La admiración del Mosco se posaba en las más raras cualidades de aquellos genios. Hablaba de uno con asombro porque escribía cantando, sin que lo molestase ruido alguno, sin levantar la cabeza aunque disparasen cañonazos junto a él. Otro merecía su entusiasmo porque desafiaba a los acreedores, y siempre que el impresor le llevaba pruebas a su domicilio encontraba en él a una nueva señora. ¡Qué tíos! Todos sin dinero, debiendo en la imprenta varias tiradas, lampando tras la peseta, lo mismo que Cervantes, «que no cenó al terminar el Quijote», alegres como unas castañuelas y haciendo reír a los cajistas con sus chistes. Pero al que recordaba con más veneración era a un señor elegante y grave, autor de largos artículos sobre política internacional, que se sentaba en cualquier rincón de la imprenta, sin mancharse, y escribía con los guantes puestos.
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