A pesar de la excitación de la partida, me entristecí. Sentí un ligero temor y cierto presentimiento al mirar el rostro silencioso de mi madre, surcado por cientos de pequeñas arrugas. Algo me resultaba enigmático en su aspecto. Sus ojos expresaban una profunda preocupación, que yo había observado solo dos veces antes. ¿Por qué se la veía tan afligida? Este debía ser un momento feliz. Nos separábamos, sí, pero yo iba camino a un gran futuro y muchos honores, y ella también participaría un día de lo mismo. ¿Entonces?
La primera vez que la había visto así, tan irremediablemente triste, yo tenía unos pocos años. Habíamos estado peleando con mi hermano Sepp, tres años mayor que yo. Él me había estado molestando, como lo hacía bastante a menudo, hasta que perdí la paciencia y comencé a castigarlo en la espalda con mis puños, mientras le gritaba con furia.
De pronto, él se dio vuelta, y me dijo:
–¡Mira, déjate de chillar! ¿No sabes que no eres mi hermana? Yo sí soy hijo aquí, y tú eres una cualquiera, una huérfana. ¡Mi madre no es tu madre!
Lo miré fijo, y le respondí:
–Ahora mismo voy a contarle a mamá lo que has dicho. ¡Ya te arreglarás con ella!
–¡Ve y cuéntale! Es mi madre, no la tuya; tú eres una...
Irrumpiendo en la cocina, abracé a mi madre y me quejé:
–Sepp miente, ¿no es cierto, mamá? Dice que tú no eres mi madre.
Delicadamente, quitó mis brazos de su cintura y, con voz suave, comenzó a decir:
–Marichen, tu hermano dice la verdad. No soy tu madre real. Tu mamá murió cuando eras muy pequeñita. Antes de fallecer, te trajo a mi casa y te puso en el banco de madera junto a la cocina de hierro. Nosotros te adoptamos. Tu papá nunca escribió ni preguntó por ti. La gente dice que se ha casado nuevamente. Así que, tú eres mi hija, Marichen, y yo cuidaré de ti.
–Sepp –dijo, volviéndose a su hijo–, pienso que a Jesús no le agradó lo que has hecho. ¡Fue poco amable de tu parte haberlo dicho así!
Esa fue la primera vez en que mi mundo se hizo pedazos. Me quedé sollozando, hundida en el delantal remendado de mi madre, mientras Sepp abandonaba la cocina, evidentemente avergonzado.
Mi madre me acarició el cabello despeinado, me limpió la nariz y aguardó hasta que cesara mi llanto. Sus ojos me decían que sufría conmigo. Se había posado una sombra en nuestros corazones pero, desde aquella misma hora, la amé aún más intensamente.
La segunda vez que noté agonía en sus ojos ocurrió unos pocos meses antes de mi partida. La guerra había comenzado en 1939, un año después de que las tropas de Hitler ocuparan Checoslovaquia. Todos los hombres jóvenes habían sido llamados a las armas y Sepp, el menor de los varones, tuvo que partir. Todos nos entristecimos, aunque no era la separación, en realidad, lo que más le preocupaba a mamá. Sabía que los hombres debían ir a la guerra. Eso formaba parte de la vida en Europa: el abuelo había luchado en la Guerra Franco-Prusiana; y papá, varios años durante la Gran Guerra. A ella le dolía que su hijo tuviese que matar a otros seres humanos, y temía que Hitler no hiciera excepciones, porque las leyes nazis eran inflexibles. También sabía que ese criterio suyo era considerado peligroso y cobarde, según el juicio del líder del partido en el pueblo. ¡“Heil Hitler” para todo! Era lo único que valía.
Sepp mismo no parecía preocupado por el hecho de que tuviera que irse. Las noticias que, diariamente, se transmitían por radio daban cuenta de los triunfos que se obtenían en todos los frentes de batalla, y él era joven, fuerte y bien dispuesto para ayudar a ganar la guerra. Se lo veía elegante con su uniforme nuevo; y antes de partir, una muchacha del pueblo le había susurrado una promesa al oído. El futuro le pertenecía. Después de todo, la guerra terminaría pronto. Sin embargo, parecía que mamá pensaba distinto, porque lo despidió con mucha tristeza.
