MANUEL A. ALONSO.
Nació en Caguas durante el año 1823.
Cursó la segunda enseñanza en el Seminario Conciliar de San Juan, y se graduó de Doctor en Medicina en la Universidad de Barcelona, España. Estudiaban también por aquel tiempo en la misma Universidad otros portorriqueños inteligentes, y como Alonso, aficionados á la literatura, entre los cuales figuraban don Juan Bautista y don Santiago Vidarte, don Francisco Vasallo y don Pablo Sáez, y entre todos compusieron un libro de prosa y verso, titulado Álbum Puertorriqueño, que fué una de las primeras manifestaciones de la literatura del país.
Después que Alonso obtuvo el título de médico, vivió algún tiempo en Galicia, de donde era oriundo su padre; algunos años más tarde se trasladó á Madrid, en donde ejerció su profesión con buen éxito, y colaboró en periódicos importantes de la corte. Era médico del general Serrano en los albores de la revolución de 1868; le alcanzó la persecución ejercida contra este ilustre personaje en los últimos días del reinado de Da. Isabel, y fué desterrado á Lisboa. Más tarde volvió á Madrid, en donde puso sus influencias y su pluma al servicio de las reformas liberales de Puerto Rico.
Á la edad de cincuenta años, próximamente, regresó Alonso á su país natal, y aquí se dedicó á la práctica de la Medicina y á los estudios de costumbres, sin dejar de intervenir prudentemente en las luchas políticas.
Escribía con sencillez y gracia, era ingenioso y agudo en el decir, tenía una facundia admirable para improvisar y contar cuentos y anécdotas, y nadie dió en su tiempo tan exacto colorido como él á la pintura de costumbres campesinas portorriqueñas. Conocía perfectamente el dialecto de nuestros jíbaros, mezcla del lenguaje popular andaluz y del castellano viejo con algunas voces indígenas, y en ese dialecto escribía romances muy amenos y graciosos. En un libro titulado El Jíbaro, nos dejó el Dr. Alonso muestras muy estimables de estas composiciones, así como de su crítica de costumbres portorriqueñas, donosa y benigna.
Ejerció también el periodismo político, y fué director del periódico El Agente, durante algún tiempo; pero su carácter apacible y regocijado no era el más á propósito para las ardientes luchas de la prensa militante en aquel tiempo.
En sus últimos años fué director del Asilo de Beneficencia, que ocupaba el local en donde está hoy establecido el Manicomio de San Juan.
Era hombre muy cortés y afable, de carácter bondadoso, de instrucción sólida y variada, y de excelente moralidad.
El artículo suyo que se inserta á continuación, fué copiado de El Jíbaro, en su edición aumentada—1882.
EL SUEÑO DE MI COMPADRE.
Como no podía menos de suceder en la tierra clásica de los compadres, tengo yo varios, y entre ellos uno que, con el necesario permiso, presento á mis lectores. Llámase Don Cándido, y le cuadra perfectamente el nombre: lo que no le cuadra es el apellido Delgado, porque pesa más de doscientas libras.
Este mi compadre es un bonachón á carta cabal, servicial y consecuente como pocos; pero fundido en el antiguo molde colonial. Para él el Gobernador es todavía el Capitán General de otros tiempos, la Audiencia, el ya olvidado Asesor de Gobierno, y los Alcaldes, los hace tiempo difuntos Tenientes á Guerra (Q. D. G. G.). Siempre que se le habla de gobierno, de administración de justicia ó de cualquier otro ramo, siempre que oye la relación de un suceso que necesita correctivo, siempre que alguien se queja de que le han hecho una injusticia, contesta de un modo invariable. "¡Si yo fuera Capitán General!"
—¿Qué harías?—le he preguntado algunas veces. Entonces me ha contestado sin vacilar, y según los casos: que separaría al Alcalde ó al Juez, que pondría en el castillo del Morro al Intendente, que embarcaría bajo partida de registro á toda la Audiencia, que desterraría al Obispo y hasta fusilaría á la Diputación Provincial. El bueno de mi compadre no se para en barras, y aunque incapaz de ver morir al pollo que han de servirle en el almuerzo, sería—por supuesto, de palabras—una fiera que acabaría con todos los empleados si, como él dice, fuera Capitán General.
Hace pocos días y al siguiente de uno en que habíamos discutido muy largo, no sobre la bondad de su sistema de gobierno, porque sobre este punto mi compadre no admite discusión, sino sobre las dificultades que habría que vencer al ponerlo en práctica, lo vi entrar en mi casa tan alegre, que le pregunté si había sacado el premio grande de la lotería.
—No he sacado premio grande ni chico; pero he sido ya Capitán General, y por cierto que no me ha gustado el oficio.
Quedéme parado al oir esto, porque se me ocurrió la idea de que el pobre hombre se había vuelto loco.
—Vaya, me dijo al notar mi turbación. ¿No quiere vd. saber cómo ha pasado cosa tan rara?
—Nada deseo tanto como saberlo.
—Pues allá va mi historia, me contestó, después de sentarse y de encender un cigarro:
—Anoche me recogí á la hora de costumbre; media hora después mi mujer me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví del otro lado, y á poco empecé á soñar que ocupaba el palacio de la Fortaleza como dueño de la casa. Mi ayudante de servicio estaba en su puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si en mi vida no hubiera hecho otra cosa, las recibía ó hacía esperar, según su importancia ó la del asunto que había de tratar con ellas.
Yo estaba completamente transformado: mi natural encogimiento se había convertido en soltura, mi timidez en arrogancia, y mi lenguaje torpe en elegante facilidad. Me encontraba más instruído en todas las materias que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto que jamás hubiera creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior de cada uno lo que pensaba cuando me dirigía la palabra; de manera que conmigo no había falsedad ni disimulo posibles.
El primero que se me presentó fué un señor, llegado de cierto pueblo de la isla, vestido por un buen sastre, aunque llevaba la ropa como el que á ella no está acostumbrado: lucía sobre el chaleco gruesa cadena y pesados dijes de reloj, y en la camisa ricos botones de brillantes; pisaba recio, hablaba alto, y en ciertos momentos ponía cara de traidor de melodrama. Hablóme mucho de sus tierras, de sus cañas, de sus ganados, y cuando hizo recaer la conversación sobre las personas más notables de su pueblo, me aseguró que allí no había más hombres honrados que él, dos amigos suyos y el Alcalde. Los demás, debían inspirarme muy poca ó ninguna confianza, porque eran díscolos, intrigantes, y sobre todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna, y gracias al don de penetrar en su pensamiento de que yo disfrutaba, estaba oyendo que interiormente se decía:
"¡Si supiera este buen General que vendido todo lo que tengo, no alcanzaría para pagar á mis acreedores, que algunos de ellos están en la miseria, mientras yo nado en la abundancia, y que si recomiendo al Alcalde y á los otros dos sujetos, es para que no vean el lazo que les preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión!..."
Tentaciones me dieron de echar aquel villano á puntapiés; pero me contuve y le despedí, cuando entraba otro sujeto de buena figura, tan cortés, tan elegante y de maneras y lenguaje tan respetuosos, que me agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un convecino suyo que, según me aseguró, era no sólo el más rico, sino también el protector, el padre de todos los habitantes de su pueblo, donde nada bueno se hacía sin su anuencia. Él socorría á los necesitados, ponía en paz á los desavenidos, era, en una palabra, la providencia que