Nadie en la ciudad esperaba un aumento tan vertiginoso de la violencia. El número de muertes suponía un incremento del 50% respecto al año anterior.
Las ciudades de Nueva York y Los Ángeles juntas no alcanzan las 600 víctimas. La Policía de Chicago atribuía el incremento de la violencia a criminales armados reincidentes, pero ese no siempre resulta ser el problema. Por si fuera poco, el aumento de la violencia armada se produjo en un momento complejo para la ciudad. El Departamento de Justicia estaba investigando la conducta de la policía local ante la desconfianza de los ciudadanos hacia las fuerzas de seguridad, en especial entre la comunidad afroamericana, que constituye un tercio de la población de Wind City.
La mayor parte de días «calmados» se concentraron en diciembre, que se había coronado como el mes menos violento del año. Un respiro tan raro últimamente, que los periódicos aprovecharon para hacer eco y preguntarse: ¿Dónde estaba la esposa de Erik mientras sacaban su cadáver del lago?
Bueno, ella estaba cogiendo. Con un inglés millonario. En un teatro en reconstrucción en donde ella era la directora de arte y los abuelos de él, los —secretos— propietarios. En las butacas, con los muslos abiertos frente a Benedict. Sudando. Gimiendo. Y pensando: Ojalá que Erik muera un día para que pueda vivir con este maravilloso hombre.
Benedict terminó al tiempo que sonó mi celular. En la pantalla apareció el nombre de Karely.
—Espera… —Lo quité y me subí los pantalones—. Debo responder —dije al tiempo que vi sus cuarenta y cinco llamadas pérdidas. Miré a Benedict mientras volví a llamar, ya que Karely había colgado—. No te preocupes. Seguro tuvo alguna bronca con su Tinderdate. Siempre le digo que es como inscribirse a asesinoserialesatupuerta.com, pero no entiende. La semana pasada tuvo cuatro fucking citas. Me mandó la ubicación de todas para que yo supiera que seguía vida, ¿lo imaginas? —La llamada no entraba. Comencé a preocuparme por ella. Quizá, después de todo y de unas ciento cincuenta citas a ciegas para coger, había encontrado al Hannibal Lecter de sus sueños y en esos momentos estaba en la plancha de un fino restaurante japonés siendo devorada por tres caníbales en pedazos de sushi.
Benedict me besó el cuello. Ah, sus adictivos besos.
—Seguro está bien, cielo. Le marcas al rato. Quédate conmigo un poco más, no te había visto como en… ¡dos días! —sonrió.
—No, espera… es ella de nuevo —respondí.
—Maya, ¿dónde chingados estás?
—No me lo creerías —dije encendiendo un cigarro de mota—. Con Benedict, este hombre es fabuloso… creo que estoy…
—Espera… tengo que verte. Ahora. Tienes que salir de donde estés e ir a tu casa. Ya. En este momento. Pasó algo. No te puedo decir por teléfono. La policía te está buscando. Si te llaman no creo que sea conveniente que les digas que estabas con este wey. Ven. O dime dónde estás y paso por ti para llevarte a… bueno… te digo cuando te vea. No respondas llamadas de la prensa. De nadie.
—Carajo, Karely, dime de una vez qué pasó… me estás asustando. —Benedict comenzaba de nuevo a lamerme el cuello, lo quité con brusquedad.
—En serio, no puedo decirte por teléfono. No enciendas las noticias. Es espantoso.
La interferencia impidió que siguiera escuchándola con claridad, hasta que se cortó la llamada. Sentí una punzada en el corazón. Benedict me miró con interrogación. No le respondí, no sabía qué responderle. Lo primero que hice, por supuesto, fue salir del teatro a la cellisca, encender un cigarro y leer las noticias en el celular. Estaba en todos lados. Fotografías del cadáver de Erik, su muerte, sus heridas.
No leí más. Miré a Benedict de nuevo, le di el celular, se lo mostré.
La nieve caía de nuevo. Siempre en silencio, sutiles plumas de ángeles sobre Chicago.
