De pronto el atleta se encerró en la Academia y no bajó á la ciudad. Durante algunos días se habló de él en las reuniones de artistas. Estaba pintando; aproximábase una Exposición que iba á verificarse en Madrid y quería llevar á ella un cuadro que justificase su pensión. Tenía cerrada para todos la puerta de su estudio; no admitía comentarios ni consejos; el lienzo iría tal como él lo concibiese. Los compañeros le olvidaron pronto y Renovales acabó su obra en la soledad, saliendo con ella para su patria.
Fué un triunfo completo; el primer paso fuerte en el camino que había de conducirle á la celebridad. Se acordaba ahora con vergüenza, con remordimiento, del estrépito glorioso que levantó su cuadro La victoria de Pavía. La gente se agolpaba ante el lienzo enorme, olvidando el resto de la Exposición. Y como en aquellos días el gobierno se mantenía firme, y las Cortes estaban cerradas, y no había cogida de importancia en ninguna plaza de toros, los diarios, á falta de más viva actualidad, lanzáronse en ruda competencia á reproducir el cuadro, á hablar de él, publicando retratos del autor, lo mismo de frente que de perfil, grandes y pequeños, detallando su vida en Roma y sus originalidades, recordando con una lágrima de emoción al pobre anciano que allá, en su aldea, machacaba el hierro sin conocer apenas la gloria de su hijo.
De un salto pasó Renovales de la obscuridad á una luz de apoteosis. Los viejos encargados de juzgarle mostrábanse benévolos, con cierta conmiseración bondadosa. La fierecilla se amansaba. Renovales había visto mundo y volvía á las buenas tradiciones, siendo un pintor como los demás. Su cuadro tenia trozos que parecían de Velázquez, fragmentos dignos de Goya, rincones que recordaban al Greco: de todo había en él, menos de Renovales, y esta amalgama de reminiscencias era su principal mérito, lo que atraía el general aplauso y le conquistó una primera medalla.
Magnifico debut. Una duquesa viuda, gran protectora de las artes, que no compraba jamás un cuadro ni una estatua, pero sentaba á su mesa á los pintores y los escultores de renombre, encontrando en esto un placer barato y cierta distinción de dama ilustre, quiso conocer á Renovales. Éste venció la adustez de su carácter, que le tenía alejado del trato social. ¿Por qué no había de conocer el gran mundo? Él iba adonde fuese otro hombre. Y se hizo el primer frac, y tras los banquetes de la duquesa, donde provocaba alegres carcajadas su modo de discutir con los académicos, visitó otros salones y fué durante algunas semanas objeto de la atención de este mundo, un tanto escandalizado por sus salidas de tono, pero satisfecho de la timidez que le sobrecogía después de sus audacias. Los jóvenes le apreciaban porque tiraba á la espada como un San Jorge. Aunque pintor é hijo de un herrero, era toda una persona decente. Las damas le atraían con sus más amables sonrisas, esperando que el artista de moda las obsequiase con un retrato gratuito, como ya lo había hecho con la duquesa.
En esta época de gran vida, siempre de frac, á partir de las siete de la tarde, y sin hacer otra pintura que la de mujeres que deseaban aparecer bonitas y discutían con el artista gravemente el traje que debían ponerse para servir de modelo, fué cuando Renovales conoció á su esposa Josefina.
La primera vez que la vió entre tantas damas de arrogante apostura y estrepitosa presencia, sintióse atraído hacia ella por la fuerza del contraste. Le impresionó el encogimiento, la modestia, la insignificancia de la jovencita. Era pequeña, su rostro no ofrecía otra hermosura que la de la juventud, su cuerpo tenía la gracia de la fragilidad. Aquella criatura estaba allí, lo mismo que él, por cierta condescendencia de los demás: parecía ocupar un sitio prestado y se encogía en él como temerosa de llamar la atención. Siempre la veía Renovales con el mismo traje de soirée, algo envejecido, con ese aspecto de cansancio de las prendas incesantemente reformadas para seguir el curso de las modas. Los guantes, las flores, los lazos, tenían cierta tristeza en su frescura, como si delatasen las economías, los esfuerzos caseros que había exigido su adquisición. Se tuteaba con todas las jóvenes que hacían en los salones una entrada triunfal, levantando elogios y envidias con sus nuevas toilettes; la mamá, una señora majestuosa, de abultada nariz y lentes de oro, trataba con llaneza á las damas más linajudas; pero á pesar de esta intimidad, notábase en torno de la madre y la hija el vacío de un afecto algo desdeñoso, en el que entraba por mucho la conmiseración. Eran pobres. El padre había sido un diplomático de cierto nombre, que al morir no dejó á su esposa otros recursos que la pensión de su viudedad. Dos hijos estaban en el extranjero, como agregados de embajada, luchando con la escasez de sus sueldos y las exigencias de su posición. La madre y la hija vivían en Madrid, aferradas á la sociedad en que habían nacido, temblando de abandonarla, como si esto equivaliese á una degradación, permaneciendo de día en un tercer piso, amueblado con los restos de su pasada opulencia, haciendo inauditas economías para poder codearse por la noche dignamente con los que habían sido sus iguales.
