Cuando murieron mis dioses
María Ana Hirschmann
Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.
Índice de contenido
Capítulo 1: ¡Adiós, madrecita!
Capítulo 2: Fui alumna de una escuela nazi
Capítulo 3: Noviazgo con un desconocido
Capítulo 4: ¿Creer en el amor, en la guerra?
Capítulo 5: “No entres esta noche”
Capítulo 6: Mejor soltera y fugitiva...
Capítulo 7: Escapada a través de la tierra de nadie
Capítulo 8: ¿Son iguales todos los soldados?
Capítulo 9: Encuentro emocionante
Capítulo 10: Así encontré mi amor
Capítulo 11: Nace la esperanza
Capítulo 12: “¡He visto a Dios obrar un milagro!”
Capítulo 13: Frente a una nueva aventura
Cuando murieron mis dioses
María Ana Hirschmann
Dirección: Luis Lamán S.
Diseño del interior: Giannina Osorio
Diseño de tapa: Romina Genski
Ilustración de tapa: Agustín Riccardi
Libro de edición argentina
IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina
Primera edición, e - Book
MMXX
Es propiedad. © 2013 Pacific Press Publ. Assn. © 2016 Asociación Casa Editora Sudamericana. Publicado con permiso de los dueños del Copyright.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-798-116-2
Hirschmann, María AnaCuando murieron mis dioses / María Ana Hirschmann / Dirigido por Luis Lamán S. / Ilustrado por Agustín Riccardi. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.Libro digital, EPUBArchivo digital: onlineISBN 978-987-798-116-21. Experiencias religiosas. 2. Novelas de la vida. I. Lamán S., Luis, dir. II. Riccardi, Agustín, ilus. III. Título.CDD 248.83 |
Publicado el 30 de marzo de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
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Capítulo 1
¡Adiós, madrecita!
El tren silbó con estridencia, y la onda sonora se multiplicó en las calles estrechas del antiguo caserío. Me asomé a la ventanilla y sonreí, mientras miraba los melancólicos ojos gris azulados de mi anciana madre.
Se hallaba de pie en la plataforma de la estación. Sus fatigados hombros, algo caídos; su fino pelo blanco, echado hacia atrás, rematando en un menudo rodete; su pequeña figura, toda con un aspecto de endeblez y desamparo, que se me antojaba como un juguete de la brisa que soplaba a esa temprana hora.
Durante siglos, la gente de mi tierra natal, los Sudetes de Checoslovaquia (actualmente, República Checa y Eslovaquia), ha luchado para arrancar el sustento de un suelo montañoso, y ese esfuerzo por la supervivencia les ha llenado de arrugas el rostro y el corazón. Son poco dados a hablar y a las exteriorizaciones de afecto; pero ahora que me marchaba del hogar mi madre me besó. Había hecho lo mismo con cada uno de los cuatro hijos mayores en iguales circunstancias. El mismo viejo tren los había separado del hogar y de la madre, y ahora también me iba yo, último polluelo que abandonaba el nido.
Mi madre volvería a su acogedora y pulcra casita debajo de los cerezos. Encontraría todo en orden, tranquilo y vacío. Las cosas se le harían más fáciles y, tal vez, a papá también. Ya no tendrían que trabajar tanto y tan duro. Quizá mejoraría la salud de papá, porque sus tareas extenuantes como albañil y agricultor lo habían dejado enfermo y con el genio áspero.
Papá y yo nunca habíamos sido buenos amigos. De baja estatura, rostro delgado cruzado por un mostacho negro, parco en palabras, severo, a menudo encorvado de dolor por una enfermedad del estómago, era un celoso miembro de su iglesia, pero con pocas expresiones de amor. Sus ideas de una familia patriarcal, donde el padre debía gobernar con mano de hierro, y la esposa y los hijos someterse en silencio, chocaban muchas veces con mi temperamento juvenil, orgulloso e indomable. Trató de dominarme con un cinto de cuero y con hambre. No, yo nunca me atreví a contestarle cuando me reprendía. Sabía bien lo que pasaría. Sin embargo, mis dientes apretados, mis puños cerrados y mis ojos que lanzaban llamaradas eran señales inequívocas de rebelión que, con frecuencia, le provocaban raptos de ira.
¡Pobre madrecita! Ella había sido la mediadora durante todos esos años, y los latigazos verbales que, tan a menudo, había sufrido por culpa mía habían constituido el mayor y más doloroso castigo que tuve que soportar. Únicamente sus ojos llorosos y suplicantes podían –¡a veces!– aplacar mi rebelión. Yo era capaz de hacer cualquier cosa por ella, aun disculparme.
Sabía que mi tozudez obraba como veneno sobre el estómago de mi padre y que eso le había producido dolores innecesarios. Ahora me iba y, sinceramente, deseaba que mi padre se sintiera tranquilo y mejor, para bien de mi madre.
Observé sus manos callosas, con las venas sobresalidas. Habían trabajado durante tantos años plantando, limpiando, lavando, planchando, fregando, cosechando, desde el alba hasta el anochecer. Nunca vi a mi madre moviéndose con desgano. Los únicos momentos tranquilos de que disponía eran cuando se realizaba el culto familiar o cuando estaba dedicada a su devoción personal, antes de acostarse. Ahora yo me iba y sus manos tendrían más reposo. Podría leer su Biblia durante la tarde, y eso me alegraba.
La ennegrecida locomotora se puso en movimiento, en medio de seseantes resoplidos y una nube de humo. Por sobre los vagones, volaban chispas y cenizas. Yo reía, divertida. Ese tren me estaba ayudando a cumplir un sueño. Me llevaba al ancho mundo. Poco sabía yo lo que significaba, pero estaba ansiosa, y dispuesta a hacer el intento y salir.
No era que