Para noviembre de 1820, el coronel José Gabriel de Armijo renunció a la comandancia del sur y Apodaca nombró al criollo vallisoletano como su relevo con el grado de brigadier. Iturbide solicitó y obtuvo mayores recursos monetarios y tropas, entre ellas su fiel regimiento de Celaya. Iniciado el trance, indujo a sus oficiales a adherirse a sus planes y propagó sus ideas. No es exagerado afirmar que la manumisión mexicana se logró por medio del género epistolar. La profusa tinta iturbidista, compuesta con persuasión e insistencia, creó una telaraña de compromisos en los mandos castrenses novohispanos y en las figuras religiosas y sociales. Se le unieron, entre otros, el obispo de Guadalajara Juan Cruz Ruiz de Cabañas, Anastasio Bustamante, Pedro Celestino Negrete y Juan José Espinosa de los Monteros. Entre sus remitentes incluyó a las gavillas insurgentes como la de Vicente Guerrero, que se le adhirió. Que no hubo abrazo ni reunión en Acatempan está demostrado; ese mito fue construido por una licencia poética de Lorenzo de Zavala. Lo cierto es que hubo una reunión en Teleoloapan e Iturbide no quiso abrazar -y tal vez ni la mano le dio- al antiguo insurgente por el mal del pinto que aquejaba a sus milicianos, a quienes por eso llamaban Los Pintos del Sur.
Siendo militar de carrera, Iturbide apreciaba los símbolos y juzgó oportuno sustituir la bandera española. Instruyó a su barbero Magdaleno Ocampo, que también era sastre, para que confeccionara el lábaro mexicano, compuesto por tres franjas en diagonal que representaban con sus colores tres garantías de concordia en este orden: blanco por la religión, verde por la independencia y rojo por la unión. Cada sección tenía una estrella de seis puntas. Más adelante, en noviembre de 1821, Iturbide decretó que los ribetes de la bandera debían ser verticales y aparecieran en el orden de verde, blanco y rojo. Al centro dispuso un águila con las alas extendidas, con la cabeza ligeramente inclinada a la derecha, portando una corona imperial y posada sobre un nopal.
El 24 de febrero de 1821, en la comandancia general de la villa de Iguala, Iturbide hizo público su plan independentista, presentó la bandera nacional y fundó el ejército mexicano al que llamó de las Tres Garantías. Inició su proclama con una definición ontológica: “Americanos, bajo cuyo nombre comprendo no sólo a los nacidos en América sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella residen; tened la bondad de oídme”. Esa sencilla aclaración del ser nacional fue objetada meses después, luego desatendida y olvidada Mucha falta hizo durante el siglo XIX.
México se fundó en 1821 sobre las tres garantías de unión, religión e independencia, que fueron reconocidas no como el esqueleto de una añeja sociedad sino como factores de cohesión plenos y vigentes de un nuevo ente histórico. Ese trinomio no fue sólo un artilugio para evitar la confrontación social, sino un compromiso a futuro. Estaba compuesto de un principio político (independencia) y un ideal jurídico-social (unión), que serían conciliados por un tercer término (religión) no en su connota-ción contemplativa, sino en su aplicación como caridad. No se ha aquilatado la propuesta de Iguala como vía que superó las posiciones tanto de insurgentes como de absolutistas, de mestizos y peninsulares, de desheredados y aristócratas. No fue una constitución, pero sí un documento fundacional. Todas las facciones de la América del Septentrión recibieron garantías de existencia Se le ofreció el trono a la casa de Borbón para tener un monarca ya hecho, pero la piedra angular del plan, que se retomó en los Tratados de Córdoba, fue establecer como forma de gobierno la monarquía moderada con una constitución “peculiar y adaptable al reino” que sería escrita por un congreso.
