—La familia... con tomate, señores míos. Tanto tienes, tanto vales; cada uno a lo suyo. Los chicos, cuando me ven, me hablan de que les traspase la parroquia. El ama de mi casa también quiere lo mismo... ¡Magras! El negocio, siempre a mi nombre. Soy un vivo y he visto mucho. El negocio, mío, mientras viva yo: Domingo Rivero, alias Coleta, para servir a ustedes.
Y al hablar así, miraba con orgullo el saco que llevaba al hombro, el negocio envidiado, que pensaba defender hasta su muerte, como si este trozo de arpillera hubiera de servirle de mortaja.
Después rompió en elogios a la tabernera y su vino. ¡Olé las señoras de mérito! La copa era allí menos barata que en el barrio de los traperos, pero mucho mejor. Al ir a Madrid y al volver, no podía sustraerse a la tentación de abandonar el camino para contemplar los ojos de la dueña, su aire de señorío y los parroquianos de la casa, todos unos caballeros... Y con estas alabanzas aún conquistó una tercera copa.
Maltrana y su amigo, temiendo que el trapero renunciase a la ida a Madrid si le convidaban otra vez, volvieron al fielato. Coleta les siguió, afirmando que no tenía prisa. Sus parroquianos se levantaban tarde.
En las aceras de Punta Brava se habían establecido ya los puestos del mercadillo de los Cuatro Caminos. Los cortantes colgaban de unas vigas negras los cuartos de res desollada. Un perfume agrio de escabeche y verduras mustias impregnaba el ambiente. El grupo de chiquillos que acosaba al trapero se dispersó al verle bien acompañado, ocultándose tras los primeros tranvías.
De pronto, la mañana gris se iluminó con resplandores de oro. Rasgáronse los vapores blanquecinos; se abrió en el celaje un agujero de profundo azul, por el que pasó sus rayos el sol oculto. La tierra pareció sonreír bajo su húmeda máscara. Los charcos de lluvia brillaron con temblones reflejos, como si se poblasen de peces de fuego; los caseríos rojos y blancos surgieron como vigorosas pinceladas en los cerros de verde obscuro que limitaban el horizonte. La torre de Santa Cruz parecía una llama recta sobre los tejados de Madrid. La banda de palomas levantó el vuelo en espiral, con alegre rumor de plumas y arrullos.
Dos jóvenes pasaron junto al fielato cogidas del brazo, con el embozo del mantón ante la boca. Tenían la belleza de la obrera, la frescura de esa breve juventud de las hembras de trabajo, que triunfa sólo momentáneamente de la anemia hereditaria, de las privaciones que dificultan el desarrollo.
Maltrana fijó sus ojos en la más pequeña, una morena de rostro pálido y grandes ojos de un negro intenso, casi azulado, igual al de sus cabellos. El busto endeble erguíase con una arrogancia natural dentro del mantón; sus pobres faldas de verano se movían con cierto ritmo majestuoso, sin tocar el barro, en torno de los pies pequeños, cuidadosamente calzados, que revelaban ser la parte más atendida de su persona.
—¡Viva lo bueno!—gritó el borracho poniéndose en jarras—. ¡Ahí va la gloria del barrio!...
Y para expresar su entusiasmo con más viveza, arrojó el grotesco sombrero en un charco, salpicando a todos de barro.
El empleado del fielato saludó a las jóvenes con un tono de zumba paternal:
—Que seáis buenas... Cuidadito con perderse...
Las dos pasaron adelante sonriendo, sin contestar a los saludos mas que con movimientos de cabeza. La pequeña habló al alejarse.
—Adiós, Isidro—dijo con voz grave, al mismo tiempo que se enrojecían sus mejillas.
—Adiós, Feliciana—contestó el joven.
Y la siguió con los ojos, admirando su marcha rítmica y graciosa sobre el barro, su cuerpo gentil y esbelto, que iba empequeñeciéndose con la distancia.
El sol se ocultó de pronto; volvieron a cerrarse las nubes; ya no brillaron los charcos. Se extendió de nuevo sobre la tierra un velo gris, y la espiral de palomas cesó de aletear, desplomándose de golpe en el fango.
