Me despedí de los nobles y corteses houyhnhnms y me alejé remando de la costa. Pasadas tres semanas de navegación vi una isla que no figura en los mapas. Al centro se erguía un anillo montañoso coronado por una nube negra. Tal vez era producto de una explosión reciente. Quise huir de la isla cataclísmica, pero una gran lancha embistió a mi esquife. A señas imperiosas sus tripulantes me obligaron a orillarme.
En cuanto desembarcamos aquellos hombres me sujetaron violentamente y hurgaron en mis escasas posesiones. Aunque no llevaba sino agua, pan duro y carne seca, me indicaron que el transporte de estos alimentos estaba prohibido por sus leyes y debía pagarles una multa directa e inmediata a fin de recobrar mi libertad. No llevaba conmigo moneda alguna: les entregué mi reloj y los anillos que en su lecho de muerte me había dado mi padre.
Mis perseguidores cambiaron en ese instante. Me dijeron que la isla se llamaba Megaria y me invitaron a su capital, Megaris. Cada uno de ellos puso a mi disposición lo que designó como “su humilde casa”. Nunca en mis viajes por regiones ignotas había encontrado seres como los megáridos: pasan sin transición de la agresividad más brutal a la mayor dulzura y gentileza, o viceversa. Otro tanto me asombró descubrir que hablaban un dialecto del inglés. A pesar de su grotesca distorsión pudimos entendernos sin dificultades.
No soporto el espectáculo de un coche tirado por un inteligente houyhnhnm para comodidad de un yahoo fétido y bestial. Celebré que en Megaria, tan atrasada en muchos otros aspectos, los vehículos se propulsaran por sí mismos, aun a costa de su peligrosidad y de producir humo pestilente.
Aterrado por la velocidad que alcanzan estos carromatos, hice el trayecto en silencio. Mis acompañantes intercambiaban sonidos sin vocales, como en la escritura hebrea. Para ellos deben ser una especie de música verbal. A mí, extranjero, me sonaban como nn, pss, q’n, dg’n. Me encantó la abrupta hermosura del camino pero me dolió ver cómo desaprovechan los megáridos la riqueza de su tierra: bosques enteros destruidos sin que se planten nuevos árboles, ríos agonizantes que arrastran toda clase de suciedades y desperdicios, campos fértiles transformados en basureros donde sobresalía una materia que llaman plástico. Dicen que sirve para todo pero tiene el inconveniente de que una vez agotada su utilidad es indestructible. Vi también fábricas en ruinas, fastuosas obras inconclusas con placas que las dan por terminadas en un ayer lejano y las ofrendan a la memoria, siempre maldecida, de los antiguos sultanes.
En cuanto llegamos a su casa el jefe de mis captores hizo desfilar ante mí a su mujer y a sus quince hijos. Todos de una delgadez cadavérica en contraste con la panza indescriptible del que llamaré mi amigo. Entre risas me susurró al oído que él era muy yahoo y tenía otras cinco familias semejantes. La esposa nos sirvió cuero tostado de cerdo, que se come con limón, sal y un pimiento que hace arder el paladar, así como una especie de vodka o aguardiente que extraen de un agave. Luego, por orden de mi anfitrión, la señora desapareció en la cocina.
Ya bajo la ilusoria camaradería del alcohol los megáridos me informaron que Megaria, si bien papista y mahometana, está gobernada por sultanes. Son designados por un gran elector y duran seis años en el cargo. Bajo la Luna de Aqueronte, como llaman al período final de cada reinado, los megáridos decapitan al sultán y cubren de oprobio su memoria.
Antes de ser ofrendado en sacrificio al nuevo sultán, se inviste al antiguo con la piel de un dios vivo, como a las víctimas propiciatorias en las religiones primitivas. Se le permite acumular fortunas y hacer su voluntad sin que nadie pueda oponérsele. Se le aísla de toda crítica y diariamente es drogado con adulaciones que harían perder la cabeza al más humilde de los santos. Se le dan alimentos sagrados y oro en cantidades inverosímiles y puede disfrutar sin recato a todas las vestales del templo.
El método de gobierno que observan los sultanes megáridos asombraría a los europeos. Tienen prohibido sentarse y reflexionar. Nunca están quietos, van de un lado a otro profiriendo gansadas que los trompeteros del reino divulgan como si fueran perlas de sabiduría. A menudo se reúnen largas horas con otros hablantines a quienes nadie escucha, pues se les pide su opinión acerca de algo ya resuelto de antemano. El sultán hace su espejo de toda Megaria: dondequiera contempla su efigie ampliada y embellecida. En la última noche de su mandato los megáridos queman en grandes hogueras expiatorias todo lo que adoraron. Postrados de hinojos ante la imagen del que llega, musitan alabanzas y lo cubren de baba.
