra cosa que soñar y esperar. ¿Nos encontraríamos alguna vez? ¿Qué íbamos a decirnos?

      Como la guerra se agravaba, ese verano nos sacaron de la ciudad y nos llevaron a los montes Sudetes. Los alemanes habían olvidado lo que eran las vacaciones; nosotras, también. Me nombraron supervisora de un grupo de muchachas que debía trabajar en pesadas labores agrícolas. Los hombres que se dedicaban a eso estaban en el frente de batalla. Con desesperación, las mujeres plantaban, cultivaban y cosechaban, mientras aprendían a hacer el trabajo de los hombres, y debían hacerlo más rápidamente.

      Nos dolían los brazos de rastrillar, arrancar y levantar desde la mañana hasta la noche. Pero todas entendíamos. La mujer del agricultor ausente, en cuya casa trabajábamos, era suave y maternal, pero se la veía macilenta y agotada. Cada día me ponía algo de comida extra en el bolsillo de mi delantal. Yo trataba de retribuirle mostrándole mi aprecio con un trabajo más diligente. Nos hicimos muy amigas.

      El alimento extra, el sol del verano y los largos períodos de ejercicio al aire libre me hicieron muchos favores.