La Junta convocó a elecciones para el Congreso constituyente que se instaló el 24 de febrero de 1822 jurando defender los principios del Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba y las Bases fundamentales de la constitución del Imperio, que en resumen establecían la monarquía hereditaria constitucional moderada, el gobierno representativo y la separación absoluta de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. El Congreso fue concebido bicamarista porque preveía un mecanismo de revisión de las decisiones, pero los diputados decidieron reunirse en una sola asamblea, alterando el fundamento de su integración. Después, declararon que la soberanía nacional residía en ellos y se reservaron el ejercicio del poder legislativo. Fue el primer golpe de Estado de la historia mexicana. El Congreso, que estaba facultado sólo para establecer una nueva Constitución, asumió el poder supremo. Los congresistas no quisieron crear una constitución porque, al aprobarla, habrían cumplido su objeto y tendrían que haberle dado paso a un legislativo permanente. En cambio, malgastaron las sesiones en establecer fechas de conmemoración y monumentos a los personajes insurgentes.
El problema de la autoridad enfrentó al constituyente con Iturbide hasta que mutuamente se acusaron de traición. La hostilidad llegó a la cúspide cuando España desconoció los Tratados de Córdoba el 22 de febrero de 1822, lo que un mes después supieron los americanos. El que Iturbide cursara públicamente letras con José Dávila, el comandante español del fuerte de San Juan de Ulúa, para disuadirlo de un movimiento contrarrevolucionario, fue usado por los diputados para inculparlo de incitar la rebelión con la mira de coronarse. Más tarde, sin tener potestad para ello, sustituyeron a los miembros de la Regencia adeptos al vallisoletano, dejando a Isidro Yáñez, declarado antiiturbidista, y designaron al conde de Heras y Soto, a Miguel Valentín, cura de Huamantla, y al antiguo insurgente Nicolás Bravo. Buscaron anular al Libertador. Incluso, varios congresistas llegaron a plantear la prohibición de que los regentes tuvieran mando militar con la idea de despojar a Iturbide de su cargo administrativo. Estos episodios fueron leídos por la sociedad como una abierta amenaza.
El historiador Timothy Anna ha reparado en el hecho de que el 27 de marzo Iturbide remitió un cuestionario a los funcionarios locales de los diferentes distritos del país, entre cuyas preguntas destaca una especie de referéndum sobre la forma de gobierno que debían adoptar los mexicanos: monarquía o república. Las respuestas solicitaban abrumadoramente el gobierno monárquico. La falta de monarca era un problema agravado por la necesidad imperiosa de tener en lo interno y ante el mundo gobemabilidad y certeza jurídica. Un oficio de Iturbide dirigido al Supremo Consejo de Regencia, fechado el 15 de mayo de 1822, lo expuso diáfanamente:
¿Qué es México hasta ahora? Sin constitución, sin ejército, sin hacienda, sin división de poderes, sin estar reconocidos; con todos sus flancos descubiertos, sin marina, inquietos, insubordinados, abusando de la libertad de la prensa y de las costumbres. Insultadas las autoridades, sin jueces y sin magistrados. ¿Qué es México? ¿Se llama esto una nación?
En la noche del 18 de mayo de 1822 el Regimiento de Celaya, encabezado por su sargento mayor Pío Marcha, salió del cuartel en la ciudad de México gritando “¡Viva Agustín I Emperador de México!” Llegó a la calle de Plateros acompañado por una multitud para instar al Libertador a que asumiera el trono. Iturbide dijo y repitió en ese momento que “los mexicanos no necesitan que yo les mande”, pero insistieron generales, regentes, diputados y el presidente del Congreso. Iturbide se dejó llevar. Los edificios se iluminaron a plenitud, hubo canciones y algarabía, y las campanas de las iglesias no tuvieron descanso.
En la madrugada del 19 de mayo los mandos militares llevaron una petición al Congreso para que la elección del emperador fuera considerada apremiante. Valentín Gómez Farías presentó una iniciativa firmada por 46 diputados pidiendo la coronación del Libertador por aclamación general. Se dijo que no era posible porque el debate debía concluir con una votación. Iturbide mismo solicitó que la decisión recayera o se ratificase en las diputaciones provinciales. Al final, sin ningún voto en contra, fue nombrado emperador. El día 21, con 106 diputados presentes, el Congreso acordó publicar el acta de la elección de Iturbide y le tomó juramento. Pronto fueron llegando las validaciones tanto de las diputaciones provinciales como de los ayuntamientos. Como apuntó Edmundo O’Gorman en La supervivencia política novohispana, el imperio de Iturbide no fue sino el intento de dotar a la nueva nación del ser que le atañía de acuerdo con la vertiente tradicionalista de su posibilidad histórica.
