Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sandra Becerril
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895969
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a Erik de larga distancia para contarle lo que había pasado y pidiéndole que me llevara con él porque no soportaba estar ahí sola. Su respuesta fue corta y secante. Se burló un poco de mi por creer en fantasmas, preguntó si me estaba tomando las medicinas para la depresión y me dijo que podía alcanzarlo pero que ya pronto volvería, no tenía caso, no lo vería seguido, Montreal era aburridísimo, no había nada que hacer una vez que lo habías visto todo, bla, bla, bla.

      La única opción que tuve fue salir de mi casa, huir. A un hotel con Benedict.

      El fantasma de La Victoriana ya no me perseguía, pero sí lo hacía Erik con los póster de sus películas por todos lados —vallas, espectaculares, playeras—, sus comerciales en la televisión y su imagen en las revistas. Lo veía más seguido que cuando estaba en Chicago conmigo.

      Benedict y yo decidimos desconectar la televisión y no salir de la habitación. No había razón para hacerlo, ahí estaba todo lo que me importaba en esos momentos.

      Sin embargo, cuando hallaron el cadáver de Erik estuve encerrada varios días en nuestra casa pensando ¿qué hacía Erik en el lago en la noche? Igual hubiese muerto congelado. Él odiaba el frío. No salía de casa si no era del calor del auto al set. Nunca le gustó el lago en invierno. Decía que el viento le cortaba la piel, que el gris era el peor color de todos y lo deprimía. El contestador recibía las llamadas por mí. Afuera, había todo un campamento de periodistas de espectáculos que poco a poco se daban por vencidos o encontraban un chisme mejor. La muerte del actor mexicano se diluía con los copos y las tormentas ante mejores rumores. Dejaba apagado el aire acondicionado para sentir el frío en mis huesos, para comprobar que seguía viva. Me entretenía ver mis exhalaciones, la niebla que salía de mi boca, imaginar que toda me volvía aire.

      Y, contrario a cuando murió La Victoriana, solo quería ver a Erik. En sus póster, en fotografías, en comerciales y, por supuesto, en sus películas. Las reproducía una y otra vez, hallando gestos en él de los que no me había percatado antes. Extrañaba sus hoyuelos en las mejillas, su barba rasposa y su nariz un poco chueca hacia el lado izquierdo, casi imperceptible. Me di cuenta a la décima vez de ver la misma escena en donde él reía frente a la cámara. Después estaban las escenas de sexo. Ya no me importaba Saori o las otras, solo él y su cuerpo. Después de todo, no se veía tan mal en pantalla. Mis manos temblaban por acariciarlo y seguido me masturbaba viéndolo hacer el amor con otras. Moría de melancolía. Tenía que averiguar quién lo había asesinado.

      La muerte es tan triste para los que quedamos. Y mi tristeza consistía en ir perdiendo la costumbre —o ganas— de vivir. Cada instante, era un paso más hacia ella, a la nada. La vida, me había robado para siempre a Erik, y la muerte terminó por rematarlo. ¿Quién era él en realidad? Ya no podría conocerlo más, pedirle perdón o perdonarlo nunca. Por fin, me había abandonado. Lo único que me quedaba en esos momentos era redescubrirlo a través de sus actuaciones y de sus sueños. Era lo más aterrador que me había sucedido. No sentía su presencia en el departamento, no escuchaba sus pasos o su olor en la habitación. Era como si jamás hubiese existido. No me di a la tarea de conocer sus sueños antes de que partiera. No supe cuáles eran sus pesadillas, sus fantasías, sus remordimientos. El asesino no se llevó solo su alma, sino también su primer recuerdo y el último, sus pensamientos, sus dolores, todo lo que no conocemos de los demás. Somos 97% de memorias que suceden a diario y nadie más conoce. ¿A dónde van nuestros temores, nuestro días? Al olvido. A la oscuridad.

      Mi llanto no servía de nada más que para empaparme el corazón de remordimientos inútiles. Tanto esfuerzo por perpetrar mis faltas para que se me escurrieran los pecados en torturas idiotas.

      Me la pasé fumando mota y hablando con el fantasma de Erik. Preguntándole por qué había ido al lago esa noche y con quién. Qué había sido de sus últimos días en que no lo había visto, sus últimas horas. En la ducha, le pedía que me tallara la espalda. No comía si no era lo que a él le gustaba preparar. No dormía más que de mi lado, el izquierdo, con una cama llena de almohadas que simulaban su cuerpo enorme junto al mío. Por supuesto, solo veía las series y películas que hallé, él había dejado a medias en su perfil de Netflix. En pijama, maloliente, el cabello enredado, pálida para hacerle compañía en su urna que me vigilaba desde la sala donde lo dejé aguardando.