Los megáridos son personas extrañas. Dicen las peores cosas acerca de Megaria y de sí mismos. Sin embargo se ofenden cuando el extranjero no las refuta. Como a los irlandeses, alguien les indicó hace siglos que eran gente que nació para callar, obedecer y ser perseguida, despreciada, aplastada, arruinada, atormentada y extirpada de la faz de la tierra. Los megáridos aún no han sido capaces de sobreponerse a esta infamia aunque, a mi juicio imparcial, tienen todo lo necesario para lograrlo.
Hallé otra similitud entre Irlanda y Megaria. Este país también fue colonia. Sefaris, la metrópoli, enviaba como virreyes a hombres eficientes y honrados. Pero durante la travesía los piratas más sanguinarios y ladrones asaltaban los barcos, mataban a los virreyes y tomaban su lugar. De modo que Megaria fue devastada para beneficio de otros sin que nadie se preocupara por dejarle algo con vistas a un mañana que, al parecer, no llegará nunca.
Contra lo que ellos mismos dicen, no son los megáridos el mayor problema de Megaria sino la cercanía de una gran isla llamada Argona. Su relación es más o menos la misma de Inglaterra con Irlanda. Ellos creen odiar a los argones pero en realidad los admiran hasta la locura y tratan de imitarlos en todo: su habla, sus comidas, su sexualidad, sus escuelas, sus espectáculos, sus vestimentas, sus ambiciones, la disposición de las ciudades que arrasan de continuo para abrir paso a sus vehículos.
Como los ingleses a mi país, primero Sefaris y después Argona le impidieron a Megaria producir todo aquello que pudiera afectar la industria y el comercio metropolitanos. La obligaron a traficar exclusivamente con ellas y al hacerlo arruinaron la agricultura megárida. Ahora tienen que importar hasta los alimentos esenciales. Las consecuencias en Megaria son las mismas que en Irlanda: riqueza inconcebible de unos cuantos, hambre crónica para el pueblo, desempleo, mendicidad, crimen, violencia, prostitución y servilismo.
Para colmar las asombrosas semejanzas con Inglaterra e Irlanda, el dinero de Argona invadió a Megaria e hizo desaparecer prácticamente su unidad monetaria. Este ejército de ocupación probó ser más eficaz y poderoso que las legiones imperiales de Londres y los colonos anglicanos que oprimen a la mayoría papista irlandesa.
Argona, por supuesto, se lava las manos: ella no obligó a nadie a adquirir sus piezas de cobre. En su ceguera y egoísmo los propios megáridos—atraídos por una especie de linterna mágica o teatro de sombras que en este archipiélago llaman “visión a distancia”— horadaron el suelo en que apoyaban los pies. Ahora son como ardillas que se persiguen en una jaula redonda y para subsistir imploran a los argones préstamos usurarios que no terminarán de pagar jamás.
A estas alturas del relato ya no podía contener mis lágrimas. Fue peor lo que siguió. Los megáridos me dijeron que la isla del sur perdió su gran oportunidad cuando todas las naciones del archipiélago necesitaron grandes cantidades de estiércol como fertilizante y combustible. La naturaleza dotó a Megaria con una raza de vacas y toros capaces de transformar interiormente medio kilo de pastura en una tonelada de boñiga. De pronto el excremento que se desperdiciaba resultó una gran fuente de riqueza para Megaria.
Como en la fábula de la lechera, los megáridos hicieron grandes proyectos sin recordar que todos los cántaros se rompen. Enloquecidos de vanidad y entusiasmo por esa lotería, se olvidaron de cuanto no fuera la bosta. A las multitudes hambrientas se les prometió el paraíso. El estiércol excrementó la economía megárida. En una operación de egoísmo suicida los ricos dilapidaron la abundancia estercolera en comilonas, orgías y baratijas, o bien compraron ostentosas mansiones y guardaron su dinero en Argona.
Mientras los argones llenaban sus establos con grandes cantidades de boñiga para producir una repentina baja en el precio y poner nuevamente de rodillas a los ensoberbecidos habitantes del sur, los megáridos convertían en bisteces sus productivas vacas y exterminaban a sus toros