¿Habitar otro cuerpo?
Siempre me he hecho preguntas acerca de la transferencia de mentes a computadoras u otros cuerpos. Acaso porque lo vi en la ciencia ficción desde niño, porque lo estudié como problema filosófico después, y porque lo he vuelto a considerar más recientemente desde los descubrimientos científicos y avances tecnológicos en este siglo. Como señalé antes, es un tema tratado en abundantes relatos y novelas de ciencia ficción: está bien al centro del megatexto. Es, de hecho, uno de sus tópicos originarios. No es de extrañar que Frankenstein, el monstruo imaginado por Mary W. Shelley, desarrolle un nuevo Yo con el cerebro de un cadáver como soporte. Dos siglos más tarde, los herederos de esa imaginación son demasiados como para enumerarlos siquiera.
Y, sin embargo, puedo recurrir al recuerdo de los referentes más impactantes para ese niño y adolescente que fui, y que se desvelaba leyendo ciencia ficción pulp entre los sesentas y ochentas del siglo pasado. Fue Arthur C. Clarke el primero que se ocupó de los aspectos técnicos del uploading de la mente, de la síntesis humano-máquina y de la inmortalidad en una máquina o cuerpo cibernético. Breve, pero magníficamente, Isaac Asimov hizo lo mismo4. Central en esta recopilación de recuerdos me resulta la novela corta Siglo de pleno verano (1972), de James Blish5. En el mismo volumen recopilatorio aparecía Cuando hay interés, cuando hay amor (1962), de Ted Sturgeon: la tesis de una (hermosa) resurrección en un cuerpo clonado a partir del cáncer que asesina al protagonista. Luego, en 1974, John Brunner presentó Eclipse total, novela donde un grupo de arqueólogos diseñan un avatar robótico que simula física y sensorialmente a una raza extraterrestre extinta. Pero es sin duda Stanislaw Lem el más cercano al Castagnet de Los cuerpos del verano. En su novela El congreso de futurología (1971) el astronauta Ijon Tichy descubre que, tras su muerte, lo han reencarnado en «una negrita».
Desde luego, la filosofía me hizo aguzar las preguntas que surgían de esa biblioteca temprana: ¿cómo sería estar en otro cuerpo? ¿Sentiría igual el dolor, cuando quizás la resistencia de la piel al maltrato ha cambiado? ¿Cómo sería tener otro tamaño? ¿Cómo sería hablar con otra boca? (¿Me mordería la lengua o el interior de los carrillos por sus formas desconocidas?). Finalmente, para repensar la identidad corpórea: ¿cómo sería que otra persona usara «mi» cuerpo? ¿Seguiría siendo otra persona? ¿Y cuánto de «mi yo» es «mi cuerpo», y cuánto lo que fue, y cuánto mis expectativas de lo que será?
Desde luego, aquellos no eran «mis» temas: trasmigración, reencarnación, metempsicosis. Desde hace más de veinte siglos, cada tienda teológico-filosófica ha insistido en las importantísimas diferencias entre estas nociones, mientras que desde hace unas pocas décadas las cómplices neurociencia y cibernética se las están arreglando para producir un sucedáneo práctico: la transferencia de la identidad personal de un cerebro a otro, o a una máquina. En efecto, para saber cómo pasar el Yo de un cuerpo a otro, primero tendríamos que saber qué es. ¿Y qué es el Yo? Sucede que la filosofía nunca estuvo muy segura6.
Día a día las dudas filosóficas habitan una región cada vez más chica del saber, que la ciencia llama «ignorancia»7. Cada año que pasa la ciencia le roba a la religión (y a la filosofía especulativa, en este caso) un misterio, y lo agrega a la lista de cosas que ya sabemos. A eso alude Castagnet en estas páginas: «La religión todavía intenta actualizarse; cuando logra reformarse, una nueva tecnología la vuelve a dejar arcaica». Y una de esas víctimas es el alma judeocristiana. No obstante, cabe preguntarse: ¿qué sabemos? Y también responder: mucho8. Aunque me quedo con la mirada audaz del cosmólogo Max Tegmark («conciencia es lo que siente la información cuando se mueve con complejidad suficiente») y la sabiduría de Hofstadter y Dennett, quienes insisten en que un Yo mecanicista no puede tener libertad: «You are not out of the loop. You are the loop».
