En ocasiones nos disfrazamos de extraños profesores. Juzgamos, condenamos e incluso castigamos a otras personas con el lema «para que aprendan». Otras veces, el famosísimo disfraz de «victima» con la que ganamos el favor del que desee vestir el disfraz de «salvador» o bien encontramos fácilmente un «agresor» que haga real nuestra vestidura mental. ¿Qué tal el disfraz de «vengativo»? ¿Y el disfraz de «autosuficiente»? Todos ellos son también disfraces que, a poco que hayamos indagado en nosotros mismos, hemos vestido no una, sino muchas veces a lo largo de nuestra vida. Son disfraces sostenidos por emociones distorsionadas, debidos a una visión característica del mundo.
Es curioso ver como a menudo reducimos lo que un humano es a lo que hace. «¿Tú eres psicólogo?», decimos a menudo. Sin embargo, lo que esa persona es no puede ser que cambie a la edad de los 45 años, cuando decide «hacerse músico». Sin duda, la profesión o el título académico, son papeles sociales que encarnamos mentalmente y damos forma con uniformes, gestos y otros atrezzos que hemos elaborado. Sirven igualmente como recursos de experimentación, herramientas para nuestro gran y complejo juego. Solo nos queda preguntarnos a dónde nos lleva este juego.
En realidad creemos ser relatos que pasean por el mundo. La identidad construida mediante todos estos disfraces consiste en la historia de tu vida. Es mucho más una historia que una vida. Vamos por ahí justificando nuestra identidad en una serie de retazos de nuestro recuerdo. Mantenemos una falsa identidad sustentada con nuestro pasado.
Imagina que en este preciso instante perdieras la memoria. Entonces alguien te pregunta ¿quién eres? Pensarías un momento, pero no encontrarías palabras. Sin tu pasado, sentirías que no eres nadie. Buscarías en tu pasado tu identidad, buscarías las pistas de la historia de tu vida para reconstruir tu personaje.
Nuestra falsa identidad es como una historia que nos hemos creído. Normalmente, los seres humanos están identificados con su pasado. En el presente no disponen de identidad esencial a no ser que estén autorrealizados, se hayan hecho reales.
Como vemos, en el teatro humano la lista de disfraces que hemos ingeniado es interminable. Navegamos entre distintos disfraces sin siquiera darnos cuenta de cual estamos vistiendo. Finalmente, antes o después, en mitad del oleaje de la danza de las formas, algún día nos preguntamos ¿quién soy? Y tal vez, tras darnos cuenta de que ningún disfraz que imaginemos puede llegar a definirnos real y esencialmente —pintor, español, padre, apolítico, sincero, amigo, experto— llegamos a otra pregunta definitiva: ¿qué soy?
Nuestro ser esencial
Pregúntate…
¿Qué es lo que estamos haciendo con todas estas formas?
¿En realidad qué soy a un nivel más auténtico y esencial, trascendiendo las formas materiales y todos los disfraces psicoemocionales?
¿Qué es lo que hago real cuando me autorrealizo?
Si hacemos honor a la sabiduría milenaria, encontramos información relevante respecto a lo que somos en la Kabbalah, base de la antigua sabiduría hebrea. Su simbología explica que la vasija sagrada se rompió en un sinfín de pedazos, que es lo que somos nosotros —la vasija y los pedazos—. Con el devenir vamos de nuevo recomponiéndola. En oriente encontramos un sinfín de definiciones detallistas y simbólicas de nuestra existencia trascendente, que identifica de un modo u otro al humano con un Ser que trasciende lo material e incluso lo mental, jugando descuidadamente en un jardín al que llaman maya —la ilusión de las formas—. Estos conceptos nos ayudarán mucho a comprender el sueño mental en el que vivimos.