Y ahora que yo me iba, ¿por qué me miraba con los mismos ojos desconsolados? ¿Acaso me enviaba a la guerra? ¿No se daba cuenta de cuán afortunada, feliz y ansiosa me sentía? No era momento de entristecerse, sino de regocijarse, porque yo había sido elegida de entre muchos miles de estudiantes para ser mejor educada en una de las escuelas especiales de Hitler. Había sido seleccionada luego de muchas pruebas practicadas en la escuela y en campamentos especiales, lo que significaba un gran honor. La gente del pueblo sentía envidia de los así elegidos, y yo desbordaba de gozo. Ahora partía hacia la nueva escuela nazi. Algún día sería líder. ¿Por qué mi madre no se alegraba conmigo?
El tren ya estaba en marcha. Mamá levantó su rostro, extendió sus brazos hacia mí, y clamó:
–¡Marichen, Marichen, nunca te olvides de Jesús!
Yo sonreí y le respondí:
–No te preocupes, madre querida, ¿cómo podría olvidarme de ti y de Dios?
¿Por qué se afligía mamá por una cosa así? ¿No me había enseñado a amar a Dios? ¿No había yo orado junto a ella desde mi niñez? ¿No conocía mi Biblia? ¿Y los himnos que habíamos cantado juntas en la galería de la casa y en la iglesia? Para mí, Dios era como mi madre; y mi madre, como Dios. Siempre que oraba a mi amigo Jesús, solo podía imaginarlo con ojos de color gris azulado, como los de mi madre.
El tren ganaba velocidad. En la distancia, que aumentaba la lejanía, se recortaba una figura solitaria que agitaba un pañuelo blanco. Con el brillante sol de la mañana a sus espaldas, su cuerpo se empequeñecía rápidamente. Levanté mi mano al tiempo que saludaba: “¡Auf Wiedersehen! ¡Auf Wiedersehen!” [¡Adiós! ¡Adiós!], hasta que una curva la quitó de mi vista. Al rodar, las ruedas parecían decir: “Adiós, madre; adiós, madre”. El pueblo quedó atrás. Ahora solo pensaba en lo maravilloso que sería llegar a la ciudad. Mi corazón comenzó a cantar y parecía que, junto con las ruedas, decía: “¡Vamos a Praga! ¡Vamos a Praga!”
Capítulo 2
Fui alumna de una escuela nazi
El tren llegó a la gran estación terminal de Praga, y descendí a la plataforma. Apenas podía creer que no estaba soñando. ¿Sería posible que a mí, campesina anónima de un lugar cualquiera, se me permitiera ver Praga, la ciudad más grande de mi país? Y no había venido solo de visita, sino para vivir y estudiar en uno de los nuevos centros de instrucción de Hitler. ¿Cómo podía ser tan afortunada?
A la ciudad, los jóvenes alemanes la llamábamos con admiración “Die Goldene Stadt” [la ciudad dorada], luego de haber visto una popular película en colores producida por los nazis, que mostraba hermosas escenas de Praga. ¡Ahora yo estaba ahí! Asombrada, me detuve y miré a los miles de extranjeros que se movían aquí y allá en la atestada y bulliciosa estación. ¡Cuánta gente había en el mundo! Sosteniendo con firmeza mi abrigo y mi vieja valija, me dirigí hacia la puerta, pensando en qué idioma le preguntaría al guarda qué tranvía debía tomar. Yo hablaba el alemán, mi lengua materna; y también, el checo. Sabiendo con cuánta vehemencia el pueblo checo, amante de la libertad, odiaba el régimen y el idioma germanos, no sabía qué hacer.
Tímidamente, me acerqué a un oficial uniformado y comencé a hacerle preguntas en alemán. Al ver que en su rostro aparecían signos de desagrado, rápidamente cambié al checo. Me dio unas indicaciones, y al rato ya estaba sentada en algo parecido al asiento de un tranvía, mirando con curiosidad por la ventanilla.
¡Qué viaje largo fue aquel, atravesando casi toda la ciudad! A medida que pasábamos por calles y edificios, trataba de reconocer los lugares históricos que había visto en la película, pero al final tuve que desistir. Era simplemente demasiado. Sin embargo, vi unos puentes maravillosos y el famoso castillo Hradčany,