Ciertos parientes de doña Emilia, que era la mamá, contribuían á su sostenimiento, no con dinero (eso nunca), sino prestándola el sobrante de su lujo, para que ella y la hija mantuviesen una pálida apariencia de bienestar.
Unos les cedían su coche en ciertos días para que diesen una vuelta por la Castellana y el Retiro, saludando á las amigas al cruzarse los carruajes; otros les enviaban su palco del Real las noches que no eran de turno brillante. Su conmiseración tampoco se olvidaba de ellas al extender las invitaciones para comidas de fiesta onomástica, tés de la tarde, etc. «No hay que olvidar á las de Torrealta, ¡pobrecitas!...» Y al día siguiente los cronistas de salones inscribían en la lista de los asistentes á la fiesta á «la bella señorita de Torrealta y su distinguida madre, la viuda del ilustre diplomático de imperecedero recuerdo», y doña Emilia, olvidando su situación, creyéndose en los mejores tiempos, entraba en todas partes, con un eterno traje negro, acosando con su tuteo y sus confidencias á las grandes señoras, cuyas doncellas eran más ricas y comían mejor que ella y su hija. Si algún señor viejo se refugiaba á su lado, la diplomática intentaba anonadarlo con la majestad de sus recuerdos. «Cuando estábamos de embajadores en Stockolmo...» «Cuando mi amiga Eugenia era emperatriz...»
La hija, con cierto instinto de muchacha tímida, parecía darse cuenta mejor de la situación. Permanecía sentada entre las señoras mayores, osando, sólo de tarde en tarde, aproximarse á las otras jóvenes que habían sido sus compañeras de colegio y ahora la trataban con superioridad, viendo en ella algo así como una señorita de compañía elevada hasta ellas por los recuerdos del pasado. La madre se irritaba por su timidez. Debía bailar mucho, ser vivaracha y atrevida como las otras; decir chistes, aunque fuesen crudos, para que los hombres los repitiesen haciéndola una fama de ingeniosa. Parecía imposible que con su educación fuese tan insignificante. ¡La hija de un grande hombre que apenas entraba en los primeros salones de Europa formaban círculo en torno de él! ¡Una muchacha educada en el Sagrado Corazón de París, que hablaba el inglés, su poquito de alemán y se pasaba el día leyendo, cuando no tenía que limpiar unos guantes ó reformar un vestido!... ¿Era que no deseaba casarse?... ¿Tan bien se encontraba en aquel piso tercero, miserable calabozo de la dignidad de su apellido?...
Josefina sonreía tristemente. ¡Casarse! Jamás lo lograría en este mundo que frecuentaban. Todos conocían su pobreza. Los jóvenes corrían en los salones detrás de las fortunas al seguir á las mujeres. Si alguno se acercaba á ella atraído por su pálida belleza, era para deslizarla en el oído vergonzosas sugestiones; para proponerle, mientras bailaban, noviazgos sin compromiso, relaciones íntimas con una prudencia traducida del inglés, flirts que no dejaban rastro, corrupciones gratas á las vírgenes que quieren seguir siéndolo después de conocer todas las aberraciones del roce carnal.
Renovales no se dió cuenta de cómo se inició su amistad con Josefina. Tal vez fué el contraste entre él y aquella mujercita que apenas le llegaba al hombro y parecía tener quince años cuando había cumplido los veinte. Su voz dulce, con un ceceo débil, le acariciaba los oídos. Reía pensando en la posibilidad de dar un abrazo á aquel cuerpo gracioso y frágil: la haría añicos entre sus manos de luchador, como si fuese una muñeca de cera. Buscábala Mariano en los salones que solían frecuentar la madre y la hija, y pasaba todo