Á los diez y seis años cayó Renovales en Madrid, y viéndose solo, sin más guía que su voluntad, se entregó con furia al trabajo. Pasó las mañanas en el Museo del Prado, copiando todas las cabezas de los cuadros de Velázquez. Creyó que hasta entonces había vivido ciego. Además, trabajaba en un estudio abuhardillado con otros compañeros, y por las noches pintaba acuarelas. Con la venta de éstas y de algunas copias, iba rellenando los vacíos que dejaba en su subsistencia la corta pensión enviada por el padre.
Recordaba con nostalgia estos años de estrechez, de verdadera miseria: las noches de frío en el mísero camastro; las comidas irritantes, de misteriosos ingredientes, en una taberna cercana al teatro Real: las discusiones en un rincón de un café, bajo las miradas hostiles de los camareros, escandalizados de que una docena de melenudos ocupasen varias mesas para tomar en junto tres cafés y muchas botellas de agua...
La alegre juventud soportaba sin esfuerzo estas miserias, y en cambio, ¡qué hartazgo de ilusiones, qué banquete esplendoroso de esperanzas! Cada día un nuevo descubrimiento. Renovales corría como un potro salvaje por los dominios del arte, viendo abrirse ante él nuevos horizontes, y su galope levantaba un estruendo de escándalo que equivalía á prematura celebridad. Los viejos decían de él que era el único muchacho «que se traía algo»; sus compañeros afirmaban que era un «pintorazo», y en su afán iconoclasta, comparaban sus obras inexpertas con las de los maestros consagrados y antiguos, «miserables burgueses del arte», sobre cuyas calvas creían necesario escupir su bilis, afirmando de este modo la superioridad de la nueva generación.
Las oposiciones de Renovales para alcanzar la pensión en Roma, equivalieron á una revolución. La juventud, que sólo juraba por él y le tenía por glorioso capitán, se agitó amenazante con el temor de que los «viejos» sacrificasen á su ídolo.
Cuando al fin su manifiesta superioridad le hizo alcanzar la pensión, hubo banquetes en su honor, sueltos en los periódicos, se publicó su retrato en las revistas ilustradas, y hasta el viejo herrero hizo un viaje á Madrid para respirar, conmovido y lloroso, una parte del incienso que tributaban á su hijo.
En Roma esperaba á Renovales una cruel decepción. Sus compatriotas le recibieron con cierta frialdad. Los jóvenes le miraban como á un rival, aguardando sus próximas obras con la esperanza de una caída; los antiguos, que vivían lejos de la patria, le examinaron con malévola curiosidad. «¡Conque aquel mocetón era el hijo del herrero, que tanto ruido metía entre los ignorantes de allá!... Madrid no era Roma. Ahora verían ellos lo que aquel genio sabía hacer.»
Renovales no hizo nada en los primeros meses de su estancia en Roma. Contestaba encogiéndose de hombros á los que con aviesa intención le preguntaban por sus cuadros. Él había ido allí, no á pintar, sino á estudiar: para esto le mantenía el Estado. Y pasó más de medio año dibujando, siempre dibujando, en los museos famosos, donde estudiaba, carbón en mano, las obras célebres. Las cajas de colores permanecían sin abrir en un rincón de su estudio.
Al poco tiempo abominó de la gran ciudad, por la vida que en ella llevaban los artistas. ¿Para qué las pensiones? Se estudiaba allí menos que en otra parte. Roma no era una escuela: era un mercado. Los comerciantes de pintura establecían allí su negocio, atraídos por la gran aglomeración de artistas. Todos, viejos y principiantes, ilustres y desconocidos, sentían la tentación del dinero, se dejaban envolver en las dulzuras de la vida cómoda, produciendo obras para la venta, pintando cuadros con arreglo á las indicaciones de unos judíos alemanes que recorrían los estudios marcando los géneros y tamaños que eran de moda, para esparcirlos por Europa y América.
Renovales, al visitar los estudios, sólo veía cuadros de género; unas veces señores de casacón, otras moros andrajosos ó campesinos de Calabria. Eran pinturas bonitas y acabadísimas, para las cuales empleaban como modelos un maniquí ó las familias de chocharos, que se alquilaban todas las mañanas en la plaza de España, junto á la escalinata de la Trinidad; la eterna aldeana, morena, de negros ojos y grandes aros en las orejas, con falda verde, corpiño negro y la toca blanca arrollada sobre el pelo con grandes agujas: el viejo de siempre, con abarcas, pellico de lanas y un sombrero apuntado, con espiral de cintas, sobre su nevada cabeza de Padre Eterno. Los artistas apreciaban entre ellos sus méritos por los miles de liras recolectadas durante el año: hablaban con respeto de los maestros ilustres, que cobraban una fortuna á los millonarios de París ó de Chicago por cuadritos de caballete que nadie veía. Renovales mostrábase indignado. Este arte era casi igual al de su primitivo maestro, aunque mundano, como hubiese dicho don Rafael. ¡Y para esto los enviaban á Roma!...
