Ceremonia. Daniel Espartaco Sánchez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Daniel Espartaco Sánchez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078512409
Скачать книгу
tratamientos homeopáticos y naturistas. Además, estaba en proceso de divorcio del Sátrapa, así lo llamaba ella, un exitoso abogado de derechos humanos para el cual todos los humanos tenían derechos, menos su ex esposa. Ella también lo comparaba con el Sauron de El señor de los anillos. El juicio de manutención estaba siendo un desastre, pues el abogado de Nadezhda destacaba por su ineptitud, pero era un tipo simpático y ella permanecía con él porque era un gran lector, me dijo, e intercambiaban libros cuando se reunían en un Vips de la avenida Insurgentes y Alabama para comentar los pormenores del juicio. El hombre tenía gustos delicados: literatura del centro y el este de Europa, principalmente. Su alma era de poeta, no había nacido para el litigio; su padre lo había obligado a estudiar Derecho. Ajado, de manos temblorosas y llenas de lunares, no tenía dinero ni para el café. Nadezhda era quien pagaba la cuenta. Todo eso me resultaba muy penoso: a las claras el precio de tener alma era la derrota. El Sátrapa se representaba a sí mismo e imponía sus condiciones y no había manera de oponérsele. Cada vez que acompañaba a Nadezhda a los juzgados la veía salir con su abogado, al borde de las lágrimas. Así que ella tenía derecho a burlarse de mí: yo respetaba su lucha por salir adelante en un mundo dominado por machos alfa comedores de carne y embutidos, y no tener más aliados que la voluntad y un puñado de leguminosas.

      La historia de su vida debió titularse: Por un puñado de leguminosas.

      Cuando terminó la película tuve la misma sensación que tengo después de un coito que se ha extendido de manera innecesaria: me sentí triste y usado. Todo el significado que mi opúsculo Gasolina tenía para mí, más allá de la sátira a simple vista —la soledad del hombre contemporáneo, la incapacidad del individuo para encontrar su lugar en el universo, todo eso—, había quedado reducido a drogas, reguetón, violencia y escenas de sexo (no había una sola en el libro). Estaba asqueado. Sabía que Solís y Salas andaban por ahí, en la sala, siendo guapos y exitosos, así que le dije a Nadezhda que me sentía indispuesto.

      —Mejor vámonos.

      —Okey —respondió ella.

      Creo que estaba decepcionada. A pesar de su sabiduría de matrona descendiente de la migración alemana, en el fondo era una niña que soñaba con conocer al huerfanito de El mundo de la ilusión, telenovela que vio de manera clandestina en casa de unos vecinos, pues sus padres, comunistas y vegetarianos fanáticos, no dejaban que viera la televisión. Su niñez había sido Guerra y paz y Así se templó el acero en ediciones baratas. Únicamente la dejaban salir para ir a la escuela y a la biblioteca.

      Apuré el paso, aunque algunos amigos se acercaron a saludarme, no podía permanecer en la sala, pues sentía que mi obra, mi preciosa obra literaria, había sido ofrendada a las garras cochambrosas de Mammón.

      —¡Máster! —escuché a mis espaldas.

      Tuve que contenerme para no hacer una escena. Me sudaban las muñecas y sentía las piernas débiles, por lo que me agarré del robusto brazo de Nadezhda. Me gustaban sus brazos turgentes y blancos, de campesina en un óleo flamenco.

      —¿Te gustó la película?

      Ahí estaba Salas, con una copa de vino blanco espumoso en la mano (su productora era independiente, no podía o no quería costear champaña para tantos asistentes). Aunque era de baja estatura, el hijo de puta se veía más guapo que nunca —algo difícil de aceptar para un macho del norte de México como yo—, vestido con una camisa color verde aguacate desabrochada del cuello y un saco sport que se le veía muy bien, ajustado y confortable. Cada vez que lo veía con uno de esos sacos me preguntaba dónde los compraba, pero nunca le dije nada para evitar que me respondiera con algún lugar geográfico inaccesible para mi presupuesto. Cuando lo conocí en persona comprendí por qué, a pesar de su discurso radical de columnista izquierdoso de medio pelo, se podía conseguir mujeres como Catherine McKormick.

