con las alas negras desplegadas, desnudos del torso y con la piel agrietada como la de un elefante; de la cintura para abajo no tenían piernas sino un par de extremidades animales, como las patas traseras de un perro, pero muy estiradas. Pasó uno cerca de mí casi tocándome y me miró penetrante con su par de ojos rojos y luminosos: poseía unos bigotes largos de rata y, en lugar de dientes, dos colmillos puntiagudos y amarillentos. Planeó zigzagueante hacia la Luna y en un punto muy alto del cielo, cuando su cuerpo parecía uno de los cráteres del satélite, se dio vuelta y se dejó venir en picada contra la ventana. Supe que era irremediable que se estrellara y se metiera a mi cuarto. ¡La pistola!, grité, y me desperté agitado y miré hacia la ventana y di con una sombra que crecía. Salí corriendo al pasillo. Abrí de golpe la puerta del cuarto de mis papás. ¡La pistola!, volví a gritar con toda mi angustia, muy fuerte, y mi padre se incorporó asustado e hizo un movimiento brusco, y un tronido reventó dentro del cuarto. Mi mamá despertó y se puso de pie rapidísimo. Sentí calientita la panza. Luego mi espalda golpeó contra el suelo y me quedé mirando el techo. Mi mamá apareció asomándose sobre mí. Mi papá vino después y cuando se inclinó para tocarme pude ver por detrás de sus hombros un par de alas plegadas y negras. En ese instante, mientras me iba durmiendo con mucha calma, se me quitó el miedo a los hombres voladores y a su vez, ese mismo día, el temor se le pasó a mi hermana que comenzó a tenerme miedo a mí. Y yo sé que no es su culpa, son mis papás que la regañan cuando les dice que me ve.