      Los sonidos me alteraban. Si algún vecino pasaba corriendo por el pasillo, creía que era el asesino que venía por mí. Un día un pájaro se estrelló en una de las ventanas y no logré dormir toda la noche por el golpe que escuché y la forma en que me hizo brincar. Los policías me enviaron a alguien de confianza para que cambiaran las chapas —ya que las llaves de Erik no aparecían por ningún lado— y de paso, le pagué para que pusiera dos más, de seguridad, una alarma y un portero eléctrico.

      Benedict llamaba mucho por esos días. Me enviaba fotos sonriendo, con letreros sostenidos diciendo «te extraño», «abre la puerta», «soy tuyo»… Por las noches estaba trabajando en el California Clipper, un local de estilo años 40 donde tienen lugar actuaciones de country alternativo y a veces actuaba como dj de soulgospel. Cuando se aburriera, seguro abandonaría el lugar y vagaría por otro lado, pero, decía, siempre a mis brazos. Mensaje tras mensaje, hasta que logró que lo echara de menos más que a mí misma mirándome en el espejo, demacrada y sola.

      Por si acaso, guardaba sus fotografías en lo más profundo de la memoria de mi celular, nada más. Porque además sabía que correría a él en cuanto mi viudez me lo permitiera. Era una situación que no negaba cuando platicaba con Karely, la única que dejaba que entrara a la casa además de las decenas de policías que desfilaban curioseando en la vida íntima que intenté construir con Erik. Karely comía un Lindor cubierto de chocolate de leche y relleno sabor a coco. Su mirada lujuriosa, clavada en uno de los policías que entraban y salían, no pasó desapercibida para él o sus superiores, que más tarde enviaron a puro gordo.

      —Deberías responder a Benedict. Pobre hombre. Te extraña y lo necesitas, ¿qué más da? Erik ya no está y hace mucho frío por estos días en la ciudad.

      —No puedo. Erik se me atraganta en la garganta, ¿sabes? Nunca lo había extrañado. Hasta que lo asesinaron. Necesito saber qué le pasó, quién lo mató, dónde estuvo antes. No es curiosidad o morbo. Es que no puedo seguir viviendo sin saberlo. Me muero de miedo. Qué tal si el asesino anda por ahí suelto. No tienen ninguna puta pista de lo que pasó.

      —Y yo que creí que estos gringos eran como en csi.

      —Pues al parecer, esa serie sí es ciencia ficción pura. No hallaron huellas, el arma, pistas. ¡No hay nada! Y ya me cansé de que me estén preguntando todo cien veces. No tengo idea de quien pudo… ya sabes… —Se me quebró la voz. Karely me abrazó—. ¿Quién pudo haberlo lastimado? Y pienso en sus ojos… Ya sabes… Sus ojos… que no volveré a ver. Qué jodido darme cuenta de lo mucho que lo amaba hasta que…

      —Lo sé, nena. Desahógate. Estoy aquí para ti. —Me dio un beso en la frente—. No tengas pena. —Uno de los oficiales me vio con insistencia antes de salir de la casa—. Es horrible lo que pasó. Solo quería animarte un poco. Y creo que Benedict también. Pienso que está enamoradísimo de ti. —Se metió otro Lindor a la boca—. Pero si no quieres verlo, lo entiendo. Tú, muy bien. No te presiones.

      No me presionaba. Pero quería morir. Mi auto afuera estancado en la nieve estaba ya tan lleno de tickets que lo recogió el departamento de tránsito, comía solo pizzas a domicilio, las recibía envuelta en la bata de Erik y las tragaba a montones. En cuanto al agua, estaba olvidada por mi sistema digestivo en el que solo se vertía todo el vino que Erik y yo habíamos comprado. Y cigarros. Muchos. Cajetillas. A veces, cuando se me acababa la mota o las pastillas que amablemente me había surtido mi diller —no tenía idea de qué eran, me relajaban hasta quedar por completo dormida y no soñar —mucho mejores que las de depresión— le llamaba a Benedict, quien me las dejaba en el buzón. No quería verlo en este estado. Lo deseaba, todo mi cuerpo se erizaba al pensar que estaría cerca, al recordar el sabor de su sexo, al tocarme por las noches, en mi cama. Sin embargo, no tenía el valor de salir del hoyo, ahí estaba muy cómoda.

      Mis sitios sociales o los de Erik, estaban llenos