      —Hola —le dijo a Nadezhda, y le dio un beso en la mejilla.

      Sentí cómo el brazo del cual estaba sujeto se estremeció, como diciendo con cada vibración de grasa bien distribuida: ¡el niño huerfanito de El mundo de la ilusión!

      —Hola, Ramiro. ¿Y Solís, no vino? —pregunté.

      —Sí, por ahí anda. ¿Entonces qué? Te gustó la película.

      —Muy bien —le dije—. Me veía muy bien, aunque claro, no era yo.

      Salas dejó ver una hermosa y sana dentadura blanca. Supe que tendría que odiarlo en silencio hasta el día de mi muerte; que mis últimas palabras serían Ramiro Salas en lugar de Rosebud.

      —A decir verdad —me aventuré a agregar—, me pareció algo exagerada.

      La sonrisa de Salas se apagó como una visión del grial que le es negada a las almas que no son puras.

      —¿Cómo?

      —Los bazucazos desde el helicóptero no estaban en el libro ni en la parte del guion que les entregué —dije.

      —Pensamos que los bazucazos y el helicóptero le darían más realismo.

      —Pues pensaste mal, Salas.

      Y me di media vuelta.

      —Es tan guapo —me dijo Nadezhda después, en Reforma, mientras buscábamos un taxi, pero todos parecían estar ocupados.

      —Ni tanto —dije.

      —¿Sabías que además es un artista comprometido con todo tipo de causas sociales y ecológicas? Ahora mismo está filmando un documental sobre las mineras canadienses en México.

      —¿Y eso qué?

      «¿Y eso qué?» era una de las frases que usaba mi abuela para todo. Era conocida por su escepticismo. Uno podía hablar de la bomba de hidrógeno en la mesa de la cocina, de la extinción de todo ser viviente sobre la Tierra, del cáncer de colón de un familiar o de la caída de los mercados, su respuesta invariablemente sería: ¿y eso qué?

      —Están destruyendo el ambiente, envenenando el agua con cianuro. Contratan a criminales como guardias blancas. Es un problema que nos compete a todos —dijo Nadezhda.

      Con el coraje que traía encima se me había olvidado que no había que darle ninguna oportunidad a Nadezhda de ponerse a hablar de causas sociales, ambientales, derechos humanos y todas esas cosas. Ya me había hecho donar mensualmente dinero a Unicef, Amnistía Internacional y Greenpeace. Cada mes estas organizaciones tomaban de mi cuenta ciertas cantidades que, si bien no eran excesivas, eran algo considerables. Greenpeace tenía al menos la decencia de mandarme folletos en papel reciclado que yo no recogía y se quedaban en el cubo del edificio, expuestos al sol y la lluvia hasta que su venerada madre naturaleza se encargaba de desaparecerlos. Yo sentía algo parecido a un episodio de hipoglucemia cada vez que, al salir del cine, en compañía de ella, veía venir hacia nosotros a alguna muchachita entusiasta con un chaleco de color, una gorra y una libreta apoyada en el brazo. La ciudad era como un tanque de tiburones infestado de voluntarios de unas ong cada vez más oscuras, amables, pero sobre todo desinteresados, que solo querían el número de tu tarjeta de crédito y una donación mensual.

      —Por favor, ¿los canadienses? Si no matan ni una mosca —dije.

      —¿Que nos has visto los videos donde matan focas bebés a golpes?

      Su voz sonaba conmovida. Sí, había visto los videos en internet: blancas e inofensivas crías de foca —capaces de despertar ternura hasta en un oficial de la ss— asesinadas a golpes por canadienses; aunque para mí ellos eran el epítome del mundo civilizado y liberal burgués: seguridad social, progreso económico, buen trato a los emigrantes y un deporte incomprensible que consiste en cepillar el hielo con una escoba, en el que ya ni siquiera eran capaces de ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Invierno, aunque lo hubieran inventado.

      —La vida en el norte es dura —creo que dije, sin mucha convicción.

      Ya desde las primeras citas me daba la sensación de que Nadezhda y yo teníamos poco en común, pero también es cierto que sabíamos llevar esas diferencias como si no existieran en realidad.