Siguió Iturbide blandiendo el tintero para atraer a más personajes a su causa, entre ellos al emperador español, a las Cortes de Madrid y a Apodaca. El gobierno realista, al mismo tiempo que ofreció una amnistía general, se preparó para batir a los rebeldes con un ejército de 5 000 hombres al mando de Pascual Liñán, que se estacionó a las puertas de la ciudad de México. A pesar de la enorme sangría que le representaban las deserciones, Iturbide avanzó hacia el Bajío poniendo su cuartel en Acámbaro y dividió su fuerza en tres partes. Pudo avanzar mientras Vicente Guerrero y José Antonio Echávarri le cubrían las espaldas. La procesión de adhesiones lo llevó a Valladolid, a obtener Nueva Galicia y desfilar entre múltiples capitulaciones de las poblaciones por las que pasaba En Querétaro tomó la ciudad él solo: las fuerzas sitiadas estaban en el convento de la Santa Cruz y en la noche llegó un carruaje del que descendió un militar y al requerir los centinelas el “quién vive”, se les contestó “Iturbide”, siendo el vallisoletano rodeado y loado por los defensores.
Después de que Puebla cayó en dominio trigarante en junio de 1821, las tropas expedicionarias españolas depusieron a Apodaca, sin saber que había sido ya destituido en España, y entregaron el mando al mariscal Francisco Novella. El 30 de julio llegó don Juan de O’Donojú a Veracruz. Había visto a los diputados novohispanos de las Cortes de Madrid que ya conocían el plan iturbidista. Los realistas sólo mantenían ese puerto, Acapulco y la ciudad de México, pero aun así O’Donojú solicitó refuerzos de Cuba y Venezuela antes de que las numerosas muertes por vómito negro habidas en su comitiva y familia le hicieran caer en la cuenta de que estaba perdido.
El reconocimiento del Plan de Iguala, firmado en la ciudad veracruzana de Córdoba el 24 de agosto de 1821 por Iturbide y el capitán general y jefe político superior O’Donojú, abrió las puertas de la capital. El que ha sido llamado el día más feliz de México, el 27 de septiembre de 1821, 16000 trigarantes, más a caballo que de infantería, se fueron reuniendo en Chapultepec y marcharon por el Paseo Nuevo tras su primer jefe, que iba en cabalgadura negra; entraron a la calle de San Francisco cimbrados por vítores y fueron saludados con un arco de triunfo donde recibieron las llaves de la ciudad; entre cañonazos, música y pirotecnia pasaron por Plateros, la calle de la Profesa, que estaba llena de colgaduras, fueron bañados de papelitos y flores que se tiraban de balcones adornados con los colores de Iguala, y desembocaron en el Palacio de los Virreyes. Las mujeres hermoseadas y enjoyadas llevaron vestidos y peinados tricolores. Como se temía que la estatua ecuestre del rey Carlos IV conocida como El Caballito fuera destruida, se le cubrió con una esfera azul. Después de una acción de gracias en la Catedral, se sirvió un banquete en Palacio.
En esa ocasión México escuchó de Iturbide una sublime pieza de oratoria:
Mexicanos, ya estáis en el caso de saludar a la patria independiente como os anuncié en Iguala Ya recorrí el inmenso espacio que hay desde la esclavitud a la libertad y toqué los diversos resortes para que todo americano manifestase su opinión escondida, porque en unos se disipó el temor que los contenía, en otros se moderó la malicia de sus juicios y en todos se consolidaron las ideas; y ya me veis en la capital del imperio más opulento sin dejar atrás arroyos de sangre ni campos talados ni viudas desconsoladas ni desgraciados hijos que llenen de maldiciones al asesino de su padre. Por el contrario, recorridas quedan las principales provincias de este reino y todas uniformadas han dirigido al Ejército Trigarante vivas expresivos y al cielo votos de gratitud. Estas demostraciones daban a mi alma un placer inefable y compensaban con demasía los afanes, las privaciones y la desnudez de los soldados, siempre alegres, constantes y valientes. Ya sabéis el modo de ser libres, a vosotros toca señalar el de ser felices.
Con su característico humor, José Fuentes Mares comentaba que allegar a los mexicanos al goce de la libertad, y también cargarles la responsabilidad de la felicidad, era una jugada de mala leche de don Agustín, como los hechos lo iban a probar.
Según lo previsto en el Plan de Iguala, se instituyó una junta que gobernaría y legislaría en tanto se reunían las cortes. La Junta Provisional Gubernativa redactó el 28 de septiembre el Acta de Independencia. Ese mismo día se nombró una Regencia con Iturbide, O’Donojú, Manuel de la Bárcena,