Cuando terminó el verano y el estudiante finiquitó su trabajo en el negocio para prepararse a volver a sus actividades escolares en lo que sería su tercer año de secundaria, el balance monetario que realizó a solas en su habitación era más que positivo. Fue tanto que le consultó a Eric qué podía hacer con el dinero. Este le hizo ver que lo mejor era ir al Banco y abrir una cuenta de ahorro, a lo que el muchacho le respondió que le daba vergüenza hacerlo, ya que si bien para él la suma recolectada era importante, para el Banco sería casi una miseria que no calificaba para la apertura de una cuenta. El párroco le respondió que estaba equivocado, pues había un sistema especial para recibir los ahorros de dueñas de casa y de personas como él, por lo que no causaría sorpresa alguna su requerimiento. Para Daniel ingresar al Banco, donde no había estado nunca, y acercarse a un dependiente en la sección ahorros fue toda una experiencia que no estuvo exenta de nerviosismo. El empleado bancario se percató de ello y lo atendió de la mejor manera, haciendo hincapié en que le consultara a él toda duda que tuviera en ese instante o en el futuro. Le agregó que podía retirar parte de su dinero cuando tuviera cualquiera necesidad y que no había límite para ello, por más pequeña que pudiera aparecer la suma requerida. El estudiante tomó el fajo de billetes que tenía y se los pasó, restando previamente una suma destinada a su madre y otra pequeña para lo que podrían ser sus gastos más próximos. Luego abandonó el Banco con su libreta de ahorros en el bolsillo, teniendo la idea de que la sensación que lo invadía debía ser similar a la de un hombre de negocios en Londres cuando había realizado una importante operación bursátil en la Bolsa de Comercio.
Un aspecto sustantivo en esa etapa de su vida eran los diálogos con Elizabeth, los que se veían incrementados domingo a domingo. Se, estableció una relación que no pasó inadvertida para ninguno de los habituales a las citas de los domingos, incluyendo lógicamente a los padres de la niña. De allí es que el penúltimo domingo, previo a la entrada al colegio, y cuando ya estaba por terminar sus labores en el negocio de Mr. Lodge, se atrevió a invitarla a un lugar muy conocido y especial en pleno centro de la ciudad a tomar una taza de té a las cinco de la tarde del domingo siguiente. Ella le dijo que lo consultaría con su madre, cosa que hizo en ese mismo instante. Al obtener una respuesta positiva, el corazón de Daniel dio una verdadera vuelta de emoción, la que lógicamente no dejó traslucir. Quedaron en juntarse al domingo siguiente a las cinco de la tarde a los pies del monumento a Grey, ya que el local elegido estaba a corta distancia de ese sitio. Para suerte de Daniel ese domingo fue un día soleado, lo que hizo que todo resultara más grato. En ese encuentro ambos hablaron de cosas triviales, especialmente de las experiencias que cada uno había tenido en el colegio y cómo veían el nuevo periodo que al día siguiente comenzarían. Elizabeth era alumna del más prestigioso colegio religioso privado de toda esa parte del país, el Sagrado Corazón, que pertenecía a unas monjas que estaban distribuidas desde hacía muchos años en las principales ciudades del mundo y que tenían como tarea educar a la elite femenina de cada país. Si bien ella no era católica, sino protestante, las religiosas no habían tenido problema en aceptarla dada la connotación y el prestigio profesional del padre. Elizabeth estaba en el mismo grado educacional que Daniel y era una buena alumna, claro que al momento de las comparaciones resultó con una calificación general dentro de su clase inferior a la del muchacho, circunstancia que este dejó pasar sin comentario. Al ser preguntado por ella sobre su procedencia, sin dar mayores detalles le dijo que su padre trabajaba en una mina de carbón en la pequeña localidad de Fatmill. Ella pensó de inmediato que, dada la presentación exterior de su interlocutor, la forma inteligente en que se expresaba y la manera como se desempeñaba, incluso en cuanto al modo de comer, se debía tratar del hijo de un importante ingeniero de la mina o del dueño de ella. Le agregó que la razón por la cual vivía con Eric se debía a una recomendación especial del párroco de la localidad de su origen, el que era muy cercano a su familia. Toda la explicación cuadró sin dejar espacio a dudas. Fue una velada grata para ambos y la química recíproca que había aparecido en las conversaciones dominicales se hizo más explícita.
Elizabeth regresó a su casa feliz por la cita que había tenido esa tarde. Durante la cena narró a sus padres, con lujo de detalles, como había resultado todo, poniendo especial énfasis en la rica personalidad de su anfitrión y en su refinada educación, agregándoles que su padre trabajaba en una mina de carbón donde seguramente sería un importante ingeniero. Lo que la niña no sabía era que su padre antes de dar el visto bueno final al encuentro le había consultado a Eric sobre Daniel. El párroco había sido franco y le había contado toda la verdad, sin guardar detalle alguno, y le había aconsejado autorizar a su hija a concurrir al encuentro, pues era difícil encontrar en todo Newcastle un muchacho más serio y cumplidor que su asistente. El médico, que era un tipo de mente abierta, había dado su consentimiento sabiéndolo todo, pero mantuvo ante los suyos el secreto acerca de cuál era en realidad el origen de Daniel. En los domingos siguientes el chiquillo estableció diálogos no solo con Elizabeth, sino también con sus padres. La madre de ella estaba encantada con él, pues no solo era bien parecido, sino que su presentación no daba lugar a comentario negativo alguno y era sumamente educado con ella y con su hija. De allí que le adelantó a ella que contaba con su autorización para salir a tomar té con Daniel cada vez que este la invitara. Eric, con su habilidad especial para captar a las personas, se dijo asimismo que su ayudante no solo era eficiente en su trabajo y un buen alumno, sino que además era un gran actor. El hijo del minero de Fatmill repitió la invitación al domingo siguiente y a la larga se transformó aquello en una especie de rutina dominical, la que producía tanto entusiasmo en el muchacho que muchas veces dejó de asistir al estadio a ver jugar al club de sus amores, para estar a la hora del té con Elizabeth. Había calculado que los fondos acumulados en su cuenta le permitían sin problemas darse “ese lujo”.
Durante la hora del té correspondiente a lo que resultaba ser la quinta invitación consecutiva, Daniel le narró a ella la verdad. Había cavilado largo tiempo acerca de cómo lo haría y le habían nacido reiteradas dudas sobre si sería conveniente hacerlo o no, y en caso afirmativo, cuándo. Pero le parecía que esta actitud de esconder