Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sandra Becerril
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895969
Скачать книгу
a que sí». Mi papá había muerto. Esa mañana en que le coqueteaba a mi compañero en clase. ¿Cómo iba yo a saber que no volvería a verlo? En la casa ignoré su «buenos días» porque estaba molesta que la noche anterior no me había dado permiso para ir a una reunión con mis compañeros que él consideraba «vagos drogadictos». Le había gritado, le había insultado. No me había despedido de él. Ya jamás podría hacerlo. Carajo, ya jamás. «¿Y tienes novio? ¿Por qué esa carita triste? Si estás muy bonita para estar tan seria». Se había ido. La llamada para avisar de su accidente la había hecho su socio en la empresa que tenían de autopartes. No querían llamarle a mi mamá ya que en esas fechas estaba muy enferma. Como hija única solo quedaba yo, era la última opción para ir a reconocerlo. Me mentalizaba que quizá era un error que se aclararía al llegar. Esas cosas, los accidentes, siempre les pasan a otros, no a uno. Siempre los vemos en las noticias, en el Alarma, por amigos. No a nosotros. Eso no es justo. La vida no debía ser así. Los padres envejecen y mueren ya cuando tienen nietos, cuando han disfrutado más la vida. No de esa forma: un tipo se había pasado un semáforo en sentido contrario. Mi padre dio un volantazo que lo había estrellado en el poste. Los testigos dijeron que fue en tres segundos. El otro había intentado huir, su auto impactó también contra el de mi padre. En realidad lo que lo mató fue eso y no el poste. Dejó su auto abandonado y se fue. Estaba el auto, las placas, la tarjeta de circulación, la dirección, las huellas. Todo para atraparlo. Pero la policía de México, bueno, ¿cómo decirlo? Son unos huevones pendejos. Sin ofender a los que no lo son. Quisiera decir que en ese proceso encontré alguno interesado por el proceso de mi padre. Mas no, ninguno. Y los abogados que el seguro mandó no estaban mínimamente interesados en encontrar al culpable tanto como en no pagarle a mi madre. Me sentía impotente y pequeña, de nuevo. Gritaba a los ministerios que cada día me veían llegar con rostro de «aquí está de nuevo esta chiflada», mientras comían sus tortas de tamal en las mañanas. Le lloraba a los abogados, intenté incluso con medios de comunicación, mi padre no era famoso, no como Erik, no tenía atención de nadie. Había muerto solo y no se haría justicia. Nunca.

      Por mis propios medios intenté localizar al dueño del auto, por la placa. Pero de forma misteriosa, desapareció del corralón. Se esfumó como se esfumaron sus $1 000 que les dio a los policías que lo cuidaban. Eso valió la muerte de mi papá. Mil pesos. Qué basura. Y quizá otro tanto que les dieron a los del ministerio. El país del soborno, de la gente que se queja desde un Starbucks, Change.org y twitter. No habría revolución a la cual me habría unido. Lo intenté, marché de blanco por la paz, grité al presidente frente al palacio de gobierno, acampé por un México mejor, donaba lo que podía, intenté tanto por mi país. Que al fin de cuentas abandoné a su suerte, a la suerte que toda esa gente había decidido. Y caí en Chicago, como nevada.

      Mi padre y su rostro eran una mole de carne irreconocible. No pude decir que era él, aunque en el fondo, sabía que era él. No sé cómo, era él. Mi papi. Mi amor. Velado en una capilla del imss cuando se dignaron a entregarnos el cuerpo que retuvieron por dos días. Mi papá, que después me enteré, estuvo vivo por algunas horas, sentado en una puta silla desvalijada en el ministerio público para rendir su declaración, sin dientes, sin poder hablar, con los ministerios presionándolo. Malditos, hijos de puta. Todo el coraje de mis antepasados desgarrado en estas letras, en el fondo de mis abuelos, en el panteón donde reposan todos ellos.

      Mi madre en una esquina del velatorio, ida, mirando el ataúd de segunda mano que logramos conseguir. Mis tíos platicando del partido de fútbol del América contra Chivas. Algunos amigos y primos sentados en silencio o dormidos. Yo, intentando arreglar papeles de mi papá, el pago del velorio, las flores, el panteón. Demasiado para mí. No comprendía qué estaba sucediendo, era todo un sueño, movimientos en silencio, como si estuviese adentro de una gelatina, moviéndome con lentitud. El olor del crematorio, el sonido inconfundible del cuerpo quemándose, desapareciendo en cenizas. ¿Dónde quedarían sus sueños? ¿Sus recuerdos? Hasta ese momento pensé que debía haberle preguntado más qué esperaba de la vida, qué soñaba cada noche, qué esperaba de mí, qué sueños se le habían escurrido en los días cuando me tuvo tan joven con mi madre.