Mal mirado por los compatriotas á causa de su carácter brusco, de su lenguaje rudo y de la probidad, que le hacía negarse á todo encargo de los mercaderes de pintura, buscó el trato de los artistas de otros países. En la juventud cosmopolita de pintores acuartelada en Roma, pronto fué popular Renovales.
Su energía, su exceso de vida, hacían de él un simpático y alegre compañero, cuando se presentaba en los estudios de la vía Babuino ó en las chocolaterías y cafés del Corso, donde se reunían, por afinidades amistosas, los artistas de diversas nacionalidades.
Mariano, á los veinte años, era un mocetón atlético, digno retoño de aquel hombre que batía el hierro, desde el amanecer hasta la noche, en un rincón de España. Un día un joven inglés, amigo suyo, leyó en su honor una página de Ruskin. «Las artes plásticas son esencialmente atléticas.» Un enfermo, un semiparalítico, podía ser un gran poeta, un célebre músico; pero para ser Miguel Ángel ó el Ticiano se necesitaba, no sólo un alma privilegiada, sino un cuerpo vigoroso. Leonardo de Vinci partía una herradura entre sus manos; los escultores del Renacimiento labraban inmensos bloques de mármol á impulsos de sus brazos de titán, ó mordían con sus buriles el duro bronce; los grandes pintores eran muchas veces arquitectos, y cubiertos de polvo hacían moverse enormes masas... Renovales escuchó pensativo las palabras del gran esteticista inglés. Él también era un alma fuerte, en un cuerpo de atleta.
Los apetitos de su juventud no iban más allá de la varonil embriaguez de la fuerza y el movimiento. Atraído por la abundancia de modelos que ofrecía Roma, desnudaba en su estudio á una chochara, dibujando con delectación las formas de su cuerpo. Reía, con su carcajada ruidosa de gigante; la hablaba con la misma libertad que si fuese una de las mujerzuelas que le salían al paso por la noche al volver solo á la Academia de España, pero una vez terminado el trabajo y vestida... ¡á la calle! Tenía la castidad de los fuertes. Adoraba la carne, pero sólo para copiar sus líneas. Le producía vergüenza el roce animal, el encuentro al azar, sin amor, sin atracción, con la interna reserva de dos seres que no se conocen y se examinan recelosos. Lo que él deseaba era estudiar, y las mujeres sólo sirven de estorbo en las grandes empresas. El sobrante de su energía consumíalo en ejercicios atléticos. Después de una de sus hazañas de forzudo, que entusiasmaban á los compañeros, mostrábase fresco, sereno, insensible, como si saliera de un baño. Hacía esgrima con los pintores franceses de la Villa Médicis; aprendía á boxear con ingleses y americanos; organizaba con los artistas alemanes ciertas excursiones á un bosque cercano á Roma, de las que se hablaba durante varios días en los cafés del Corso. Bebía un sinnúmero de vasos con sus compañeros en honor del Kaisser, al que no conocía, ni maldito lo que le importaba su salud; entonaba con vozarrón estruendoso el tradicional Gaudeamus igitur, y acababa por coger del talle dos modelos de la partida, y con los brazos en cruz las paseaba por la selva hasta dejarlas sobre el césped, como si fuesen plumas. Después sonreía satisfecho de la admiración de aquellos buenos germanos, muchos de ellos enclenques ó miopes, que lo comparaban con Sigfrido y demás héroes de recios músculos de su mitología belicosa.
En Carnaval, al organizar los españoles una cabalgata del Quijote, se encargó de representar al caballero Pentapolín, «el del arremangado brazo», y en el Corso hubo aplausos y gritos de admiración para el enorme y duro biceps que mostraba el andante paladín, erguido sobre su caballo. Al llegar las noches de primavera marchaban los artistas en procesión, al través de la ciudad, hasta el barrio de los judíos, para comer las primeras alcachofas, el plato popular de Roma, en cuya preparación era famosa una