He contado esta nimiedad tan íntima, tan personal, a guisa de ejemplo, para demostrar que no debe mantenerse contradicción en cosas sin importancia. (Y no quiere esto decir que las aves noctívagas carezcan de interés; lo tienen, y muy grande, desde que le interesan a mi marido). Una herida de amor propio tarda mucho en curarse; quizá no cicatriza bien nunca. Queda siempre un sordo resentimiento. Y el resentimiento—la misma palabra lo dice—es el sentimiento más terne, más perenne, de más triste duración.
La incompatibilidad de caracteres es lo más deplorables de la vida conyugal. Y suele nacer de nimiedades, de intolerancias, de tozudeces insustanciales. Una mujer díscola es inaguantable. Hay que ser como la cera, dócil al moldeo, que al fin el moldeador suele adquirir el carácter de lo moldeado. La vida es breve, y pasarla en disputa constante equivale a cambiar la felicidad relativa por un potro de tormento. Y nada resuelve el divorcio; porque, como ha dicho un filósofo—claro que un filósofo feminista—el divorcio es la disolución de una sociedad en que la mujer ha puesto su capital y el hombre solamente el usufructo. ¿Y adónde va una sin capital? No hay que perder el socio, sino avenirse con él, aunque la sociedad luche con algunos tropiezos. Allanémoslos, en vez de aumentarlos; que al quitar los nuestros, también él—si no es una mala persona—quitará los suyos, despejando así el camino de la dicha. Vivir es ya un milagro; no depende de nuestra voluntad, sino de la Providencia. Saber vivir depende de nosotros mismos. No malogremos el don de la vida que Dios quiso otorgarnos.
De las condiciones del hombre en el matrimonio no me atrevo a hablar. Siento invencible timidez para tocar este punto, asaz complejo y difícil. Los místicos, los santos, que todos fueron solteros, aceptando todas las cruces, menos la del matrimonio—con lo cual su santidad desmerece un poco por falta de sometimiento a prueba completa—decían que al matrimonio, como a la muerte, es difícil llegar bien preparados. No se enojarán los hombres, si apoyándonos en el testimonio de los santos, decimos que la mujer llega al matrimonio en condiciones espirituales superiores. Y así debe ser, porque para el hombre el matrimonio es un accidente, mientras que para la mujer es el hecho fundamental de su vida.
A pesar de mi temor para hablar de esta materia, me atrevo a insinuar que entre los hombres dedicados a la vida intelectual, los mejor dispuestos para el matrimonio son los políticos. El literato, el mismo filósofo, el pintor, el músico, los artistas, en general, son peligrosos, porque su arte y su filosofía están siempre en primer término, antes que la mujer. Además, son un poco raros y no poco arbitrarios. Y entre los políticos se debe preferir, no a los dogmáticos empecinados, no a los caudillos exaltados, ni a los oradores famosos, que son también, como los artistas, un poco peligrosos, sino a los que tienen aptitudes gobernantes. La razón estriba en que, siendo el gobierno del Estado una serie de concesiones, llegan bien dispuestos al matrimonio, que es igualmente otra serie de concesiones.
Termino. Me he extendido demasiado. Pero téngase en cuenta que la cuestión es ardua y llena todas las bibliotecas del universo, sin que se haya resuelto satisfactoriamente. Sólo insistiré, para concluir, en que el cariño vale más que el amor, porque es más sostenible, más durable, más permanente. Lope de Vega, voto de calidad, pues fué un Don Juan efectivo, lleno de devaneos y tormentosas pasiones, nos dice en unos versos de su comedia «El mayor imposible», estas palabras razonables sobre la exaltación amorosa:
«Que muchos que se han casado |
Forzados de un amor loco, |
Suelen después hallar poco, |
De lo mucho que han pensado.» |
¡Cariño, cariño, dulcísimo y solidísimo sentimiento! En tí reside la dicha duradera. El cariño surge de convivir. El amor nace de no haber convivido. Reflexionad sobre esto, amigas mías...
EL AMOR Y SU APARIENCIA
¿Cuál es en la mujer la verdadera edad del amor? Puntualicemos con más precisión, pues la pregunta formulada es un poco vaga: ¿en qué edad se halla la mujer en mejor disposición espiritual para enamorarse y, en consecuencia, para unirse a un hombre, segura de que su sentimiento es firme, permanente, fijo, como la estrella polar?
Un personaje novelesco de Anatole France (creo que es el bondadoso filósofo señor Bergeret) dice que el amor es como la devoció; llega un poco tarde: «no se es amorosa ni devota a los 20 años».
La observación es exacta. El amor, en realidad, es un fanatismo, una de las tantas formas de la exaltación fanática. Ahora bien: para fanatizarse es necesario que el espíritu esté formado y que nuestras ideas estén muy hechas, muy elaboradas. Ni el tierno doncel, como si dijéramos el cadete, ni la señorita, la niña, que acaba de asomarse al mundo, tienen la aptitud del fanatismo. Es un error creer que los años y la experiencia evitan que nos fanaticemos. Ocurre, precisamente todo lo contrario. La experiencia y los años nos aferran a determinadas ideas y dan consistencia definitiva a ciertos sentimientos.
Pero dejemos los demás fanatismos para ocuparnos del fanatismo amoroso, de ese sentimiento de exaltada firmeza, de perennidad indestructible, que nos lleva a entregar a otro corazón el reinado sobre el nuestro. ¿Cuándo se produce de modo integral, con las potencias todas de nuestro querer, con la embriaguez absoluta de nuestro espíritu, esta adoración, en que, usando la pompa verbal de Víctor Hugo, «el amor es la concentración de todo el universo en un solo ser y la dilatación de este solo ser hasta Dios»?
Porque es menester no confundir el amor con su apariencia. Al saltar de la niñez a la pubertad, le ocurre a la mujer lo que a la mariposa al salir de su estado de crisálida. Sus primeros vuelos son inciertos, aturdidos, inseguros. Las alas son tiernas, débiles, y no han adquirido aún el sentido de orientación. Y lo mismo para volar que para amar es requisito indispensable cierto grado de robustez en las alas.
El origen de nuestras desventuras en la vida está en que la sensibilidad es más precoz que el entendimiento. Lo que más falta nos hace es precisamente lo último en formarse. La mente es impotente para regir la confusión tumultuaria de nuestras primeras emociones en su incierto y atorbellinado vuelo. Y así venimos a ser juguetes, como barquichuelo sin gobierno, del oleaje de nuestras sensaciones. El naufragar o arribar a buen puerto depende entonces, no de la seguridad de nuestra brújula, sino del hado favorable o adverso, independiente de nuestra voluntad y de nuestra orientación reflexiva.
A los diez y ocho o veinte años la mujer se impresiona fácilmente. Pero esta impresión suele ser fugaz, versátil, inconsciente. El error está en tomarla por definitiva, esclavizándose a una emoción pasajera. El acierto electivo en este caso está librado al azar, a que la casualidad haya determinado que ésta primera emoción nos haya sido provocada por persona que realmente lo merezca. Y la elección de marido, como la elección de esposa, no debe ser una lotería. «Saqué novio de tal baile» es una frase corriente entre las muchachas. No, no; no hay que sacarse el novio de una vuelta de vals, sino de muchas vueltas del entendimiento; que el discurrir bien no excluye el sentir profundamente. Son los poetas los que han dicho que el órgano del amor es el corazón. Pero los poetas han llenado el mundo de bellas mentiras, sonoras metáforas, falsas imágenes y seductoras