II
La morgue de Wind City es muy diferente a la de la Ciudad de México. Alguna vez fui a reconocer a mi padre, quien yacía en medio de otros dos cadáveres cubiertos apenas por una manta amarillenta en medio del olor a muerte que resbalaba de las paredes de mosaico azul. Había muerto joven, a sus cuarenta, en un accidente de tráfico, estrellado en un poste. Era él, no había duda, pero no era él: era solo un muerto más, una estadística para los policías, una investigación cerrada para no tener más trabajo que hacer por parte de los huevones de los ministerios públicos. Fue un número más, un accidente en Eje 8 y Río Churubusco. Los del seguro se hicieron pendejos y como había sido clasificado como «accidente por efectos del alcohol», aunque mi padre no tomara una gota, no pagaron nada, ni siquiera el sepelio, del que mi madre se hizo cargo.
Cuando me pidieron ir a reconocer a mi padre, estaba estudiando en La Esmeralda, pintando a una modelo desnuda que posaba para nosotros. El ambiente era muy relajado. Así como yo solo fumaba tabaco —y a escondidas—, algunos compañeros fumaban mariguana a lo imbécil. Lo mismo me pasó cuando estudié en la Escuela de Escritores de sogem, solo que ahí lo hacían en clase, enfrente de algunos profesores que eran ya tan ancianos que apenas sí podían dar cátedra. No creo que se dieran cuenta de lo que sucedía en realidad. Los primeros meses creí que La Esmeralda sería diferente a la competencia de egos que encontré en narrativa, y, en efecto, había disimilitudes obvias: en la de escritores se encargaban de destruir a los que de verdad escribían —entre clases, por supuesto—, y en arte, la pasan hablando de lo que vieron anoche en las telenovelas. Claro, había compañeros que tenían corrientes artísticas pesadas y definidas, mas a la mayoría la única corriente que les gustaba era la mota. Se burlaban de mí porque yo no fumaba con ellos —ni con los de literatura— e incluso me preguntaban por qué era tan mamona. Sin embargo, en esos días el aroma me daba mucho asco. Algunos otros eran muy pose, iban solo por el título. Y, como siempre, la excepción de que pintaban muy cabrón hiperrealismo, mucho mejor que las fotografías premiadas en la Bienal de fotografía. No obstante, sin diálogo. Como en la Bienal. Eran una cámara fotográfica, sin peso emocional. Sentir, ver, dejarse ir con intensidad. Era extraño, todos eran muy abiertos, podía meterme incluso a salones de otras materias, los maestros no tenían problemas con eso. En fin, que estaba en clase, pintando con gusto escorzos de luz en figuras humanas. El tipo de atrás, que se sentía tocado por la mano de Picasso, murmuró que eso era porno. Se las daba de Jackson Pollock, pero era un simple chimpancé, con los ojos rojísimos, que siempre se quejaba de que no por ser artista quería decir que fumara mariguana.
En esa clase, entró alguien a buscarme. No recuerdo quien. Mas mi memoria no olvida su dedo que me señaló desde la puerta. Salí y me dijo así, sin más: tu papá tuvo un accidente y necesitan que vayas a reconocer su cadáver en la morgue.
Huevos. Sin saber bien qué hacer volví a entrar al salón, tomé mis cosas y salí. Detrás iba Ximena, la amiga del momento. Le dije lo que acababa de escuchar, me abrazó y me dejó ir.
Días después me enteré que ella había esparcido el chisme de que era mitómana: mi papá no podía haber muerto así, de seguro me pirateaba las pinturas de algún lado y eso de que me habían contratado en una galería tan joven, debía ser mentira. Todos le creyeron y tuvo sus cinco minutos de fama. Cuando resultó que todo —y más— era cierto, nadie me defendió. Siguieron con un chisme mejor y a la chingada. Nunca volví a verlos o saber de ellos. Su «arte» quedó sepultado entre sus egos.
Tomé un taxi en la calle, le indiqué la dirección y miré en silencio todo el camino hacia el ministerio. Mi papá había muerto. No volvería a admirar sus ojos de mar, de tormenta, los más azules que había visto en mi corta vida. No volvería a abrazarme ni a decirme «mi chiquita». Me sentía pequeña ante el mundo, quería tragármelo de un bocado, pero mi boca no era suficientemente grande aún, o el mundo no me lo permitía. No sabía por dónde carajos empezar. Mis pinturas eran superficiales y mi ego ya se