Sin bañarse, chinguiñosos y desvelados, el par de niños salió a la calle con su madre. Carmen decidió pedir un taxi para ir y volver lo más pronto posible. En la puerta de la escuela, el más pequeño no quería desprenderse de ella y el prefecto tuvo que meterlo casi a rastras.
Cuando Carmen volvió al departamento se encontró con una pila de tabiques junto a la puerta del baño. Roberto estaba en la zotehuela preparando una mezcla de cemento. Vamos a hacer una pared, le explicó a su mujer, así se queda encerrada, no sale nunca y que ahí se muera de hambre, y en menos de tres horas tapió completamente la puerta del baño dejando en su lugar un muro sólido bien armado. Carmen se sintió completamente segura y en calma, a pesar del cansancio su rostro se había iluminado, tenía los ojos vivaces y contentos.
Haremos otro baño acá, le explicó Roberto y le mostró unos planos hechos al vuelo sobre una servilleta donde una parte del cuarto del matrimonio se convertiría en el nuevo baño. Le pondremos una tina, no tan grande, pero podrás solazarte ahí, relajarte hasta el hartazgo, y también podrán jugar los niños: a los niños les encanta el agua. Ambos se sentaron en la cocina a planear y a soñar la decoración y el color de los mosaicos en las paredes y el piso antiderrapante, y así, en una ensoñación contenta se les fue el tiempo hasta que dio la hora en que Carmen tuvo que volver a la escuela por sus hijos.
Los pequeños entraron corriendo al departamento, preguntaron sobre el nuevo baño que su madre les había presumido durante el camino. Acá va a estar, miren, vengan, les dijo Carmen y los condujo al cuarto matrimonial. Pasaron extrañados a un costado del muro que aún olía a cemento fresco. Pero su madre los arengaba para que la siguieran. Roberto, orgullosísimo, entró a la cocina y puso la tetera en el fuego, se sentó nuevamente frente a sus planos improvisados, los revisó, pensó que debía darles más seriedad, así que más tarde llamaría a un arquitecto; se recargó en la silla y entrelazó sus manos detrás de la nuca. Una tercia de gritos escandalosos lo sobresaltó. De un solo movimiento se puso de pie y de un par de zancadas salió al pasillo. Ahí estaban Carmen y los niños, aterrados: Una marmota, papá, gritaban, hay una marmota en el cuarto.
PAR DE ALAS NEGRAS
Yo no vi mucho ni supe bien a qué hora fue, pero parecía muy de madrugada porque la oscuridad era de chocolate amargo. Me despertó el ruido de la puerta de mi cuarto y mi primer susto fue mirar una sombra monstruo que entraba apresurada. Pensé que ya se había metido uno de esos hombres con alas que yo soñaba constantemente. En cuanto se me sacudió un poquito la confusión, vi que era mi mamá que traía a Zuli, mi hermana, en brazos. Le pregunté qué pasaba y me dijo que no hiciera ruido y sentó a mi hermana junto a mí. Ella luego luego agarró el avestruz que estaba en la cabecera y se puso a jugar. La tensión, el silencio, la espera me hicieron sentir que estábamos encerrados en una caja que abrirían en un lugar sorprendente: tal vez frente al mar. Los latidos del corazón de mi mamá sonaban como bajos de bocina y echaban vibraciones que se estrellaban en leves golpecitos por todo mi cuerpo. Y eso fue lo que terminó de contagiarme el susto. ¡¿Mi papá?!, pregunté espantado, y él, respondiendo a mi pregunta, entró al cuarto. Afuera no estaba el mar sino el pasillo con todas las luces encendidas. Ver a mi papá me alivió mucho, abracé a Zuli y ella me dio un beso en la mejilla, dijo mi nombre y se puso a aplaudir. Vamos abajo que ya viene la policía, ordenó mi papá y todos juntos fuimos a la sala.
Hasta que los policías hicieron preguntas y revisaron la casa me enteré que se habían metido a robar y que se llevaron nada más unos papeles muy importantes del trabajo de mi papá, que se dedicaba a meter y sacar gente de la cárcel. Yo creía que a los buenos los sacaba y a los malos los metía, pero según él no había delincuentes ni gente honesta, sino solo personas con buena o mala suerte, y así era como estos estaban adentro y aquellos en libertad.
Las armas son un peligro, no una medida de seguridad, dijo mi mamá que se opuso con todo su enojo a la idea de que mi padre comprara una pistola. Él lo haría legalmente, con los papeles y los permisos y pagos de impuestos y no sé qué tantas cosas más. Es para protegerlos, dijo mi papá. Mi madre se fue a sentar al sillón y cruzó los brazos y las piernas y se quedó pensativa… Por qué no mejor un sistema de alarma... Yo me tuve que ir a dormir y no me enteré cómo fue que al final la convenció.