      Un sacerdote que iba de velatorio en velatorio, llegó al nuestro a rezar el Rosario. Nunca fui muy católica, aunque estuve en escuelas con padres y monjas, no sentía el llamado de un Dios que nos miraba con amor. Es solo que no lo percibía como otros, no quise rezar. Me levanté y salí mientras terminaban. El sacerdote me alcanzó, pidiéndome su «cooperación» por habernos ayudado a que el alma de mi padre pecador entrara a su cielo. Lo miré primero en silencio y después sonriendo un poco: «¿No se da cuenta de que en estos momentos no tenemos ni para completar la cena?», le dije. Me vio con fijeza: «Puede ser otro tipo de pago, no solo el dinero es aceptado para el alma de aquellos que profesan la fe». Otro pago. Me tomó con ligereza de la mano. Las peores personas que he conocido en mi vida son justamente las que tienen Cristo en su escritorio y crucifijos en su pecho. «Claro», respondí alzando la voz. «Cojamos aquí mismo si quiere, sobre el ataúd de mi padre, maldito puerto asqueroso». El sacerdote huyó del lugar cruzándose en la puerta con Erik, un amigo que apenas conocía que llegó a darme el pésame. Nadie me había dado el pésame antes, ¿cómo reaccionar cuando te dicen «lo siento?». No lo sabía. Así que lo abracé. Y ya no lo solté hasta su muerte.

      Por esos días también fue cuando apareció Karely, esa amiga alegre, sin preocupaciones, escritora de textos eróticos para revistas de bajo presupuesto, con chistes crudos sobre la muerte, Dios y la religión que tan bien me caían en esos momentos. Quizá su hubiese existido Facebook, más gente se habría enterado del deceso de mi padre. La sala estaba medio vacía. Y poco a poco, solo quedamos mi madre y yo.

      La vez de Erik fue muy diferente.

      La Oficina del Médico Forense del Condado de Cook acababa de lanzar una sección en su página web que incluía una nueva manera de que las familias pudieran encontrar a sus seres queridos desaparecidos. En el sitio había un listado de cuerpos no identificados, así como los detalles de cada persona, como el color de pelo, ropa y tatuajes. En algunos casos, incluso se publicaban las fotos de los fallecidos. Las imágenes estaban precedidas por una advertencia que informaba de su «naturaleza potencialmente gráfica». Demasiado para mi alma de nieve, derretida después de hablar con Karely y de que ella me llevó directamente a la Office del Medical Examiner County.

      La prensa aguardaba afuera, como una fiesta. Era un gran cóctel para ellos, esta clase de chismes: actor asesinado, esposa sospechosa, cientos de teorías: Erik justo acababa de filmar su nueva película que saldría un mes después. Gran publicidad para su agente, director y tema donde además él era un investigador al que acechaba un asesino serial. La muerte podría estar relacionada con el tema, ¿por qué no? Ahora todos los periodistas eran investigadores también, así como Facebook era un semillero de filósofos y escritores frustrados.

      El año pasado se había encontrado que la Morgue de Wind City estaba operando bajo dos docenas de peligrosas violaciones. En enero se hicieron públicas fotografías de cientos de cadáveres apilados en neveras e incluso en los pasillos de la morgue. En medio del escándalo, las familias dijeron que habían sido incapaces de localizar los restos de sus seres queridos, solo para después enterarse de que habían estado en el depósito de cadáveres durante semanas. En abril del año pasado, trece adultos y ciento veinte niños y fetos fueron enterrados en el Cementerio Católico Monte de los Olivos, en el sur de Chicago.

      Ya me veía ahí, intentando entre los montones de cadáveres azules y resbalosos, encontrar a mi esposo. A mi Erik. Al cual había abandonado unos días antes.

      Benedict se había ofrecido a llevarme, no acepté. ¿Qué clase de esposa sería si llevara al amante a reconocer el cadáver? Quizá una peor de lo que ya era.

      Todo se sumaba a los escándalos que rodeaban por esos días al tanatorio: los trabajadores del turno nocturno de la morgue fueron sorprendidos durmiendo y viendo una película de Bruce Lee, en horas de trabajo. Y no fueron incidentes aislados. Había violaciones a los cadáveres, fotografías de otros artistas desnudos que ya circulaban por la red. Faltaban partes de algunos cuerpos que habían sido vendidos a escuelas de Medicina. Yo creía que la morgue de Tlalpan en México era una porquería, hasta que vi la morgue en Chicago. En