Si regresamos a nuestro más reciente saber científico occidental encontramos para empezar el increíble trabajo de la prestigiosa Dra. Elisabeth Kübler-Ross, quien ha realizado numerosos estudios clínicos con niños considerados en estado terminal y ha demostrado experimentalmente que la muerte es una transición a otro estado mental. Sus estudios partieron de mirar a la muerte cara a cara, algo con lo que el ser humano casi nunca se ha atrevido, debido de nuevo a ese paralizante miedo que demostramos ante la terminación física. Esta valiente mujer, desde la observación científica en un sinfín de testimonios de sus pacientes, verificó las vivencias que muchos de ellos tuvieron en otra dimensión de la conciencia, un estado más allá de lo que llamamos muerte.
Kübler-Ross nos explica cómo las personas moribundas, en sus experiencias cercanas a la muerte eran capaces de cruzar información con familiares y conocidos mientras los pacientes estaban muertos clínicamente, lo cual significa que no hay señal física de actividad mental en el cerebro. Estas personas sufren muertes clínicas cortas, que van desde minutos hasta horas, y después regresan a lo que llamamos vida. Y en muchos casos con información de ciertos acontecimientos verificados que habían sucedido en otras partes del mundo. En otros casos, recuerdan frases y palabras de idiomas desconocidos por ellos mismos. Sus reminiscencias incluyen sueños simbólicos. La Dra. Kübler-Ross no era especialmente religiosa. Su experimentación la hizo recorrer el mundo impartiendo centenares de seminarios sobre la preparación a la transición de la muerte física.
El psiquiatra Raymond Moody trabajó con las experiencias cercanas a la muerte y las regresiones a vidas pasadas publicando un libro fundamental para el conocimiento de esta transición, llamado «Vida después de la Vida». Al comparar los trabajos de Moody y Kübler-Ross resultan evidentes sus conclusiones: la muerte no es un final, sino una transición a un estado de mayor conciencia.
Brian Weiss, el famoso psiquiatra y autor norteamericano, consiguió sorprendentes avances en la superación de fobias y otros trastornos mentales mediante la regresión a vidas pasadas. Tal como explica en sus famosísimos libros, en dinámicas de regresión hipnótica a la infancia al solicitar que la conciencia de un paciente se situase en el momento exacto del trauma, el Dr. Weiss observaba cómo sus pacientes entraban en vívidas experiencias emocionales ubicadas en un tiempo anterior al nacimiento. Brian Weiss tampoco creía firmemente en el alma antes de sus descubrimientos. Fue su experiencia personal la que le llevó posteriormente a escribir títulos tales como «Solo el amor es real».
De modo que no podemos decir que no haya estudios científicos. Los hay y son relevantes, honestos y con conclusiones inequívocas. Han trabajado haciendo uso de la observación científica y son reconocidos profesionales.
El movimiento espírita internacional representado por el muy respetado Allan Kardec, lleva siglo y medio recapitulando información interesantísima sobre entidades que se declaran humanos pero que no conviven con nosotros en nuestra dimensión material-mental, es decir, no están involucrados con la materia ni con muchas otras de nuestras etiquetas mentales. Ellos proveen de una información de tal calidad y sentido común en muchos de los casos que resulta imposible relacionarlo sencillamente con simples alucinaciones. Allan Kardec era un lingüista y pedagogo absolutamente escéptico hasta que comenzó a acudir a las sesiones de espiritismo y pudo recopilar e interpretar la información de estas experiencias.
El misticismo de las distintas tradiciones ha documentado estados de consciencia trascendentes interesantísimos. Hay muchos más testimonios alrededor del mundo, experiencias asombrosas de personas sencillas en cada rincón y en cada familia —personalmente he conocido un buen número de casos— que nos puede abrir los ojos acerca de nuestra existencia más allá de la muerte. No es de extrañar que algunas estadísticas hablen de que el 90% de la humanidad crea de algún modo en el alma inmortal. Sin embargo, no nos comportamos como seres inmortales. La conciencia colectiva permanece atascada en la percepción de nosotros mismos como seres materiales y disfraces mentales. ¿Por qué se niega el ser humano a cambiar la percepción de sí mismo? ¿Por qué renunciamos a un estado superior de existencia?
Como hemos visto, no se trata de que no exista conocimiento al respecto. Lo hay para