Desde el día que se metieron yo traía un mono siguiéndome: era un animal pequeño, pero como hecho de plomo, me pesaba mucho; se me subía a los hombros y cuando volteaba a verlo se iba a mi espalda y estaba siempre cerca de mí, pero fuera del alcance de mis ojos y de mis manos; era igual a esa molesta comezón en la espalda que uno nunca se alcanza a rascar. Yo no se lo dije a nadie ni tampoco fui a contar que las pesadillas de los hombres voladores se multiplicaron. No existen, esos hombres son solo un sueño, dijo mi mamá una vez para que se me quitara el miedo. Pero ella no comprendía que el problema no era que existieran, sino que inevitablemente los soñaba y eso me tenía atemorizado.
El domingo, mi mamá no quiso que entráramos a la tienda de armas, así que nos quedamos con ella en el coche a esperar a que mi papá saliera. Contamos carros y armamos un Lego que yo había llevado para entretenerme, porque sabía que las esperas siempre suceden aunque uno las odie y quiera evitarlas. Luego me puse a platicar con mi hermana que ya decía oraciones claras aunque pequeñas y a veces confusas.
Subió mi papá al coche y le dio a mi mamá una caja. Ella la sostuvo, yo traté de mirar por encima del asiento: nada extraordinario, parecía una caja de cereal o de cualquier juguete, solo que aburrida, sin dibujos ni colores. Sin embargo, todo el viaje de regreso se impregnó de silencio y misterio. Las cajas de los adultos, supe, cambiaban el colorido por esa sensación que vibra en la panza por hacerse cargo de algo importante. Me sudaban las manos de la inquietud y Zuli quería seguir platicando. Sin embargo, ya no hablé mucho más con ella.
Toda la tarde intenté jugar Nintendo; no superé el mismo nivel porque no me concentraba, sabía todos los movimientos para esquivar los ataques pero me confundía y me tardaba en reaccionar. Solo pensaba en el arma.
Por la noche mi papá me habló. Aventé el control y desenchufé el cable para apagar la tele y la consola de un jalón. Subí corriendo a su cuarto. La pistola estaba sobre la cama. Era más pequeña de lo que me la había imaginado, pero no menos imponente. Brillaba el metal oscuro y se veía pesada. El hoyo del cañón parecía un túnel por donde se puede atravesar al otro lado, solo había que buscar el modo de hacerse de ese tamañito. Mi papá repitió “peligroso” unas veinte veces. Me dijo también que él prefería que yo conociera cómo era una pistola para que se me quitara la curiosidad. Pero entre más la veía y él me explicaba cómo funcionaba y que podía hacer daño, y que no se trataba de matar sino de defender, más ganas tenía yo de guardármela en el cinto y traerla conmigo siempre. Mi papá le quitó las balas y me dejó cargarla. Mi mamá nos interrumpió, que ya me fuera a lavar los dientes porque a la mañana siguiente había que levantarse temprano para el primer día de escuela. Salí de ahí con el corazón despierto y los ojos sin parpadear. Me acosté tranquilo pensando que la pistola ahuyentaría mi susto a que alguien se metiera a robar a la casa y, mejor aún, me espantaría el sueño de los hombres con alas. Y lo sabía, primero, porque desde la tarde ya no me seguía el mono de plomo y, segundo, porque si curaba el miedo de mi papá a mí no tenía por qué fallarme.
Sabes en qué salón te tocó, preguntó mi mamá mientras dejaba mi uniforme sobre la silla. Creo que en el B, le respondí. Apagó la luz y en ese momento se me encendió la idea de que mi papá no me había enseñado cómo se le ponían las balas a la pistola.
A diferencia de lo que creía, el arma no me dio tranquilidad y más bien me tuvo despierto pensando en ella hasta la madrugada. Salí al baño varias veces y en una de esas escuché que mi mamá estaba furiosa porque cómo se le ocurría a mi papá que iba a dormir con una pistola bajo la almohada. A mí me pareció un gran lugar. Me prometí no defraudar a mi padre y no la buscaría cuando él no estuviera; así la curiosidad y el deseo de volver a tenerla en mis manos me arrastrara hacia ella, me aguantaría y cumpliría con mi promesa.
Ya muy en la madrugada, el cansancio me fue resbalando hacia el sueño mientras imaginaba que baleaba a los hombres voladores. De repente yo