El jefe del fielato habló de las dos muchachas. Las veía pasar todas las mañanas a la misma hora; trabajaban en una fábrica de gorras de la calle de Bravo Murillo. Feliciana era la hija única del Mosco, el famoso cazador de Tetuán, y su compañera una muchacha de Bellasvistas, a la que aquélla recogía todas las mañanas para ir juntas al trabajo.
El nombre del Mosco hizo prorrumpir al trapero en exclamaciones de admiración. Aquel era un hombre. Quitaba el sueño a toda la gente del Real Patrimonio. Coleta lo sabía de buena tinta: el administrador de El Pardo se desesperaba por no haber podido atrapar al Mosco, y los guardas, apenas cerraba la noche, preguntábanse por qué lado del inmenso bosque trabajaría aquel bandido.
Los gazapos reales dormíanse en sus madrigueras, resignados de antemano a que les despertase la sangrienta dentellada del hurón; los corzos, al beber en los arroyos a la luz de las estrellas, se mugían a la oreja: «Mucho ojo, hermanos; el Mosco debe de andar cerca...» Un perro suyo, apodado Puesto en ama, había sido tan famoso por lo temible, que, al matarlo los guardas en un encuentro, lo llevaron en triunfo a la administración de El Pardo, y allí le guardaban empajado y con ojos de vidrio, como una curiosidad del real sitio.
Coleta había conocido a este animal. Cazaba los gamos a la carrera en medio de la noche; no había venado que le resistiese. Una vez hizo ganar a su amo cerca de tres mil reales. Ahora, el Mosco tenía otro perro, el segundo Puesto en ama, una verdadera alhaja, pero de menos mérito que el otro, y con él continuaba sus expediciones de «dañador», sus audacias de furtivo, saliendo de ellas en algunas ocasiones chorreando sangre, pero abriéndose paso siempre por entre los disparos de los guardas y los galopes de los vigilantes montados. ¡El plomo que aquel hombre llevaba en el cuerpo!...
Coleta, agotados los elogios al intrépido cazador, cuyas hazañas conocían mejor que él los que le escuchaban, iba ya a emprender el camino hacia Madrid, cuando su instinto de parásito le hizo fijarse en un carro descubierto que avanzaba con lento balanceo sobre los relejes de la carretera. La mula, alta y forzuda, con grandes desolladuras por la falta de limpieza, llevaba el cabezón adornado con cintajos multicolores encontrados en la basura. Parecía una bestia de tribu marchando adornada a una fiesta salvaje.
—Esa me llevará—dijo Coleta—. ¡Eh, tío Polo... señor Polo, pare usted! Aquí hay amigos.
De la parte trasera del carro surgió, como un monigote del fondo de una caja, una cabeza de viejo, con el cuello del chaquetón rozando las orejas y un gorro de pelo encasquetado hasta los hombros. Era una cara mofletuda y roja, con una vaguedad en los ojos rayana en la estupidez. Se detuvo el carro, y poco a poco fue saliendo de la parte delantera otro viejo, incorporándose trabajosamente con las riendas en la mano. Parecía el Padre Eterno. Sus barbas amplias de plata se extendían sobre el pecho y formaban una aureola de blancos vellones en torno de sus mejillas sonrosadas. El labio superior, cuidadosamente afeitado, era lo más limpio de su rostro. Los ojillos verdosos y profundos estaban rodeados de arrugas, que parecían rayas de carbón por la suciedad de sus surcos. El traje era tan bizarro como su ancianidad. Cubríase con una especie de casulla de pieles de conejo, sujeta a la cintura por una cuerda. Su pantalón estaba resguardado en los muslos por zajones cortados de una alfombra vieja y adornados con cintajos iguales a los de la mula. Una boina verdosa, con rastros de telarañas, cubría su cabeza sonrosada y blanca. El adorno de su persona revelaba suciedad salvaje y simpleza infantil. Las manos eran negras, con escamas en el dorso; las mejillas y los labios, acariciados por la navaja, mostraban una frescura de niño.
—¿Qué se les ofrece a ustedes?—dijo con atiplada vocecilla y entonación cortés—. ¿En qué puedo servirles, señores?...
Sus ojos se fijaron en Coleta, e hizo un mohín de desprecio.
—¡Ah! ¿Eres tú, borrachín?...
Después