Esta caricatura, desde luego, no es justa con la riqueza y provecho mutuo del diálogo que sigue habiendo entre filosofía, neurociencia y cibernética. Dennett resuena con Paul Ricoeur; la idea de que la memoria es la identidad y su ausencia es la muerte, es heideggeriana9. Al mismo tiempo, no poco del llamado machine learning le debe su metafísica —o la falta de ella— a Locke y a Hume. Lo más interesante es cómo, según venimos averiguando, todo esto requiere de un cuerpo. O quizá de varios.
Los cuerpos del verano
Uno lee la Historia verdadera de Luciano y aún comparte su asombro, su taumatse10. A cada momento el narrador comparte pasmos e incredulidades ante sus experiencias en la Luna, al punto de que ese estilo narrativo es la estructura misma de un texto que se (nos) propone lo extraordinario. Lo mismo pasa con el narrador central de Frankenstein, que alarmado trata de comunicarnos su angustia: el pobre doctor pasa capítulos enteros aislado, heroico, trágico y culpable. Nada de esto hay en esta novela de Castagnet, donde —como en el caso de la Historia verdadera— el estilo narrativo es también estructura, tanto de la novela como del tema.
Suele atribuirse a las primeras líneas de La metamorfosis la primera narración de una circunstancia extraordinaria desde una voz neutra, de mesura fáctica, policial. Ese as-a-matter-of-factness tiene firmes antecedentes en Sterne, incluso en Rabelais. A diferencia de la brillante ejecución kafkiana, esto solía narrarse en primera persona. Castagnet recoge la vieja usanza, y reduce (tramposamente, diré) lo exótico de las peripecias de sus personajes para proporcionar al lector algo que lo ancle en lo que conoce. Entonces, desde allí, agita o cercena sus convicciones. La novela ostenta un lenguaje logrado, fluido, sin sobresaltos —una textura que es, ya digo, estructura—. El lector se encuentra transitando por párrafos de rara belleza y no sabe que está siendo manejado.
La ciudad es una ciudad latinoamericana cualquiera, con sus fachadas, veredas, macetas, barrios bajos donde se comercia con órganos humanos robados o artificiales, y establos en las afueras. La compraventa de carroña plástica recuerda a Blade Runner. Los cuerpos tienen habitantes o usuarios. El alma cartesiana es un archivo informático, que si quiere permanece «en flotación» en internet, sin acceso a corporeidad o pestilencia. Hay tensiones con la religión por las primeras reencarnaciones, pero los exorcismos han pasado a ser excomuniones, y de allí a concelebrar la demostración científica de la existencia del alma. El protagonista, Ramiro («Rama», como el dios) ha logrado hacerse de un avatar relativamente económico. Es, como en el Congreso de Lem, el cadáver de una mujer débil. Está atrapado dentro, pero hay otros cuerpos que son oficialmente cárceles personales.
Castagnet ha marcado sus preferencias por trabajar un internet que es no solo físico, sino incluso político: «La prolongación de la vida suele estar acompañada de una prolongación del fascismo». Esas cárceles, esos innovadores fascismos del cuerpo, pueden ser eróticos: hay parejas que se matan para reencarnar cada uno en el cuerpo del otro. La inmortalidad debe ser repensada. Se roza la reflexión borgiana de El inmortal: «Con paciencia, una única persona podría construir una pirámide; con perseverancia, otra única persona podría derribarla». Más relevante, sin embargo, es cómo la genealogía enloquece («ya no es un árbol, sino una red»). Esa red se ensancha, invadiendo los lados, rebalsándose a sí misma hasta la distorsión de las generaciones, la confusión de todo orden de parentesco y la multiplicación de las posibilidades del incesto.
Esta novela, repito, revive a Descartes. Fantasmas en el cerebro se celebra como definición del alma... pero, al mismo tiempo, el texto vuelve a matar la diferencia entre res extensa (todo aquello que es cuerpo) y res cogitans (todo aquello que es consciente). «Internet cuenta como cuerpo...», dice Castagnet; «internet modificó la realidad al convertirse en objeto». Rama, como buen personaje de ciencia ficción, tiene permiso para andar en direcciones diferentes a las determinadas por los Dioses —o el hardware—. Como sabemos por la Eneida, un caballo de Troya no es un habitáculo sostenible: tarde o temprano tiende a expulsar a los aqueos que aloja en su entraña de madera. El miembro fantasma —que un mutilado cree tener pero ya no tiene— es la mente misma, es el Yo. El fantasma en el cerebro ya es solo una picazón. Y viceversa.
El género que se regeneraba
La ciencia ficción es un género de editores. Los autores escribimos relatos y novelas; los editores inventan