En la Catedral de México, el domingo 21 de julio, en el marco de una misa presidida por Juan Ruiz de Cabañas, el presidente del Congreso coronó a Iturbide y éste a la emperatriz.
Fue otra jomada de gritos eufóricos, campaneos, salvas de cañón y gallardetes. Simón Bolívar felicitó a Iturbide diciendo que ningún otro tenía más derecho que él al trono. El imperio fue conformándose al norte, con la unión de Nuevo México, la Alta California, Texas, Atizona y Nuevo León, al sur con la anexión voluntaria de Yucatán y Chiapas, las Provincias Internas y la Capitanía General de Guatemala, que incluía lo que actualmente es Guatemala, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y El Salvador, así como Belice, franja territorial que más tarde los ingleses despojarían a los guatemaltecos. Las naciones indias norteamericanas también se unieron por voluntad al señorío imperial.
Había imperio con emperador pero las arcas estaban vacías. Las tropas trigarantes no desfilaron uniformadas durante su entrada a la ciudad de México, sino con ropas y zapatos donados porque estaban semidesnudos. Las joyas que los emperadores lucieron en su coronación, incluyendo las incrustaciones en las coronas, eran prestadas. El trono era de madera encubierta. No existía dinero para sueldos, pensiones o resarcimientos. Las minas se hallaban inundadas y en ruinas. La ganadería y la agricultura iniciaban su recuperación. El impuesto de guerra se había eliminado. A los soldados se les pagaba con cigarros. Cada vez eran más recurrentes los préstamos forzosos. A la crisis de la economía pública se unió la fuga de capitales españoles. Desde noviembre de 1821, Iturbide trató de aliviar la tensión mediante el uso de bienes intangibles: repartió condecoraciones y creó la Orden de Guadalupe. Otra urgencia era la sustitución de las audiencias virreinales por nuevos tribunales para dar curso al orden social y la protección jurídica. Por eso, Iturbide pidió al Congreso que se resolvieran los temas de hacienda y administración de la justicia. Pero fue en vano.
En el fondo, lo que preocupaba esencialmente a Agustín I era la ambición territorial mostrada por Estados Unidos y las potencias europeas. El Ejército Trigarante enfrentó la invasión de Texas por parte de fuerzas norteamericanas, que tomaron, en octubre de 1821, el presidio de la Bahía del Espíritu Santo, y que fueron obligadas a retirarse. Para contener a los enemigos externos y para la persistencia de la autoridad civil, el emperador quería un ejército de 35000 hombres bien equipados, fortificar la frontera norte, crear una marina, pactar una alianza con los cubanos y abrir un canal transoceánico en el istmo de Tehuantepec.
Pero el Congreso que eligió a Iturbide se manifestó en contra de su gobierno porque, además de ser una diputación frívola, la mayoría formada por borbonistas, insurgentes y republicanos actuaba por revancha política. Se dedicaron a minar al emperador votaron que era incompatible el mando militar y el poder ejecutivo; le vedaron el poder de sanción de las leyes y el sistema tributario que reconocía la Constitución española, vigente en tanto había una legislación propia; se arrogaron el derecho de nombrar a los miembros del Supremo Tribunal de Justicia, que era atribución del emperador según las ordenanzas en vigor. Iturbide puso a consideración la creación de un banco central de emisión de papel moneda, la activación de la minería y el establecimiento de tribunales militares para restaurar el orden en las provincias; todo fue rechazado.
El Congreso conspiró en tomo a logias francmasónicas y sociedades secretas; quienes dirigieron las intrigas fueron extranjeros como el colombiano Miguel Santa María y el estadunidense Joel R. Poinsett. Algunos diputados manejaron la idea de que ellos eran soberanos, que los demás poderes les pertenecían y debían obedecerlos, y que el emperador era sólo su delegado. Desconocieron el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, representante de Nuevo León, le informó al monarca que lo desconocía